Julio César (Shakespeare, Astrana Marín tr.)/Acto IV
ACTUS QUARTUS
editarSCENA PRIMA
editarRoma. — Habitación en casa de Antonio
ANTONIO, OCTAVIO y LÉPIDO, sentados alrededor de una mesa.
ANTONIO. — Todos éstos, entonces, tienen que morir. Quedan sus nombres anotados.
OCTAVIO. — Es preciso que vuestro hermano muera bien. ¿Consentís, Lépido?
LÉPIDO. — Consiento.
OCTAVIO. — Anotadlo, Antonio. .
LÉPIDO. — Pero a condición de que no vivirá Publio, el hijo de vuestra hermana, Marco Antonio.
ANTONIO. — No vivirá. Mirad. Con esta señal le condeno. Mas id, Lépido, a casa de César, traed el testamento, y veremos el modo de suprimir algunas mandas de los legados.
LÉPIDO. — ¿Qué, os encontraré luego aquí?
OCTAVIO. — Aquí o en el Capitolio.
(Salé LÉPIDO.)
ANTONIO. — Éste es un majadero, que sólo sirve para hacer recados. ¿Conviene que, dividido el mundo en tres partes, venga él a ser uno de los tres que ha de tener parte?
OCTAVIO. — Así lo juzgasteis, y pedisteis su voto sobre quiénes debían ser anotados para morir, en nuestra negra lista de proscripción.
ANTONIO. — He vivido más que vos, Octavio, y aunque confiáramos tales honores a este hombre, a fin de aliviarnos de varias cargas calumniosas, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, jadeando y sin aliento bajo la faena, guiado o arreado, según le señalemos el camino. Y cuando haya conducido nuestro tesoro adonde nos convenga, entonces se le quita la carga y, como el asno descargado, se le deja marchar í» sacudir las orejas y patas en los prados comunales.
OCTAVIO. — Podéis hacer lo que queráis; pero es un soldado experto y valiente.
ANTONIO. — También lo es mi caballo, Octavio, y por eso le asigno su ración de forraje. Es una Criatura a la que he enseñado a combatir, encabritarse, detenerse y correr en línea recta, gobernados siempre por mi inteligencia los movimientos de su cuerpo. Hasta cierto punto, Lépido no es otra cosa. Necesita ser adiestrado, dirigido y estimulado a ir adelante. Es un individuo de natural inútil que se alimenta de inmundicias, desechos e imitaciones que, usados y gastados por otro, para él constituyen la última moda. No hablemos de él sino como de un trasto. Y ahora, Octavio, oíd grandes cosas: Bruto y Casio están reclutando tropas. Debemos hacerles frente sin demora. Reforcemos además nuestra alianza, conquistemos a nuestros amigos más leales, ensanchemos nuestros recursos y reunámonos en seguida en consejo para poder descubrir mejor los planes ocultos y afrontar los peligros evidentes.
OCTAVIO. — Hagámoslo así. Porque estamos en el poste; numerosos contrarios nos rodean, y me temo que algunos de los que nos sonríen abrigan en su corazón infinitas maldades.
(Salen.)
SCENA SECUNDA
editarCampo cerca de Sardis. — Ante la tienda de Bruto
Tambores, Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y soldados. Los acompañan TITINIO y PÍNDARO
BRUTO. - ¡Alto, eh!
LUCILIO. — ¡Dad la seña, eh! ¡Y alto!
BRUTO. — ¡Qué hay, Lucilio! ¿Está cerca Casio?
LUCILIO. — Está al llegar, y Píndaro ha venido a saludarnos de parte de su señor.
BRUTO. — Me saluda amistosamente. Vuestro amo, Píndaro, sea por propia mudanza, o por mal consejo de sus oficiales, me ha dado motivos suficientes para ansiar que ciertas cosas hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, me explicaré con él.
PÍNDARO. — No dudo que mi noble señor aparecerá tal como es, lleno de discreción y honorabilidad.
BRUTO. — No se duda de él. Una palabra, Lucilio. ¿Cómo os recibió? Que yo lo sepa.
LUCILIO.—Con bastante respeto y cortesía; pero no con las mismas pruebas de familiaridad ni con aquel libre y amistoso trato que antes le eran habituales.
