Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo III

Capítulo III

DICIEMBRE, 1837.

Es tal el brillo que da el dinero hoy en día, la consideración, el aprecio, el respeto, y la admiración que inspira, la ilusión que lo rodea, la atracción que ejerce, lo que deslumbra y hechiza, que es preciso ser ciego para no ver renovada la idolatría del becerro de oro. Al ver un Nabab, no hay cabeza que no se incline humildemente; y no son las menos agachadas las de los que pregonan con más furor que es contra la dignidad inclinarla ante la mitra y el cetro.

Este servilísimo homenaje tributado hoy día al dinero, es tanto más extraño, cuanto que no lo disculpan siquiera los beneficios y ayudas que deberían emanar de la riqueza, no sólo porque es ley evangélica, sino porque es una obligación de la razón, y basta de provecho mutuo. Un rico de los modernos, es la última persona de la sociedad a la que debe acudir un necesitado: puesto que el rico moderno mira al que no lo es, no solo con el más soberano desprecio, sino con el terror que miraría a un lazarino. Desde que le ve llegar con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios se hace irremisiblemente esta prudente reflexión: este soldado del ejército de Job, viene con las insolentes y hostiles miras de dar un ataque a mi bolsillo: ¡guarda Pablo! Enseguida, su cara, que por lo regular no está tan bien dotada por la naturaleza como lo está su bolsillo por la fortuna, adquiere un aire análogo y el colorido local de una fortaleza. Suele bastar la actitud imponente, el puedo y no quiero que levanta cual estandarte la fortaleza, para rechazar al necesitado. Cuando no, arroja un proyectil rechazador que mientras más hiere más satisfecho deja al que lo lanzó: el que pide es un enemigo, y debe quedar destruido para siempre.

Un proyectil así se llama en francés, une rebutade, en inglés, to cut, (cortar, ajar.) El diccionario define esto diciendo es un compuesto de repulsa y desdén. La noble lengua española no tiene semejante voz. Pero quizás la práctica la adoptará, con anuencia de la Academia que permite que nuevas necesidades creen nuevas palabras, así como la vida material ha adoptado la de confortable, la sociedad la de coqueta, la literatura la de spleen, con lo que, si bien no hemos puesto una pica en Flandes, hemos dado un paso agigantado en la civilización europea. Vivimos en la dulce ilusión de tener un lector en las Batuecas, al que mentalmente nos dirigiremos más de una vez; una de ellas es ahora, para decirle que bien puede ser el hombre más instruido y sabio, tener ideas y sentimientos elevados: sino sabe estas y otras palabras, puede estar seguro de que se le condenará por esos ilustrados de tres al cuarto que creen está la cultura en semejantes superficialidades, a imitar a Sócrates, en exclamar: sé que nada sé.

Esta ha sido una digresión larga cual abril y mayo: pero como dice El Heraldo que son nuestras novelas de cortas dimensiones, no teniendo nosotros bastante imaginación para crear eventos, ni menos aun el poder necesario para decirles después de creados, ¡creced y multiplicaos!, no nos queda más recurso que acudir a las digresiones para atenuar en cuanto esté en poder de nuestra pluma la dicha objeción. Nos ha dado este consejo nuestra cocinera, con la que solemos consultar, a ejemplo del gran Molière, a quien salió la cosa bien. Fundó aquella apreciable mujer su consejo en un ejemplo que nos hizo fuerza y fue éste; que cuando le sale una salsa escasa, la alarga echándole agua de la tinaja. ¡¡¡De la tinaja!!! Si siquiera hubiese dicho la materialota de la fuente? No podemos civilizarla; tampoco, en honor de la verdad, ponemos empeño en ello, no sea que se quiera meter a repostera y no tengamos quien haga el caldo.

No sabemos, lector, si hallarás que abusamos en esto de tu paciencia, porque el autor y el lector están incomunicados, lo más incomunicados posible; harto lo sentimos, pues quisiéramos complacerte. Recibe, pues, la intención.

Volvamos a nuestro asunto. Hay otra cosa que contribuye a poner a los ricos en el pináculo social. Ésta tiene algún mérito, porque es un resto de pudor, que haciendo a la generalidad avergonzarse de la vil materia del ídolo que ensalzan, pone el elogio en sus labios para adorarlo con él.

