Julio César (Shakespeare, Astrana Marín tr.)/Acto III

ACTUS TERTIUS

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SCENA PRIMA

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Roma. —El Capitolio. —El Senado en sesión

En la calle contigua al Capitolio, muchedumbre de gente; entre ella, ARTEMIDORO y el ADIVINO. Trompetería. Entran CÉSAR, BRUTO, CASIO, CASCA, DECIO, METELO, TREBONIO, CINA, ANTONIO, LÉPIDO, POPILIO, PUBLIO y otros

CÉSAR. — (Al ADIVINO.) ¡Ya han llegado las idus de marzo!

ADIVINO. — Sí, César; pero no han pasado aún.

ARTEMIDORO. — ¡Salve, César! Lee este escrito.

DECIO. — Trebonio desea que echéis una ojeada, en un momento libre, sobre esta humilde petición suya.

ARTEMIDORO. — ¡Oh César! Lee primero la mía, que toca más cerca a César. ¡Léela, gran César!

CÉSAR. — Lo que no atañe más que a nuestra persona, será examinado lo último.

ARTEMIDORO. — ¡No lo difieras, César! ¡Léela en seguida!

CÉSAR. — ¡Pero qué! ¿Está loco ese mozo?

PUBLIO. — ¡Deja paso, tunante!

CASIO. — ¿Qué es eso? ¿Insistís en vuestras peticiones en la calle? Venid al Capitolio.

CÉSAR entra al Capitolio. Los demás le siguen. Todos los senadores se levantan

POPILIO. — Deseo que vuestra empresa pueda hoy triunfar.

CASIO. — ¿Qué empresa, Popilio?

POPILIO. — ¡Que lo paséis bien!

(Se adelanta hacia CÉSAR.)

BRUTO. — ¿Qué dice Popilio Lena?

CASIO. — Que desea que nuestra empresa pueda triunfar. ¡Temo que se hayan descubierto nuestros planes!

BRUTO. — ¡Mira cómo se aproxima a César! ¡Obsérvale!

CASIO. — ¡Sé rápido, Casca, pues tememos que se prevenga! ¿Qué debemos hacer, Bruto? ¡Si esto se descubre, ni Casio ni César volverán jamás vivos, pues me daré la muerte!

BRUTO. — ¡Firmeza, Casio! ¡No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena, pues, mirad, se sonríe y César no cambia!

CASIO. — ¡Trebonio aprovecha su tiempo, pues ved, Bruto, cómo se lleva afuera a Marco Antonio!

Salen ANTONIO y TREBONIO. CÉSAR y los senadores ocupan sus asientos

DECIO. — ¿Dónde está Metelo Címber? Que se adelante y presente ahora su solicitud a César.

BRUTO. — ¡Está preparado! ¡Poneos junto a él y secundadle!

CINA. — ¡Casca, vos sois el primero que ha de levantar la mano!

CÉSAR. — ¿Estamos todos dispuestos? ¡A ver ahora! ¿Qué cosa hay mal hecha que deben rectificar César y su Senado?

METELO. —¡Muy alto, muy grande y muy poderoso César! Metelo Címber depone ante tus plantas un humilde corazón...

(Arrodillándose.)

CÉSAR. — ¡Debo advertirte, Címber, que estas genuflexiones y rastreras cortesías pueden conmover a un hombre vulgar y transformar las sentencias y decretos primordiales en juego de niños! No te ilusiones pensando que César lleva una sangre tan rebelde que pueda cambiar su verdadera calidad con lo que hace palpitar al necio, es decir, con dulces palabras, con humillantes y encorvadas reverencias y bajas adulaciones serviles. ¡Tu hermano está desterrado, por un decreto! ¡Si te postras y ruegas y adulas por él te aparto de mi camino como a un perro! ¡Sabe .que César no es injusto, ni sin causa se dará por satisfecho!

METELO. — ¿No hay ninguna voz más digna que la mía que suene más grata a los oídos del gran César, para pedirle el retorno de mi expatriado hermano?

BRUTO. — Te beso la mano, César, pero sin adulación, suplicándote que otorgues a Publio Címber un regreso inmediato y sin condiciones.

CÉSAR. — ¡Cómo! ¡Bruto!

BRUTO. — ¡Perdón, César; César, perdón! Casio se postra igualmente a tus pies para implorar la libertad de Publio Címber.