BRUTO. — Acabas de describirme al ardoroso amigo que se entibia. Observad, Lucilio, que cuando la amistad comienza a debilitarse y decaer, afecta ceremonias forzadas. La fe pura y sencilla no admite disfraces , pero los hombres frívolos, como los caballos sin domar, hacen alarde y ostentación de su energía; cuando sienten la sangrienta espuela, dejan caer la cabeza. Y, como rocines falsos, sucumben en la prueba, adelantan sus tropas?
LUCILIO. — Tienen intención de acampar esta noche en Sardis. El grueso del ejército, la caballería inclusíve, vienen con Casio.
(Marcha dentro.)
BRUTO — ¡Escuchad! Ya ha llegado. Vamos sin ruido a su encuentro.
(Entran CASIO y soldados.)
CASIO. — ¡Firmes! ¡Eh!
BRUTO. — ¡Firmes! ¡Transmitid la seña a lo largo de las filas!
SOLDADO PRIMERO. — ¡Firmes!
SOLDADO SEGUNDO. — ¡Firmes!
SOLDADO TERCERO. — ¡Firmes!
CASIO. — ¡Habéis sido injusto conmigo, noble hermano!
BRUTO. — ¡Juzgadme, dioses! ¿Soy injusto con mis amigos? Y si no lo soy, ¿cómo podría serlo con un hermano?
CASIO. — Bruto, bajo esa templada apariencia encubrís injusticias. Y cuando las causáis...
BRUTO. — ¡Conteneos, Casio! Exponed quedamente vuestras quejas. Os conozco bien. Aquí, en presencia de nuestros dos ejércitos, que no deben ver en nosotros sino cariño, no discutamos. Mandad que se retiren. Después, en mi tienda, extendeos en vuestros agravios, Casio, y yo os prestaré atención.
CASIO. — Píndaro, decid a nuestros jefes que retiren sus tropas a alguna distancia.
BRUTO.—Haced igual, Lucilio, y que nadie se acerque a nuestra tienda hasta que haya dado fin nuestra entrevista. Que Lucio y Titinio guarden la entrada.
(Salen.)
SCENA TERTIA
editarLa tienda de Bruto
Entran BRUTO y CASIO
CASIO. — Que habéis obrado injustamente conmigo se demuestra en esto: habéis condenado e infamado a Lucio Pela por recibir sumas ilícitas de los sardianos, por donde mis cartas intercediendo en su favor, pues le conozco, han sido acogidas con desprecio.
BRUTO. — Vos mismo os hicisteis justicia erigiéndoos en defensor de semejante causa.
CASIO. — En tiempos como éste no se debe insistir tanto sobre una falta insignificante.
BRUTO. — Permitidme que os diga, Casio, que vos, vos mismo, sois muy censurado por tener una mano codiciosa para vender y traficar por oro nuestros empleos a gente indigna.
CASIO. — ¡Yo una mano codiciosa! ¡Bruto, sabéis que sois vos el que habla de eso, o, ¡por los dioses!, éstas fueron vuestras últimas palabras!
BRUTO. — El nombre de Casio encubre tal corrupción, y por ello el castigo no se atreve a levantar cabeza.
CASIO. — ¡El castigo!
BRUTO. — ¡Acordaos de marzo, acordaos de los idus de marzo! ¿No fue por hacer justicia por lo que corrió sangre del gran Julio? ¿Qué miserable tocó su cuerpo y lo hirió que no fuera por justicia? ¡Qué! ¿Habrá alguno de nosotros, los que inmolamos al hombre más grande de todo el universo porque amparó bandidos, que manche ahora sus dedos con bajos sobornos y venda la elevada mansión de nuestros amplios honores , por la vil basura que así puede obtenerse? ¡Antes que semejante romano, preferiría ser un perro y ladrar a la Luna!
CASIO. — ¡Bruto, no me provoquéis, que no lo soportaría .Os olvidáis de vos mismo al censurarme! Soy un soldado, un soldado más antiguo en la práctica, más competente que vos mismo para dictar condiciones.
BRUTO. — ¡Marchaos! ¡Vos no sois Casio!
CASIO. — ¡Lo soy!
BRUTO. — ¡Os digo que no!
CASIO. — ¡No me irritéis más, que me olvidaré de mí mismo! ¡Pensad en vuestra existencia! ¡No me tentéis demasiado!
BRUTO. — ¡Fuera, majadero!
CASIO. — ¿Es posible?
BRUTO. — ¡Escuchadme, pues quiero que me oigáis! ¿Debo dar lugar y curso libre a vuestra cólera desenfrenada? ¿Temblaré porque me mire un loco?
