Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo IV

Capítulo IV

ENERO, 1838.

Algún tiempo después estaban sentadas debajo del emparrado del jardín del convento unas cuantas niñas chicas. Nada podía verse más gracioso que lo eran sus posiciones, movimientos y ademanes. ¡Con cuanta razón se ha dicho que todo lo que lleva el sello de la gracia elegante y ascética, es una copia perfeccionada de la gracia de la infancia! ¿Consistirá esto en que esa gracia que nos encanta, sea el celestial reflejo de la inocencia?

Todas estaban muy ocupadas; unas hacían un jardín con un arte que hubiese envidiado Le Notre... figuraba en él una ramita de box, un naranjo; una clavellina, una palma; en el centro un medio cascarón de huevo, figuraba la fuente de alabastro, en la que unos pedacitos de hojas de geranio encarnado, representaban los peces; a su alrededor los dedales, rellenos de ramitas de tomillo, figuraban macetas. Otras niñas hechas cocineras, se afanaban en meter en una ollita tamaña como una nuez, unas cuantas coliflores figuradas por jaramagos. Otras vestían un niño de barro con toda la delicadeza necesaria para no dejarlo falto de piernas o de brazos. Otras, gravemente sentadas en visita, tenían en sus manos una hoja de parra a manera de abanico.

Sólo una niña delgada y pálida, estaba sentada en una sillita baja y no se movía.

-¿Nunca quieres jugar, Lágrimas? -dijo una de las otras. ¿Te duele un pie?

-No, -respondió la niña.

-Pues ¿porqué no quieres jugar?

-¡Estoy cansada!

-¿De qué?

-No sé.

-Yo también estoy cansada, -dijo la cocinera, abandonando la olla a su triste suerte, como lo hacen otras de muchos más años.

-Yo también, yo también, -repetían las demás con aquella inconstancia propia de la edad en que nada interesa, ni aun los juegos.

-¿Vamos a contar cuentos?

-Sí, sí, cuenta tú, Maalena.

-Había vez y vez una hormiguita...

-Ese no, ese no, que le sabemos.

-Pues no sé otro, ea.

-¡Ay, mira, mira, un bicho! ¡Qué feo es!

-No es feo, es una chinita de humedad; en tocándola, se pone redonda como una bola, mira.

-¿Y porqué hace eso?

-Para esconderse.

-La voy a matar.

-Jesús, no, no, que si lo ve Lágrimas va a llorar, y nos va a reñir la madre Socorro por mor de ti.

-Pues yo haré que no llore; yo sé como.

-¿Tú? No es.

-Sí es.

-¿Pues cómo?

-Con una copla que yo sé, y se les canta a los niños para que callen.

-Cántala... anda.

La niña se puso a cantar en la más sencilla de las tonadas, puesto que no salió de una sola y misma nota:

Isabelita no llores
que se marchitan las flores,
no llores Isabelita
que las flores se marchitan.


-Maalena, -dijo una regordetilla de carita rosada y bobilla- cuéntanos la historia del niño perdido, que es más bonita, ¡anda!

Maalena se sentó, sobre una regadera y empezó la historia del niño perdido.

Madre, a la puerta está un niño,
más hermoso que el sol bello,
y dice que tiene frío
porque viene medio en cueros.
Pues dile que entre; se calentará.
¡Ay! ¡Que en este pueblo ya no hay caridad!
Entró el niño y se sentó;
hizo que se calentara,
y preguntó la patrona
¿de qué tierra? ¿De qué patria?
Responde: señora, soy de lejas tierras.
Mi padre es del cielo; madre es de la tierra.
Estando el niño cenando,
las lágrimas se le caen,
-dime niño, ¿porqué lloras?
Porque he perdido a mi madre.
Mi Madre de pena no sabrá que hacer
aunque la consuele mi Padre José.
-Hazle la camita al niño
en la alcoba con primor.
-Que no se haga, señora;
que mi cama es un rincón.
Mi cama es el suelo en el que nací,
y hasta que me muera ha de ser así.
Apenas rompía el alba
el niño se levantó,
y le dijo a la patrona
que se quedase con Dios;
que él se iba al templo por que era su casa;
donde iremos todos a darle las gracias.