CÉSAR. — ¡Podría ablandarme si fuera como vosotros! Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían, pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza con ninguna otra del firmamento. ¡Esmaltados están los cielos con innumerables chispas, todas de fuego y todas resplandecientes, pero entre ellas sólo una mantiene su lugar! Así ocurre en el mundo: poblado está de hombres, y los hombres se componen de carne y sangre y disfrutan de inteligencia. Y sin embargo, sólo conozco uno entre todos que permanezca en su puesto, inquebrantable a la presión. ¡Y que ése soy yo lo probaré de la siguiente manera: firme he sido en que se desterrase a Címber, y firme soy en mantenerlo así!

CINA. — ¡Oh César!...

CÉSAR. — ¡Fuera! ¿Pretendes elevar el Olimpo?

DECIO. — ¡Gran Cesar!...

CÉSAR. — ¿No está Bruto arrodillado en vano?

CASCA. — Hablen mis manos por mí.

(CASCA hiere primero a CÉSAR, después los demás conspiradores, y finalmente BRUTO.)

CÉSAR. — ¡Et tu, Brute! ¡Muere entonces, César!

(Muere. Los senadores y el pueblo huyen en tropel.)

CINA. — ¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tiranía ha muerto! ¡Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calle!

CASIO.—Que suban, algunos de los tribunos populares y griten: «¡Libertad, independencia y emancipación!»

BRUTO. — ¡Pueblo y senadores, no os asustéis! ¡No huyáis! ¡Permaneced quietos! ¡La ambición ha pagado su deuda!

CASCA. — ¡Ocupad la tribuna,Bruto!

DECIO. — Y Casio también.

BRUTO. — ¿Dónde está Publio?

CINA. — ¡Aquí, completamente azorado con este tumulto!

METELO. — ¡Aprestémonos juntos a la defensa, no sea que algún amigo de César intentara...!

BRUTO. — ¡Nada de aprestarse a la defensa! ¡Ánimo tranquilo, Publio! ¡Ningún peligro amenaza a vuestra persona ni a la de ningún otro romano! ¡Decidlo así, Publio!

CASIO. — ¡Y dejadnos, Publio, ya que el pueblo, precipitándose sobre nosotros, podría causar daño a vuestra ancianidad!

BRUTO. — Sí, hacedlo, y que nadie responda de las consecuencias de esta acción sino nosotros, sus autores.

(Vuelve a entrar TREBONIO.)

CASIO. — ¿Dónde está Antonio?

TREBONIO. — ¡Ha huido atemorizado a su casa! ¡Hombres, mujeres y niños se miran con terror, corriendo y gritando como si fuera el día del juicio.

BRUTO. — ¡Dadnos a conocer vuestra voluntad, destinos! ¡Sabemos que hemos de morir! ¡Sólo el instante y los días que restan es lo que importa al hombre!

CASIO. — ¡Bah! Quien merma veinte años de su vida, ésos suprime de estar temiendo a la muerte.

BRUTO. — ¡Convenid en eso, y la muerte resulta entonces un beneficio! De este modo, somos amigos de César, pues hemos abreviado su tiempo de temor a la muerte. ¡Inclinémonos, romanos, inclinémonos y bañemos nuestras manos hasta el codo en la sangre de César, y de ella salpiquemos nuestras espaldas! Salgamos después hasta la calle pública y, blandiendo sobre nuestras cabezas las enrojecidas armas, clamemos todos: «¡Paz, independencia y libertad!»

CASIO. — ¡Inclinémonos, pues, y lavémonos en su sangre! ¡Cuántos siglos verán representar esta sublime escena en naciones que están por nacer y en lenguas aún desconocidas!

BRUTO. — ¡Cuántas veces se verá sangrar a César sobre el teatro! ¡Y ahora yace a los pies de Pompeyo, no más preciado que el polvo!

CASIO. — ¡Y cuantas veces suceda, otras tantas se dirá de nosotros que fuimos hombres que dieron la libertad a su patria!

DECIO. — ¿Qué? ¿Salimos?

CASIO. — ¡Sí, en marcha todos! ¡Bruto nos guiará, y nosotros le daremos por séquito los mejores y más valerosos corazones de Roma!

(Entra un CRIADO.)