CASIO. — ¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¿He de sufrir todo esto?
BRUTO. — ¡Todo esto! ¡Sí, y más! ¡Enfureceos hasta que estalle vuestro altivo corazón! ¡Id, patentizad a vuestros siervos lo colérico que sois, y que tiemblen vuestros esclavos! ¿Apartarme yo? ¡Por los dioses, que digeriréis el veneno de vuestro coraje aunque os haga reventar, pues desde hoy os tomaré como mi pasatiempo, sí, como mi hazmerreír, cuando os halléis irritado!
CASIO. — ¿A esto hemos venido?
BRUTO. — ¡Decís que sois mejor soldado! ¡Pues hacedlo ver! Justificad vuestra jactancia y yo lo celebraré. Por lo que a mí respecta, me alegraría recibir lecciones de hombres experimentados.
CASIO — ¡Sois injusto conmigo, Bruto; injusto por todos conceptos! ¡Dije más antiguo, no mejor soldado! ¿Dije mejor?
BRUTO. — ¡Si lo dijisteis, no me importa!
CASIO. — ¡Cuando César vivía no se hubiera atrevido a provocarme así!
BRUTO. — ¡Silencio! ¡Silencio! ¡No os hubierais atrevido a tentarlo de ese modo!
CASIO. — ¡Que no me hubiera atrevido!
BRUTO. — ¡No!
CASIO. — ¡Cómo! ¿No me hubiera atrevido a provocarlo?
BRUTO. — ¡Por vuestra vida que no!
CASIO. — ¡No confiéis demasiado en mi afecto, que podría hacer algo que sintiera después!
BRUTO. — ¡Ya habéis hecho lo que debierais sentir! ¡No hay terror, Casio, en vuestras amenazas, porque estoy tan fuertemente armado de honradez, que pasan sobre mí como el vano soplo del viento, al que no presto atención! ¡Os mandó pedir ciertas sumas de oro, que me habéis negado; porque yo no sé procurarme dinero por procedimientos viles! ¡Por el cielo! ¡Antes acuñaría mi corazón, trocando las gotas de mi sangre en dracmas, que arrancar de las endurecidas manos de los campesinos su mísero metal por medios ilícitos! ¡Os mandé pedir dinero para pagar mis legiones, y me lo negasteis! ¿Procedisteis como Casio? ¿Habría yo respondido así a Cayo Casio? ¡Cuando Marco Bruto se vuelva tan sórdido que cierre con llave a sus amigos esas miserables piezas, aprestad, dioses, todos vuestros rayos y hacedle pedazos!
CASIO. — ¡No os negué nada!
BRUTO. — ¡Lo, negasteis!
CASIO. — ¡No lo negué! ¡Era un idiota el que trajo mi respuesta! ¡Bruto ha destrozado mi corazón! Un amigodebiera sobrellevar las flaquezas de sus amigos; pero Bruto agranda las mías.
BRUTO. — ¡No lo hago más que cuando las aplicas contra mí!
CASIO. — ¡No me estimáis!
BRUTO. — ¡No estimo vuestras faltas!
CASIO. — ¡Los ojos de un amigo no debieran ver nunca estas faltas!
BRUTO. — ¡No las verían los de un adulador, aunque son tan enormes como el alto Olimpo!
CASIO. — ¡Venid, Antonio, y venid, joven Octavio! ¡Saciad vuestra venganza en Casio únicamente, pues Casio está harto del mundo, aborrecido por aquel a quien ama, ultrajado por su hermano, reprendido como un siervo, con todas sus faltas observadas, apuntadas en un libro de notas, estudiadas y aprendidas de memoria para arrojárselas al rostro! ¡Oh! ¡Mí alma podría escaparse de mis ojos con mi llanto! ¡He aquí mi puñal, y he aquí mi pecho desnudo, y dentro un corazón más valioso que las minas de Pluto ( el dios de la riqueza), más rico que el oro! ¡Si eres un digno romano, tómalo! ¡Yo, que te negué el oro, te entrego mi corazón! ¡Hiere, como hiciste con César, pues yo sé que cuando más le odiaste le estimabas mucho más de lo que siempre quisiste a Casio!
BRUTO. — Envainad vuestro puñal. Encolerizaos cuando os plazca, ya os desahogaréis, y haced vuestro deseo. ¡El deshonor será chanza! ¡Oh Casio! ¡Estáis uncido con un cordero, que tolera la cólera; como el fuego al pedernal, que, golpeado fuertemente, despide una chispa rápida y se enfría al instante.