Cuando hubo concluido Maalena, se volvieron las niñas a la niña pálida y le dijeron:

-Lágrimas, cuéntanos el cuento de la Flor del Lililá, ¡qué lo cuentas tú muy bien!

-Estoy cansada, -respondió la niña pálida.

-Anda, cuenta, no seas premiosa y con su cante y todo. Si lo cuentas, te voy por lechuguino al huerto para tu canario.

Con esta promesa, la niña que parecía tan caída, se animó, y contó como sigue su cuento.



CUENTO DE LA FLOR DEL LILILÁ.

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Habíase un Rey que tenia tres hijos, dos muy malos y uno muy bueno. Todos los días venia a palacio una pobrecita a pedir limosna, y los dos grandes ni le daban, ni le decían siquiera perdone Vd. por Dios, sino que se fuese. Pero el más chico aunque no tenía dinero, porque se lo quitaban los grandes, le daba a la pobrecita su pan después de besarlo. Diole al Rey una enfermedad en los ojos y cegó; y los médicos dijeron que no había sino una cosa que lo pudiese poner bueno, y era esa cosa la flor del Lililá. Pero era el caso que nadie sabía donde estaba la flor del Lililá.

Los hijos dijeron que iban a buscarla, y que no se habían de volver sin ella, aunque tuviesen que ir hasta donde se levanta y hasta donde se acuesta el sol. Salió el mayor, y se encontró con la pobrecita que pedía, que era la VIRGEN, y le preguntó si le podría guiar, o dar norte, para poder hallar la flor del Lililá. Y como la Virgen no niega un buen consejo a nadie, sea malo o sea santo el que se lo pida, le respondió; -Ves por aquel camino derechito, derechito que te señalo, y llegarás; pero te advierto que hallarás a muchos niños blancos, que son los niños buenos, y muchos niños negros que son los malos; estos querrán jugar contigo, entretenerte y sacarte de la buena senda; no les hagas caso sino a los blancos, que te acompañarán y mostrarán siempre la buena senda. El niño siguió su camino, pero en lugar de hacer lo que le había dicho la buena pobrecita se puso a jugar con los niños negros que lo extraviaron; y lo mismo en todo y por todo que sucedió al mayor sucedió al segundo. Pero no así al chico, que como era bueno, hizo todo lo que le dijo la pobrecita, y así fue que los niños blancos le acompañaron hasta llegar a un jardín muy hermoso donde estaba la flor del Lililá, que era blanca, resplandecía y olía a gloria.

Cortó el niño la flor, y se puso en camino para llevársela a su padre. Pero a poco encontró a sus hermanos con los niños negros, que les dijeron matasen a su hermano para llevarles ellos a su padre la flor; y así lo hicieron los pícaros, y después de matado enterraron a su hermanito para que nadie lo viese.

En el sitio en que fue enterrado el niño, nació un cañaveral, y un pastorcito que apacentaba por allí sus ovejitas, cortó una cana e hizo una flauta, y cuando se puso a tocarla, salió de ella una voz muy triste que cantaba.

La niña se puso a cantar con una voz débil; pura y dulce como un suspiro sobre una sencilla, pero melodiosa y expresiva tonada:

No me toques, pastorcito,
que tendré que divulgar,
que me han muerto mis hermanos
por la flor del Lililá.


Al pastorcillo le pareció el canto de la flauta una cosa tan rara y tan bonita, que se la llevó al Rey; más apenas la tenía en las manos el Rey, cuando se oyó el canto mucho más triste todavía, que cantaba:

No me toques, padre mío,
que tendré que divulgar
que me han muerto mis hermanos,
por la flor del Lililá.