BRUTO. — ¡Atención! ¿Quién llega? ¡Uno de los de Antonio!

CRIADO. — Mi señor me encarga que así me arrodille, Bruto. Marco Antonio me ordena que así me postre, y una vez postrado, que diga de este modo: «Bruto es noble, sabio, valiente y leal. César era prepotente, temerario, regio y bondadoso. Di que amo a Bruto y que le honro. Di que temía a César, que le veneraba y le quería. Si Bruto da seguridad a Antonio de que puede sin temor ir a su encuentro y de que ha de convencerle de que César ha merecido la muerte, Marco Antonio no amará más a César muerto que a Bruto vivo, sino que seguirá la suerte y riesgos del noble Bruto, a través de los azares de esta situación crítica, con entera lealtad.» He aquí lo que dice Antonio mi señor.

BRUTO. — Tu señor es un discretísimo y valiente romano. Jamás he pensado menos de él. Dile que si gusta venir a este lugar, será satisfecho, y juro por mi honor que partirá sin ofensa.

CRIADO. — Voy a traerle inmediatamente.

BRUTO. — Espero que lo tendremos por amigo.

CASIO. — Celebraría que fuese posible; pero confieso que lo temo mucho, y mis presentimientos sagaces acertaron siempre.

(Vuelve a entrar ANTONIO.)

BRUTO. — Pues aquí llega Antonio. ¡Bien venido, Marco Antonio!

ANTONIO. — ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto1? ¡Adiós a ti! Desconozco, patricios, lo que intentáis; quién todavía deberá verter su sangre, qué otro de rango elevado. ¡Si soy yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún instrumento la mitad tan digno cómo esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la sangre más noble de todo el universo! ¡Si os soy odioso, os suplico que satisfagáis vuestro resentimiento ahora, mientras vuestras manos purpúreas humean y exhalan el vapor de la sangre! ¡Viviera cien años, y nunca me hallaría tan dispuesto a morir! ¡Ningún sitio me agradaría tanto como aquí, con César, ni ningún género de muerte como recibirla de vosotros, los altos y selectos espíritus de esta edad!

BRUTO. — ¡Oh Antonio! ¡No supliquéis de nosotros la muerte! ¡Aunque ahora aparezcamos sanguinarios y crueles, como podéis juzgar por nuestras manos y por este acto que acabamos de consumar, no veis más que nuestras manos y su obra sangrienta! ¡No veis nuestros corazones! ¡Son compasivos, y la compasión al infortunio general de Roma —pues como el fuego apaga el fuego, la compasión apaga la compasión— ha realizado este hecho en César! ¡En cuanto a vos, Marco Antonio, nuestras espadas carecen de punta! ¡Nuestros brazos, fuertes contra la.malicia, nuestros corazones, de temple fraternal, os acogen con todo afecto, sana intención y reverencia!

CASIO. — Vuestro voto alcanzará tanto influjo como el que más en el reparto de las nuevas dignidades.

BRUTO. — Esperad únicamente a que hayamos apaciguado a la muchedumbre loca de miedo, y entonces os explicaremos por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así.

ANTONIO. — No dudo de vuestra rectitud. Tiéndame cada uno su mano ensangrentada. Primero, Marco Bruto, estrecharé la vuestra. En seguida, Cayo Casio, la de vos. Ahora, la de Decio Bruto, la de Metelo; la vuestra, Cina, y la vuestra, mi valiente Casca. Y por último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra, buen Trebonio. Caballeros todos..., ¡ay!, ¿qué diré? Mi reputación se asienta ahora sobre una pendiente tan resbaladiza, que sólo podréis considerarme de una de estas dos odiosas maneras: o como cobarde o como adulador. ¡Te amé, César! ¡Oh, es verdad! Si tu alma nos contempla ahora, ¿no te afligirá aún más que tu muerte ver a Antonio hacer la paz estrechando las manos sangrientas de tus enemigos —¡oh tú, el más noble!— en presencia de tu cadáver? ¡Si tuviera yo tantos ojos como tú heridas y corrieran mis lágrimas con tanta abundancia como tu sangre, esto parecería más digno en mí que unirme en términos de amistad con tus adversarios! ¡Perdóname, Julio! ¡Intrépido ciervo, aquí fuiste cazado! ¡Aquí caíste y aquí están en pie tus cazadores con las señales de tus despojos y el carmesí de tu sangre! ¡Oh mundo!, tú eras el bosque de este ciervo, y él era en verdad, ¡oh mundo!, tu corazón. ¡Semejante a un ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

CASIO. — Marco Antonio...