CASIO. — ¿Ha vivido Casio para servir de hazmerreír y pasatiempo a su Bruto cuando el pesar y la sangre destemplada le enardecían?
BRUTO. — ¡Cuando habló así, me hallaba muy destemplado!
CASIO. — ¿Lo reconocéis? Dadme vuestra diestra.
BRUTO. — ¡Y mi corazón también!
CASIO. — ¡Oh Bruto!
BRUTO. — ¿Qué os sucede?
CASIO. — ¿No tenéis afecto suficiente para sufrirme, cuando este genio violento que heredé de mi madre me hace olvidar todo?
BRUTO. — Sí, Casio, y en lo sucesivo, cuando os exaltéis en demasía con vuestro Bruto, él pensará que regaña vuestra madre, y asunto arreglado.
POETA. — (Dentro.) ¡Dejadme entrar a ver a los generales! ¡Hay algún resentimiento entre ellos! ¡No conviene dejarlos solos!
LUCILIO. — (Dentro.) ¡Pues no llegaréis hasta su presencia! POETA. — (Dentro.) ¡Nada sino la muerte me detendrá!
(Entra el POETA, seguido de Lucio, TITINIO y Lucio.)
CASIO. — ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
POETA. — ¡Generales, qué oprobio! ¿Qué intentáis? Haya amor y amistad como es debido. Más años que vosotros he vivido.
CASIO. — ¡Ah! ¡Ah! ¡Que detestablemente rima el cínico!
BRUTO. — ¡Fuera de aquí, sinvergüenza! ¡Lárgate, impertinente!
CASIO. — ¡Tened indulgencia con él, Bruto; es su estilo!
BRUTO. — ¡Yo sabré soportar su genialidad cuando él sepa ser oportuno! ¿Qué tiene que ver la guerra con estos locos danzantes? ¡Fuera, camarada!
CASIO- — ¡Vamos, vamos; marchad!
(Sale el Poeta.)
BRUTO. — Lucilio y Títinio, encargad a los jefes que preparen alojamiento a sus compañías esta noche.
CASIO. — Y volved, trayéndonos inmediatamente a Mesala.
(Salen LUCILIO y TÍTINIO.)
BRUTO. — ¡Lucio, un vaso de vino!
(Sale Lucio.)
CASIO.—¡No pensé que fuerais tan propenso al furor!
BRUTO. — ¡Oh Casio: me afligen grandes dolores!
CASIO. — ¡Mal aplicáis vuestra filosofía si cedéis a desdichas pasajeras!
BRUTO. — ¡Nadie como yo soporta el dolor! ¡Porcia ha muerto!
CASIO. — ¡Cómo! ¡Porcia!
BRUTO. — ¡Ha muerto!
CASIO. — ¿Cómo no me habéis dado muerte cuando así os he contrariado? ¡Oh pérdida sensible e irreparable! ¿De qué enfermedad?
BRUTO. — Impaciente por mi ausencia y apenada de que el joven Octavio y Marco Antonio se hayan hecho tan fuertes —pues con su muerte recibí esa noticia—, se extravió su razón y, aprovechando un momento que la dejaron sola, tragó ascuas encendidas.
CASIO. — ¿Y ha muerto así?
BRUTO. — ¡Así, exactamente!
CASIO. — ¡Oh dioses inmortales!
(Entra Lucio con vino y bujías.)
BRUTO. — ¡No hablemos más de ella! ¡Dame un vaso de vino! ¡En esto entierro todo enojo, Casio! (Bebe.)
CASIO. — ¡Mi corazón está sediento de este noble brindis! ¡Llena, Lucio, llena de vino la copa hasta que se derrame! Jamás beberé lo bastante por el afecto dé Bruto. (Bebe.)
BRUTO. — ¡Adelante, Titinio!
(Sale Lucio. Vuelve a entrar Titinio, con MESALA.)
¡Bien venido, buen Mesala! Sentémonos ahora aquí, en torno de esta vela, y examinemos las necesidades de nuestra situación.
CASIO. — ¡Porcia! ¿Ya no estás viva?
BRUTO. — ¡No más, os lo suplico! Mesala, he recibido cartas de que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con poderosas fuerzas y dirigen su marcha hacia Filipos.
MESALA. — Tengo cartas por el mismo tenor.
