Lágrimas de Fernán Caballero
Capítulo II

Capítulo II

NOVIEMBRE, 1837.


Preciso es, aunque no agradable, hacer una pequeña biografía de los compadres que van a salir a luz en esta historia, porque es necesario tener algunos antecedentes de las gentes con las que se va a entrar en contacto. Tanto más necesario es esto, cuanto que es probable que al presentarse a la vista del lector un viejecito pobre, triste y llorón, con todas las señales de la miseria, claras y patentes en su exigua persona, quisiera darle una limosna, que no dejaría de tomar; lo que sería un pecado mortal.

Era D. Jeremías Tembleque, el compadre que aguardaba D. Roque, primitivamente un basurero. Hallose un día en el elemento que manejaba un bolsillo lleno de oro. Un momento después le alcanzó la criada que había vertido el inmundo canasto en que iba el bolsillo; llorando y fuera de sí, le preguntó si había hallado un bolsillo que echaba de menos su amo. El honrado Jeremías afirmó con la mayor buena fe que no lo había visto, y con la complacencia y bondad de una buena alma, registró escrupulosamente todo el oloroso contenido del carro. Por la tarde salía despedida e infamada de la casa la infeliz criada, y a la mañana siguiente caminaba el buen Jeremías hacia Gibraltar donde tanto lloró y gimió miserias, que un capitán de buque mercante se lo llevó de balde a la Habana, pasando así del refugium peccatorum Gibraltar al consolatrix affictorum Habana sin cambiar una sola de sus monedas de oro. Allí puso un tendajo de bebida, en el que además de ésta se hallaban naipes sucios y tabaco húmedo.

En este santuario se formaron los primeros lazos de estrecha amistad entre el dueño del establecimiento y un gastador de un regimiento, jugador y pendenciero llamado Roque la Piedra. De esto había veinticinco años. Tenia, entonces Roque veinticuatro años y Jeremías treinta y cinco. Desde aquella época había sido el primero a los ojos del segundo, el guapo hermosete y jaquetón gastador en el que todo admiraba Jeremías menos el nombre D. Roque por su lado siempre miró en Jeremías el miserable y servil tabernero.

Andando el tiempo, habían hecho ambos fortuna, cada uno a su manera; el uno a toque de tambor, venciendo obstáculos a empujones; empezando por baratero, acabando por obligar a un medio paisano suyo, rico mercader, a que le diese su hija en matrimonio y se asociase a su negocio. El otro sin salir de su aire doliente, labró su suerte suplicando y gimiendo a una rica mulata, que por su lado tenía empresas tan honoríficas como las suyas, que le admitiese como humilde consorte. Se casaron, y nunca se vio un casamiento más feliz. La mulata reventaba de orgullo de ser la mujer de un blanco de purísima sangre española; el consorte, por su lado, no cabía de gozo en su apergaminado pellejo; por causa que su mulata que era generosa, garbosa, despilfarrada, dejaba rodar las onzas que ganaba, las que caían en las garras de su marido, apenas les echaba sus tristes ojos encima. De ahí pasaban a encierro hermético y secuestro perpetuo.

La mulata murió con el mismo ¿qué se me da a mí? en que había vivido. Jeremías oscureció aun más su triste figura; le hizo un buen entierro a su morena mitad, esa querida ave doméstica que ponía huevos de oro; conservó en un medallón de plata una de sus pasas, vendió cuanto tenía, cargó con todo el dinero y se vino a España, dejando abandonados unos niños que tenía su mujer antes de haberse casado con él.

Estos dos entes malignos y despreciables a quienes nadie decente en la Habana miraba siquiera a la cara, fueron recibidos en Europa como bellos y apreciables sujetos, mediante a que traían dinero.

¡Europa, Europa! Hija mía, te ha dado por el dinero, como a una vieja, y te vas volviendo todo lo sin gracia de un avaro: te aviso para que te enmiendes, que eso no le pega a una noble matrona como tú. ¿Qué dirá el Asia? El Ganges no querrá mezclar sus aguas con las de tus ríos, y hará bien.

Don Jeremías había llegado a Cádiz cuatro años antes que su amigo. Cuando se vio este triste carcelero de sus doblones sin la renta fija que le proporcionaba su consorte, y sin el apoyo y consejo que le suministraba su compadre D. Roque, no supo qué hacerse. Encontrábase como una nave a quien faltasen a un tiempo las velas y el timón. No se atrevía a emplear sus capitales, y aguardaba siempre mejor ocasión sucediéndole lo que a aquel otro con un corte de pantalón, que no se hacía nunca esperando la última moda.