Este subterfugio ha enriquecido el caudal de sinónimos que ya teníamos, y deberán añadirse en una nueva edición a los de Huerta. Son estos los siguientes:

Cien mil duros -significa- un buen sujeto.

Trescientos mil -significa- sujeto muy apreciable.

Quinientos mil -significa- un bello sujeto.

Un millón -significa- un excelente sujeto.

Cuando se pasa al ísimo, bellísimo, excelentísimo, tente por sabido, bellísimo lector de las Batuecas, (pues para nosotros lo eres, aunque no tengas un cuarto en tu faltriquera), que el sujeto así calificado entre las gentes de dinero tiene, más de un millón para servir... a su dueño.

Encontráronse un día, poco después de la llegada de D. Roque la Piedra a Cádiz, en la calle Nueva, dos señores. Era el uno alto, grueso, colorado, gastaba gafas de oro, y la echaba de importante y elegantón; era corredor, y se llamaba D. Trifón Rubicundo. El otro, que acababa de desembarcar del Trajano en que venía de Sevilla en cámara de proa, era D. Jeremías Tembleque, el compinche y compadre que D. Roque había mandado compadecer a su presencia.

Era éste calificado en la categoría de los sinónimos mencionados entre bueno y apreciable sujeto, porque no habían podido averiguar ni los más listos hurones, cuanto pesaba su caja. Era un hombrecito flaco, encogido, enfermizo, con una cara angustiada, arrugada y amarilla como un limón seco. Vestía un gabán de un color extraordinario e incalificable, bastante claro, para que no se le notase al cabo de sus años las canas que suelen aparecer a los vestidos de paño por las costuras. Llevaba un sombrero gris y verde por debajo del ala, zapatos de paño dos veces mayores que sus pies: un chaleco insolente de feo, el cual, en la multitud de pliegues que formaba en el hueco que dejaba la ausencia del abdomen, ocultaba la impertinencia de la tela del forro que quería sacar las narices.

-¡Hola... D. Jeremías! ¿Tanto bueno por acá? -dijo el corredor al recién llegado-. ¿Viene Vd. a ver a su amigo D. Roque la Piedra? ¡Bello sujeto por cierto!

Es de advertir que D. Trifón Rubicundo había ido a ofrecer sus servicios al bello sujeto que le había recibido con la más acabada grosería. Hay existencias en el mundo, que partirían un corazón humano como un puñal, si por fortuna no consolase la idea de que cada cual siente a su manera.

-Sí, sí amigo D. Trifón, -respondió el recién llegado-, vengo a ver a ese compadre mío, que es un guapo chico que sabe más que Merlín, y trae sus riñones bien cubiertos; no como yo, D. Trifón: yo no he tenido la suerte que él. La enfermedad de mi mujer antes de venirme, ¡pobrecita! (¡Qué mujer, don Trifón! ¡Cinco juntas de médicos tuve; seis hubiese tenido con tal que, no se me hubiese muerto!) Un entierro que fue sonado, mi enorme pérdida en el banco de Nueva York, (nueva Sierra Morena!) ¡Malditos yankees, más ladrones que Geta! Desde que llegué aquí... pérdidas. En Jerez, (infames jerezanos) me metieron en una mina, no en la mina, sino en ser accionista...

-¿Y cómo fue Vd. tan inadvertido? Si fuese para las de Almería, esas sí; para esas tengo acciones que ofrecer a Vd., una ganga; son de un sujeto que marcha a Filipinas, y así...

-Si me habla Vd. de minas, echo a correr. Don Trifón, mi enemigo, ¿no estoy diciendo a Vd. que perdí diez mil reales? Me metí en ella, porque lo hizo D. Judas Tadeo Barbo; un bellísimo sujeto que sabe donde escarba, y quise escarbar donde él; porque ese ha servido, añadió haciendo una horrorosa mueca a guisa de chusca sonrisa; pero me salió mal la cuenta, perdí diez mil reales, que me han quitado diez años de vida. De nada me he arrepentido nunca como de haberme metido en la Positiva, así se llamaba la mina que ha sido la segunda parte del banco de Nueva York.¡Pues qué! ¿No hay más sino hacer un hoyo en el suelo, sacar tierra, y nada más que tierra? Don Trifón... ¡tierra! ¿Y hacerle a uno pagar dinero? ¡Clama al cielo, D. Trifón! Lo pagarán el día del juicio. Así no quiero minas, ni regaladas; ni en el Potosí, ¿está usted?