BRUTO. — ¿Añaden algo más?
MESALA. — Que, por proscripciones y decretos ilegales, Octavio, Antonio y Lapido han condenado a muerte a un centenar de senadores.
BRUTO. — No concuerdan nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan sólo de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno.
CASIO. — ¡Cicerón uno!
MESALA. — Cicerón ha muerto, y en virtud de esa orden de proscripción. ¿Habéis recibido cartas de vuestra esposa, señor?
BRUTO. — No, Mesala.
MESALA. — ¿Ni hay ninguna cosa de ella escrita en esas cartas?
BRUTO. — Ninguna, Mesala.
MESALA. — Me parece extraño.
BRUTO. — ¿Por qué lo preguntáis? ¿Os hablan algo de ella en las vuestras?
MESALA. — No, señor.
BRUTO. — ¡Vamos, como romano que sois, decidme la verdad.
MESALA. — Pues, como romano, soportadla; porque ciertamente, ha muerto, y de extraña manera.
BRUTO. — ¡Adiós, pues, Porcia! ¡Tenemos que morir, Mesala; y meditando en, que ella debía finar un día, hallo resignación para sufrir esto ahora!
MESALA. — ¡Así es como deben conllevar los grandes hombres sus grandes infortunios!
CASIO. — En teoría tengo mucho de eso, como vos; pero mi naturaleza de ningún modo podría soportarlo.
BRUTO. — Bueno, a lo que concierne a los vivos. Qué opináis de marchar inmediatamente a Filipos?
CASIO. — No lo creo conveniente. BRUTO. — ¿Por qué razón?
CASIO. — Por ésta: es preferible que el enemigo nos busque. Así consumirá sus recursos y cansará a sus soldados, haciéndose la ofensa a sí propio; en tanto nosotros, permaneciendo inmóviles, estamos descansados, fuertes para la defensa, y ágiles.
BRUTO. — Los buenos argumentos deben ceder, necesariamente, ante los mejores. Los pueblos enclavados entre Filipos y esta región se mantienen en una adhesión forzada, pues de mal grado nos dieron los impuestos. El enemigo, marchando por entre ellos, engrosará con ellos sus filas y vendrá refrescado, aumentado y brioso. Pero le quitaremos esta ventaja si le hacemos frente en Filipos, dejando a nuestra espalda estos pueblos.
CASIO. — Escuchadme, querido hermano.
BRUTO. — Perdonadme. Debéis tener presente además que nuestros amigos nos dieron ya lo último, , nuestras legiones están completas y nuestra causa en sazón. El enemigo crece cada día. Nosotros, en la cúspide, estamos expuestos al reflujo. Existe una marea en los asuntos humanos, que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida va circuido de escollos y desgracias. En esa pleamar flotamos ahora, y debemos aprovechar la comente cuando es favorable o perder nuestro cargamento.
CASIO. — Entonces, vayamos, como deseáis. Nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipos.
BRUTO. — Mientras hablábamos, la noche ha condensado sus tinieblas, y la naturaleza debe obedecer a la necesidad. La satisfaremos mezquinamente con un breve reposo. ¿No hay más que decir?
CASIO. — Nada más. ¡Buenas noches! Nos levantaremos mañana con la aurora, y en marcha.
BRUTO. — ¡Lucio!
(Vuelve a entrar Lucio.)
Mi manto.
(Sale. Lucio.)
¡Adiós, querido Mésala! ¡Buenas noches, Titinio! ¡Noble, noble Casio, buenas noches y buen reposo!
CASIO. — ¡Oh mi querido hermano! ¡La noche tuvo un mal principio! ¡Que jamás se susciten entre nuestras almas semejantes discordias! ¡No lo permitáis, Bruto!
BRUTO. — ¡Todo ha pasado ya!
CASIO. — ¡Felices noches, señor!
BRUTO. — ¡Felices noches, querido hermano!
TITINIO y MESALA. — ¡Buenas noches, Bruto!
BRUTO. — ¡Adiós a todos!
(Salen todos, menos BRUTO. Vuelve a entrar LUCIO con el manto.)
Dadme el manto. ¿Dónde está tu instrumento?
Lucio. — Aquí, en la tienda.
BRUTO. — ¡Cómo! ¿Hablas medio dormido? ¡Pobre muchacho! No te reprendo; velas en demasía. Llama a Claudio y algún otro de mis criados. Los haré dormir en mi tienda sobre cojines.