En Cádiz le propuso un corredor comprar casas, pero como era cosa muy factible que las olas se tragasen a aquella temeraria ciudad, que como una gaviota se ha plantado sobre una peña rodeada de mar, D. Jeremías declaró aventurada la empresa. Sentándole mal el agua de aljibe, se puso sus zapatos de paño, y acompañado de un negro y de un baúl pelado, que era todo su equipaje, se fue al Puerto de Santa María.

Allí le ofrecieron comprar vinos y criarlos para la extracción, especulación muy lucrativa. Bien pensado el negocio, D. Jeremías discurrió que el vino podría volverse vinagre y sentándole mal las aguas delgadas del Puerto, se puso sus zapatos de paño cargó con su negro y su baúl, y se fue a Jerez.

Allí le ofrecieron comprar una magnífica viña del pago en que se cría la uva que da el vino que bebe el Emperador de Rusia, el de Austria y la Reina de Inglaterra. D. Jeremías se halló seducido por la viña que criaba tales vinos, casi tanto como por su mulata.

El negocio marchaba arrastrando tras sí a nuestro D. Jeremías como un vapor que remolcase a un pontón. Las onzas, conmovidas por un alegre presentimiento de ¡viva la libertad! creyeron las bonachonas que en saliendo del poder de D. Jeremías iban a campar por su respeto como las estrellas del cielo. Pero antes de concluir el trato fue D. Jeremías a ver la viña. Era por enero; todas las cepas estaban podadas, y tenían el triste y árido aspecto que tienen las viñas en aquella estación. La cara de D. Jeremías, a la cual la idea de abastecer de vinos la mesa de los Emperadores había animado inusitadamente, se tornó al ver las cepas, triste, mustia y encogida como ellas.

-¡Jesús! -exclamó-, estas cepas tan chicas son retoños, y están secas.

Le explicaron que tenían ese aspecto por estar podadas según la costumbre del país, y que eso mismo las haría meter con más fuerza en la primavera.

-¿Y si no meten? -dijo Jeremías echando a correr como el que huye de una mala tentación.

Sentándole mal las aguas gordas de Jerez, y desesperado por el mal éxito que tuvo una mina en que se había interesado, se puso D. Jeremías sus zapatos de paño, cargó con su negro y su baúl, y se fue a Sevilla.

En Sevilla le hallamos establecido en una de las callejuelas de los Venerables, no por simpatía hacia el nombre, sino por ser allí las casas más baratas. Encontró una alhaja en su género.

Era un palacio de que podía hacerse dueño por la módica suma de cuatro reales diarios, lo que en el mes de febrero le proporcionaba el ahorro de ocho reales. Cabían en él, sin estar muy apretados, D. Jeremías, su negro y su baúl. Era este palacio, no de origen árabe, sino, al parecer, anterior. Los ladrillos del pavimento, a imitación del hombre, polvo fueron y polvo se volvían, formando así un suelo escabroso como el de una sierra. Las puertas aseguraban a unos blancos remiendos que les había incrustado el carpintero sobre lo apolillado, que en sus buenos tiempos habían sido pintadas y revestidas de un uniforme azul como un general; los remiendos las miraban de soslayo con los negros ojos con que los había gratificado el carpintero, y por respeto a sus años, no les decía que mentían. Los cristales de pequeñas dimensiones que tenían los postigos, decían a las rejas con añejas reminiscencias que habían sido claros, puros y limpios; el hierro, que tiene buena memoria, les aseguraba que recordaba sus perdidos encantos. El portón algo paralítico, condenaba el uso de las cancelas, como una innovación impúdica. En la cocina había hornilla y media; pero D. Jeremías se hizo de que la sobraba la entera. En esta vaina, digna del acero que iba a guarecer, se instaló Don Jeremías con su negro y su baúl.

Pero faltaban los muebles; aquí fueron los apuros, cálculos y cavilaciones. ¿Qué había de hacer? Se fue D. Jeremías a pensarlo a las delicias de Arjona.