-¿Qué son para Vd. diez mil reales, D. Jeremías? Una miseria, una bicoca, un grano de anís.

Don Jeremías se puso a dar vueltas a derecha e izquierda, y a dar con su bastón en el suelo repitiendo:

-¡Diez mil reales miseria! ¡Bicoca! ¡Grano de anís! ¿Ha perdido Vd. la chaveta, D. Trifón de todos los diablos? ¿Dónde entierra Vd., D. Magnifico? ¡No digo yo que esta gente de Cádiz escupe por el colmillo! ¡Andaluces por fin, andaluces!

-No se nos venga Vd. aquí achicando, D. Jeremías. Vamos, vamos, que el amor y el dinero no pueden estar ocultos, y aquellas letritas sobre los hermanos Castañeda y compañía...

-Calle Vd., calle Vd., me está Vd. comprometiendo, D. Trifón de todos los demonios, cotorra mercantil. ¿Lo ve Vd.? ¿Lo ve Vd.?

Esto decía señalando a un chiquillo, que por ganar cuatro cuartos se empeñaba en llevarle un horroroso pañuelo de algodón a cuadros, atado por los cuatro picos, en el que traía D. Jeremías todo su equipaje.

-Te he dicho que te largues, holgazán, gritaba el avaro. ¿Crees acaso, garrapata, nigua, sanguijuela, que estoy tan mal con mi dinero que te había de pagar por llevar este lío que no pesa nada? Que te largues te digo, o sino...

Don Jeremías levantó el palo; el chiquillo echó a correr sacándole la lengua.

-¿Sabe Vd., -preguntó el corredor-, si su amigo de Vd., el señor D. Roque, que ha tenido en este pueblo hospitalario la acogida que se merece tan apreciable sujeto, piensa establecerse aquí?

-¡Jesús! ¡Jesús! Nada sé; -contestó D. Jeremías despavorido; tanto le asombró la idea de poder comprometerse en la respuesta que diese.

-Es que en ese caso tendría que proponerle un excelente negocio; puede que también acomodarse a usted, D. Jeremías.

-¡A mí no, no, no, y no! Amigo mío, si es cosa de dinero que desembolsar, no tengo un real disponible, ni un cuarto, ni un maravedí.

-Son pagarés a descontar a un año de plazo y a 12 por 100.

Los tristes ojos de D. Jeremías se pusieron a bailar el fandango.

-¿Con hipoteca? -exclamó-, ¿con garantías?

-¡Ah! No, señor: esto no se acostumbra aquí en Cádiz, donde el giro marcha libre y confiado sobre su base honorífica, el crédito: basta la firma que inspira más confianza que la hipoteca.

-Pues entonces a otra puerta, amigo Trifón: la confianza no me inspira ninguna, el crédito no me acredita nada, la firma es un papel mojado aunque sea la de Rotschild, que puede quebrar como el banco de Nueva York. Además le he dicho a Vd., -continúa en su tono llorón-; vacía la caja, amigo, como bolso de marqués; la enfermedad de mi mujer; la Positiva, en que tanto se metió y nada se sacó, esa sepultura funesta do mis diez mil reales; esa bicoca, ese grano de anís como Vd. dice: ¡caramba con Vd.!... y sobre todo esa quiebra del banco de Nueva York, me tienen en seco. ¡Malditos norteamericanos! Bien dicen los ingleses, que su Adán y Eva salieron de las cárceles de Londres. ¡Pícaros! Ea, D. Trifón, pasarlo bien, que no he almorzado, porque en el vapor llevan por todo un sentido.

Don Jeremías, que sabía que su compadre no le ofrecería de almorzar, entró en un mal café o medio bodegón, y pidió una taza de caldo, que parecía agua de fregado, en el que migó un poco de pan. Después de concluir su almuerzo, pasó el viajero a casa de su amigo.