ANTONIO. — ¡Perdóname, Cayo Casio! ¡Los enemigos de César dirían esto mismo! Luego en un amigo es fría moderación.

CASIO. — No os censuro porque así elogiéis a César; pero ¿qué pacto pensáis hacer con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos, o seguiremos nuestra marcha prescindiendo de vos?

ANTONIO. — Con ese fin os apretó las manos; pero, en verdad, me desvié de la cuestión al ver yacente a César. De todos vosotros soy amigo y a todos os aprecio, en la esperanza de que me daréis razones de cómo y por qué era César peligroso.

BRUTO. — ¡De otra manera sería éste un espectáculo salvaje! Nuestras razones son tan justas y bien fundadas, que aunque fuerais hijo de César quedaríais satisfecho, Antonio.

ANTONIO. — Eso es cuanto busco. Y solicito además licencia para exhibir su cuerpo en la plaza pública y hablar desde la tribuna, como cumple a un amigo, en la celebración de sus exequias fúnebres.

BRUTO. — Lo harás, Marco Antonio.

CASIO. — Bruto, una palabra con vos.

(Aparte, a BRUTO.)

¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡No permitáis que hable Antonio en el funeral! ¿Sabéis hasta qué punto puede conmoverse el pueblo con sus palabras?

BRUTO. — (Aparte.) Con vuestro permiso. Yo mismo subiré primero a la tribuna y expondré los motivos de la muerte de César; diré que hablará Antonio; que cuanto diga lleva nuestro consentimiento y sanción, y que nos complacemos en que se tributen a César todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos proporcionará más ventaja que culpabilidad.

CASIO. — ¡No sé lo que pueda sobrevenir! ¡No me gusta esto!

BRUTO. — Marco Antonio, aquí, tomad el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis; pero hablad de César cuanto de bueno podáis imaginar, y decid que tenéis para ello nuestra venia. De lo contrario, no intervendréis de ningún modo en su funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo ocupe y una vez qué yo haya terminado mi discurso.

ANTONIO. — Sea así; no deseo más.

BRUTO. — Recoged, pues, el cuerpo y seguidnos.

(Salen todos, menos ANTONIO.)

ANTONIO. — ¡Oh, perdóname, trozo de barro ensangrentado, que aparezca suave y humilde con estos carniceros! ¡Tú representas la ruina del hombre más insigne que viviera jamás en el curso de las épocas! ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! ¡Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, cuyos rojizos labios se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la expresión—, profetizo ahora: caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias intestinas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes y las escenas de muerte tan familiares que las madres se contentarán con sonreir ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! ¡Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis ( La diosa de la venganza), salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: «¡Matanza!», y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los ayes de los moribundos solicitando sepultura!

(Entra un CRIADO.)

¿Estáis al servicio de Octavio César? ¿No es cierto?

CRIADO. — Sí, Marco Antonio.

ANTONIO. — César le escribió para que viniera a Roma.

CRIADO. — Recibió sus cartas y está en camino. Me encargó que os dijera de viva voz una palabra... ¡Oh César!

(Viendo el cuerpo.)

ANTONIO. — ¡Tu corazón, es generoso! ¡Apártate y llora! Veo que la aflicción es contagiosa, pues mis ojos, mirando esas gotas de dolor que destilan los tuyos, se anegan en lágrimas. ¿Está en camino tu amo?

CRIADO. — Esta noche quedará a unas siete leguas de Roma.

ANTONIO. — ¡Vuelve en seguida a su encuentro y dile lo ocurrido! ¡Aquí no hay más que una Roma enlutada, una Roma peligrosa, no una Roma donde Octavio esté todavía seguro! Sal de aquí y adviérteselo... Pero quédate un instante. No te marches hasta que haya yo transportado este cadáver a la plaza pública. Allí sondearé con mi arenga cómo ha recibido el pueblo la cruel resolución de esos hombres sanguinarios. Según lo que ocurra, darás cuenta al joven Octavio del estado de las cosas. Ayúdame. (Salen con d cuerpo de CÉSAR.) [1].