¡Arjona! ¡Bienhechor de Sevilla! ¡Tú que has dejado tan profundas huellas de tu celo e ilustración, que no borrará y antes sancionará el tiempo; diestro innovador y digno gobernante! Vayan estos cuatro renglones a probarte que si los árboles que plantaste coronando a Sevilla con una fresca guirnalda siguen floreciendo, no se han ajado tampoco en los corazones los agradecidos recuerdos con que a su vez coronan tu memoria.

¡Cuántas cavilaciones han abrigado aquellas perfumadas sombras! ¡Cuántas almas tiernas y elevadas habrán poetizado con los ruiseñores por aquellos senderos, en que el árbol cobija al arbusto, el arbusto a la flor, y la flor al césped! ¡Pero cuántas veces también le han profanado la langosta y el hormigón! ¿No podrían irse los Jeremías, las langostas y los hormigones a dar su paseo al Perneo? ¡Qué importuna pretensión en tiempos de igualdad y comunes derechos!

Volvamos a mi héroe. Nos ha dado por las digresiones: en otro capítulo diremos el porqué; que por ahora tenemos que referir el resultado de las cavilaciones del más caviloso de los cavilosos.

Fue este el irse al día siguiente a las callejuelas de Regina. Si eres tan desgraciado, lector, que nunca hayas estado en Sevilla, te compadecemos en primer lugar; y en segundo te diremos, que las callejuelas de Regina son un respetable club, un distinguido casino, un ilustre liceo de baratilleros. Cuanto allí se muestra a la vista del público, merece llevar la cruz de San Hemenegildo. Allí atrae el barato con su dulcísima voz, y convida a pasar adelante la curiosidad con su picante estímulo. Los baratilleros han sido tantas veces descritos, se ha gastado tanto chiste en sus descripciones, que nos abstenemos, mal que nos pese, de cansar tu atención describiéndolos: sólo diremos con dolor de nuestro corazón, que hasta los baratillos van perdiendo en el siglo de las luces y de los adelantos, su fisonomía y su color local. Cada baratillero tiene un pintor de brocha gorda, con un furioso arco iris metido en sus pucheros, al que con una celeridad digna de nuestros tiempos, va poniendo grotescas caretas a los más respetables veteranos. Tiene otro pintor de brocha no menos gorda, que de un cuadro regular, pero mal tratado, hace un cuadro de tal expresión, tan descompuesto y subido de color, que parece un borracho saliendo de la taberna. Tiene además un apestosísimo barniz que distribuye a modo de palo de ciego, de manera que, si se entrase con hachones en aquellas cuevas de hijos abandonados, relumbraría y brillaría todo como cuevas de estalactitas.

Lo mismo habéis hecho vosotros, ilustrados novadores; habéis fabricado ese atroz barniz de pesada ilustración, que sobre todo se extiende como un brillo facticio, como una mentira. Ahora que veis tanta deformidad, lo lloráis. ¡Amigo; como ha de ser!

Tú te metiste
fraile mostén,
tú lo quisiste
tú te lo ten.


Las cosas bien hechas, bien pulidas, sacan ellas mismas su brillo, pero lo facticio, ¡qué horror!

D. Jeremías gastó mucho tiempo, mucha parola, muchas negociaciones, pero muy poco dinero, en adquirir para su palacio el siguiente regio ajuar.

Una docena de sillas maltratadas por la suerte y esperando ya la muerte, pero de un verde apio, el más fresco de los que cría la primavera.

Un sofá, cuyos cojines de un coco o percal que había sido negro y se volvía blanco, como le sucede a los caballos tordos, estaban rellenos de hojas de maíz, lo que proporcionaba la ventaja al que se sentaba en él, de recordarle el campestre susurro que forman en las huertas movidas por la brisa. Pero como D. Jeremías en su vida había leído un idilio cuando su persona hacía el oficio de la brisa al sentarse sobre su sofá, se le llevaba Barrabás.

Ítem más: una mesa de escribir, con una pierna postiza, un poco más corta que las otras tres, y un tintero de peltre, con los petrificados restos de una tinta del siglo pasado; un velón de hoja de lata bastante bien conservado, una copilla de candela elegante por la sencillez de la materia y de la hechura, fabricada en Medina; platos desborcellados con moderación; fuentes lañadas con gusto, tino y solidez; un juego de café que se componía de las siguientes piezas: dos platillos y un pocillo, una cafetera sin asa y un azucarero sin tapadera. Don Jeremías quedó tan satisfecho de dichas compras y tan afecto a las callejuelas de Regina, que dio un mojicón a su negro porque había comprado de primera mano una olla de Medina.