LUCIO. — ¡Varrón! ¡Claudio!
(Entran VARRÓN y CLAUDIO.)
VARRÓN. — ¿Llamabais, señor?
BRUTO. — ¡Tened la bondad, señores, de acostaros en mi tienda y dormir! Puede que os tenga que levantar para asuntos con mi hermano Casio.
VARRÓN. — Si os parece, permaneceremos en pie, aguardando vuestras órdenes.
BRUTO. — No lo permitiré. ¡Acostaos, queridos señores! Tal vez mude de pensamiento. ¡Mira, Lucio, aquí está el libro que tanto buscaba! Lo puse en el bolsillo de mi manto.
(VARRÓN y CLAUDIO se acuestan.)
LUCIO. — Estaba seguro de que su señoría no me lo había entregado.
BRUTO. — ¡Perdóname, buen muchacho; soy muy olvidadizo! ¿Puedes abrir por un rato tus ojos soñolientos y tocar uno o dos trozos en tu instrumento?
LUCIO. — Sí, señor, si os agrada.
BRUTO. — Hazlo, muchacho. Te molesto demasiado; pero tienes buena voluntad.
LUCIO. — Es mi deber, señor.
BRUTO. — Yo no reclamaría tu deber más allá de tus fuerzas. Sé que la sangre joven necesita su tiempo de reposo.
LUCIO. — He dormido ya, señor.
BRUTO. — Has hecho bien, y dormirás de nuevo. No te detendré largo rato. Si vivo, seré bueno para ti.
(Música y un canto.)
Es un aire soñoliento... ¡Oh sueño asesino! ¿Dejas caer tu plúmbea maza sobre mi joven, que te ofrece música? ¡Gentil mancebo, buenas noches! ¡No seré tan cruel que te despierte! ¡Si cabeceas, vas a romper tu instrumento! Te lo quitaré. ¡Buenas noches, buen muchacho!... Vamos a ver. ¿No está doblada la hoja donde dejé la lectura? Aquí es, creo.
(Entra la sombra de CÉSAR.)
¡Qué mal arde osa vela! ¡Ah!... ¿Quién viene? ¡Pienso que es la debilidad de mis ojos la que forjó esta monstruosa aparición!.., ¡Se me acerca!... ¿Eres algo? ¿Eres algún dios, ángel o demonio, que haces que se hiele mi sangre y se me ericen los cabellos? ¡Dime qué eres!...
SOMBRA. — ¡Tu espíritu malo, Bruto!.
BRUTO. — ¿Por qué vienes?...
SOMBRA. — ¡A decirte que me verás en Filipos!...
BRUTO. — Bien. Entonces, ¿he de verte de nuevo?...
SOMBRA. — Sí, en Filipos...
BRUTO. — Pues te veré entonces en Filipos...
(Desaparece la sombra.)
¡Ahora que he recobrado el ánimo te desvaneces!;.. ¡Mal espíritu, quisiera hablar más contigo!... ¡Muchacho, Lucio! ¡Varrón! ¡Claudio! ¡Señores, despertad! ¡Claudio!
LUCIO. — ¡Señor, las cuerdas están destempladas!
BRUTO.— ¡Piensa que todavía se halla con su instrumento! ¡Despierta, Lucio!
LUCIO. — ¡Señor!
BRUTO. — ¿Es que soñabas, Lucio, para gritar así? -
LUCIO. — Señor, no creo haber gritado.
BRUTO. — ¡Si que lo has hecho! ¿Viste alguna cosa?
LUCIO. — Nada, señor.
BRUTO. — Sigue durmiendo, Lucio... ¡Claudio, pícaro! (A VARRÓN.) ¡Tú, amigo, despertad!
VARRÓN. — ¡Señor!
CLAUDIO. - ¡Señor!
BRUTO. — ¿Por qué habéis gritado así, señores, en vuestro sueño?
VARRÓN y CLAUDIO. — ¿Nosotros, señor?
BRUTO. — ¡Sí! ¿Visteis alguna cosa?
VARRÓN. — ¡No, señor; no he visto nada!
CLAUDIO. — ¡Ni yo, señor!
BRUTO. — ¡Id y saludad en mi nombre a mi hermano Casio! ¡Decidle que se adelante cuanto antes con sus tropas, y le seguiremos!
VARRÓN y CLAUDIO. — ¡Así se hará, señor!
(Salen.)