-Conque, -dijo D. Jeremías a D. Roque, después de darle la bien venida-; conque, compadre, ¿se establece Vd. aquí? Por mí, harto me pesa de haberme venido de allá; echo cada día más de menos a mi Pepa; a mi mujer. Vd., compadre, ¿perdió la suya en la travesía?

-Sí, creo que se murió aquella testaruda que no quería venir a España, por salirse con la suya y darme ese chasco, -respondió D. Roque.

-¡Qué chasco, compadre! Ya que lo hizo, bueno es que fuese en la mar; así le ahorró a Vd. los gastos del entierro, que no son flojos, compadre, no son flojos: las cuentas las conservo. La caja...

-¿No le fue a Vd. bien aquí? -dijo interrumpiendo las lamentaciones de Jeremías, D. Roque.

-No compadre; vivir en Cádiz cuesta un sentido.

-¿Y en el Puerto?

-No se hace nada, nada; si no pasear en la Victoria, que parece un palacio encantado.

-¿Y en Jerez?

-¡No me hable Vd. de Jerez! ¡Un hato de bribones compadre!... Me armaron una con una mina Positiva; hágase Vd. cargo que jamás hubo nada de menos positivo: ¡me sacaron diez mil reales! Por tener el gusto de hacerme perder, mire Vd. si son malos, perdieron ellos también. Diez mil reales que jamás volveré a ver.

-Ya, pero...

-¡Qué pero, ni que camuesa! ¡Digo a Vd. que no los volveré a ver nunca más!

-¿Pero en lo demás?

-Los tengo que contar con los muertos, lo mismo que a mi mujer.

-Me han dicho que hay giro...

-Lo mismo que si los hubiera echado por la ventana.

-Me han asegurado que aquel viñedo...

-Ningunas, ni las más remotas esperanzas; ¿cómo? ¡Si la mina está abandonada!

-¿Y valen mucho las viñas?

-¡He visto la gran boca por donde se tragó esa positiva ladrona, mis diez mil reales!

-Es, -dijo D. Roque-, que pensaba comprar una viña a uno que está ahorcado

-¡Jesús, Jesús, compadre! -exclamó D. Jeremías-, se pierde Vd. miserablemente: ¡Vd. no sabe lo que son los jerezanos! Ya saben a su casa; han servido, como Vd., compadre; no venden sino las viñas secas. A mí me la quisieron pegar, pero la jugarreta de la mina Positiva me abrió los ojos tamaños, -añadió haciendo una C con el dedo pulgar y el índice-. ¡Mas de esto ha resultado que me ve Vd. el más desgraciado de los hombres!

La cara de D. Jeremías se puso aun más compungida.

-Pues ¿qué le sucede a Vd., compadre? -preguntó D. Roque.

-¡Que no sé que hacer con mi dinero! -exclamó D. Jeremías en tono desesperado y levantando sus manos por cima de su cabeza.

-Vamos, vamos, no se apure Vd., -respondió Don Roque-, ya veremos dónde colocarlo.

-Y cuatro años de intereses perdidos por haberlo tenido parado, ¿quién me los resarce?

-Su culpa es; a nadie tiene Vd. que quejarse, ¿por qué es Vd. tan encogido y medroso? Amigo, el que no se arriesga no pasa la mar. Finque Vd.; que las fincas están baratas.

-¡Fincar!... ¡fincas! -exclamó el avaro horrorizado-, que con las terribles contribuciones no dan, bien comparadas, esto es, en la tercera parte de su valor, ¡un cinco por ciento!... ¿me quiere Vd. arruinar?

-Póngalo Vd. a premio con hipoteca.

-Para que me obliguen a quedarme con la hipoteca, para que haya pleitos; -añadió estremecido el avaro-; ¿me quiere Vd. asesinar?

-Pues póngalo Vd. en un banco.

-¿En un banco? Vamos compadre; veo que usted quiere burlarse de mí. ¿No sabe Vd. lo que he perdido en el banco de Nueva York? Yankees del demonio, asaz peeres que los indios bravos, que los negros cimarrones y que los piratas malayos...