Cuando el padre conoció la voz de su hijo el más chico, se puso a llorar y a arrancarse los cabellos y mandó traer sus hijos mayores a su presencia. Estos al oír el canto de la flauta, cayeron de rodillas, deshechos en lágrimas y confesaron su delito. Entonces el Rey los condenó a morir. Pero de la flauta salió una voz, sin que nadie la tocase, que más suave que nunca cantó:

No los mates, padre mío,
y ten con ellos piedad,
que los tengo perdonado...
¡que es tan dulce perdonar!


Concluido que hubo la niña su cuento, las demás se esparcieron formando nuevos juegos, pero casi todas tarareaban en sus infantiles voces, que aun no podían como la de Lágrimas ceñirse a una melodía, en notas vagas, y sin precisión, que no tenían aun el freno de la voluntad, así como los pensamientos de entre duerme y vela, que lo han perdido, la canción del cuento de Lágrimas, mientras ésta con su voz aun más dulce y triste, seguía cantando:

Que les tengo perdonado...
¡Que es tan dulce perdonar!


Puso la niña su mano en su mejilla y cual si ella misma se hubiese arrullado con su canto, se quedó dormida.

-¡Angelito! -dijo al verla la madre Socorro-; la pobre niña no ha pegado los ojos en toda la noche. ¡Me da una lástima! ¿La sacaremos adelante, madre abadesa?

-Con la ayuda de Dios, hermana, -contestó ésta-. Hablad quedo, niñas mías, -añadió dirigiéndose a las otras niñas-, para no despertar a la pobrecita que no duerme de noche.

Las niñas se alejaron, se internaron en el jardín y empezaron a hablar de quedo, pero con esa graciosa falta de tino de la infancia, tan extremo de quedo, que no se oían unas a otras.

-¿A que no adivináis? -dijo Maalena que era la mayor, matrona ya de siete años.

-¿El qué?

-Una adivina.

-¡A que sí!

-Pues... ¿qué es un platito de avellanas que de día se recoge y de noche se derrama?

Todas se pusieron a meditar por casi medio minuto.

-Nosotras; -exclamó la gordiflona dando un salto que la levantó dedo y medio del suelo.

-Al revés me la vestí, -dijo la matrona-. Eres más tonta que Pipí, Josefita.

-Pues dilo tú, ya que lo sabes.

-Las estrellas, torpe.

-¡Qué no! Las estrellas no son avellanas.

-¿Pues qué son? Marisabidilla.

-Las lágrimas de María que se llevaron los ángeles al cielo; por eso son tantas que nadie las puede contar.

Las niñas se pusieron a mirar al cielo, en el que surcaban volantes nubarrones, cubriendo y descubriendo a su paso alternativamente la luna.

-¡Ay! -dijo la regordetita-, ¿no ves como se entra y se sale la luna en el cielo? ¿Qué le habrá dado?

-La estará llamando Padre Dios, contestó su vecina.

-Yo no oigo a su mercé.

-Tampoco lo ves en la misa, y está, -dijo la matrona-, si lo viéramos con estos ojos y lo oyéramos con estas orejas, -añadió tirándole un tirón de las suyas a la gordifloncilla-, ¿qué gracia habría en creer? Como dice la madre Socorro.

La dueña de la oreja dio un chillido. La niña dormida se estremeció, y despertó sobresaltada: sus ojos negros estaban desmesuradamente abiertos y exclamó azorada:

-¡La mar! ¡La mar! ¡El tiburón! ¡El tiburón! ¡Madre! ¡Madre!

La monja tomó a la niña en sus brazos.

-Vamos, vamos, niña mía, -le dijo-. Sosiégate, es un sueño, una pesadilla. Tu madre está en el cielo con Dios, con los ángeles, con los santos, rogando por ti. Tú estás aquí con nosotras, que te queremos tanto: a tu lado está el Ángel de tu guarda; la mar y sus tiburones están muy lejos: no hay aquí sino la fuente de agua tan dulce y los pececillos colorados: ¡míralos, míralos como corren!