-¿Quiere Vd. comparar los bancos de allá con los de Europa, compadre? No sea Vd. pusilánime en su vida. Yo he puesto cien mil duros en el banco de Francia, ponga Vd. los sesenta y tanto mil que debe tener usted por mi cuenta aquí parados. Cuando vengan los otros sesenta que le quedan a Vd. que cobrar allá, podrá darles otro destino.

-Chitón, chitón, -sopló D. Jeremías asustado, poniendo un dedo sobre la boca-: nadie le pregunta a usted lo que tengo; las paredes tienen oídos, y Vd. un vocejón que parece de sochantre, compadre.

-No hay en la casa sino la negra y la niña; -dijo D. Roque.

-La negra y la niña, -repuso D. Jeremías acercándose a la puerta por ver si alguien los estaba es cuchando-, tienen sus bocas para repetir lo que oyen, como cada hijo de vecino.

-Haga Vd. lo que le digo, hombre de Dios, -prosiguió D. Roque-; y si no, va Vd. a tener ese dinero para mientras viva.

Don Jeremías se puso a temblar como si se le hubiese entrado el frío de una terciana; pero no rechazó del todo la idea. La iba cogiendo y soltando como un gato una sardina puesta sobre unas parrillas. Al cabo de tres días y tres noches de combates y angustias, en las que ni comió ni durmió, se decidió por fin a seguir el consejo de su amigo, y al cuarto partió llevándose a la pobre niña, su ahijada, de la que no se ocupó el apreciable sujeto en todo el viaje.

La niña iba convulsa y hecha un mar de lágrimas, no por separarse de su padre, delante del cual temblaba, sino por dejar a la negra estúpida y amilanada, que al fin era el único ser que desde la muerte de su madre no la repulsaba, y por el espantoso horror que le inspiraba la mar.

Cuando ancló el vapor en Sanlúcar para recibir pasajeros, estaba la infeliz niña tendida en su camarote, más muerta que viva. Su mal aumentado con las ansias del mareo y con su miedo, la habían puesto en un estado que daba compasión. Allí se embarcó una señora joven y hermosa con un caballero de edad y una niña de ocho años. Esta se puso a escudriñarlo todo.

-Quiero ver este camarote, -dijo-, empujando la puerta del en que estaba Lágrimas.

-No, Reina, -le dijo la madre-, está cerrado y tendrá dueño.

-Pues quiero verlo... quiero...

-Niña, -dijo el caballero anciano-, no siempre en el mundo se puede hacer lo que se quiere.

La niña, por respuesta, daba vueltas al pestillo, hasta que consiguió abrirlo.

-¡Qué picarilla! -dijo la madre-; en metiéndosele algo en la cabeza, no para hasta salirse con ello.

-¡Dios quiera que no le pese a Vd. algún día lo que ahora le hace gracia, Marquesa! -repuso el caballero.

-¡Madre, madre! -gritó su hija-: mirad, mirad a esta pobre niña... está mala y sola; ¡pobrecita, pobrecita!

La Marquesa acudió al camarote, y halló a su hija que abrazaba y besaba a la pobre Lágrimas, que parecía un cadáver.

-¡Pobre niña! -dijo la Marquesa-. ¿Con quién vienes?

-Con mi padrino, -respondió en voz casi ininteligible la niña.

-Que es un pícaro infame que te deja así mala y sola, -dijo Reina.

-Reina, Reina, eso es muy feo, y no se dice, -dijo su madre.

Pero la niña había desaparecido, y pronto volvió con un plato de bizcochos: un criado la seguía con una bandeja de café.

-Toma, toma bizcochos y café, pobrecita mía, que es bueno para el mareo, -dijo Reina-. ¿Buen padrino tienes! Si le veo arriba, le doy un empujón para que se caiga al río.

-Reina ¿no podías haberme avisado, y no ir tú por el café? -dijo el caballero.

¡Qué avisar! -repuso esta-: hubiese Vd. echado dos días, D. Domingo.

-¡Qué corazón tiene esta hija mía! -dijo la marquesa de Alocaz, cubriendo de apasionados cariños a su hija.