SCENA SECUNDA

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El foro

Entran BRUTO y CASIO y una turba de ciudadanos

CIUDADANOS. — ¡Queremos que se nos dé una explicación! ¡Que se nos explique!

BRUTO. — Pues seguidme y escuchad, amigos. Casio, id a la calle contigua y dividid la multitud. Los que deseen oírme, quédense aquí. Los que deseen acompañar a Casio, vayan con él, y se expondrán públicamente las razones de la muerte de César.

CIUDADANO PRIMERO. — Yo quiero oír hablar a Bruto.

CIUDADANO SEGUNDO. — Yo, a Casio, y así comparar sus razones cuando hayamos oído separadamente a uno y otro.

(Sale CASIO con algunos ciudadanos. BRUTO ocupa el rostrum.)

CIUDADANO TERCERO. — ¡El noble Bruto ocupa la tribuna! ¡Silencio!

BRUTO. — Tened calma hasta el fin. ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oídme defender mi causa y guardad silencio para que podáis oírme. Creedme por mi honor y respetad mi honra, a fin de que me creáis. Juzgadme con vuestra rectitud y avivad vuestros sentidos para poder juzgar mejor. Si hubiese alguno en esta asamblea que profesará entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menos que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: «No porque amaba a César menos, sino porque amaba más a Roma.» ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos a que esté muerto César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, le lloro; porque fue afortunado, le celebro; como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté. Lágrimas hay para su afecto, gozo para su fortuna, honra para su valor y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan abyecto que quisiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser romano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! Aguardo una respuesta. TODOS. — ¡Nadie, Bruto, nadie! BRUTO. — ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho con César sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de su muerte están escritos en el Capitolio. Su gloria no se amengua, en cuanto la merecía, ni se exageran sus ofensas, por las cuales ha sufrido la muerte.

(Entran ANTONIO y otros con el cuerpo de CÉSAR.)

Aquí llega su cuerpo, que doliente conduce Marco Antonio, que, aunque no tomó parte en su muerte, percibirá los beneficios de ella, o sea un puesto en la república. ¿Quién de vosotros no obtendrá otro tanto? Con esto me despido, que, igual que he muerto a mi mejor amigo por la salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca a mi patria necesitar mi muerte.



TODOS. — ¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Conduzcámosle en triunfo hasta su casa!

CIUDADANO SEGUNDO. — Erijámosle fina estatua, como a sus antepasados.

CIUDADANO TERCERO. — ¡Nombrémosle César!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Lo mejor de César será coronado en Bruto!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Llevémosle a su casa entre vítores y aclamaciones!

BRUTO. — ¡Compatriotas!...

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Callad! ¡Silencio! Habla Bruto.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Callad, eh!

BRUTO. — Queridos compatriotas, dejadme marchar solo, y en obsequio mío, quedaos aquí con Antonio. Honrad el cadáver de César y oíd la. Apología de sus glorias, que, con nuestro beneplácito, pronunciará Antonio. ¡Os suplico que nadie, excepto yo, se aleje de aquí hasta que Antonio haya hablado!

(Sale.)

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Quedémonos, eh! ¡Y oigamos a Marco Antonio!

CIUDADANO TERCERO. — Que suba a la tribuna pública y le escucharemos. ¡Vamos, noble Antonio!

ANTONIO. — ¡Por consideración a Bruto me veis ante vosotros!

(Sube a la tribuna.)

CIUDADANO CUARTO. — ¿Qué dice de Bruto?

CIUDADANO TERCERO. — Dice que por consideración a Bruto le vemos en nuestra presencia.

CIUDADANO CUARTO — ¡Lo mejor sería que no hablase aquí mal de Bruto!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Este César era un tirano!

CIUDADANO TERCERO. — Sin duda alguna, y es una bendición para nosotros que Roma se haya librado de él.

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Silencio! ¡Escuchemos lo que Antonio diga!

ANTONIO. — ¡Amables romanos!...

CIUDADANO. — ¡Eh, silencio! ¡Oigámosle!

ANTONIO. — ¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle! ¡El mal que hacen los hombres les sobrevive! ¡El bien queda frecuentemente sepultado con sus huesos! ¡Sea así con César! El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta, y gravemente lo ha pagado. Con la venía de Bruto y los demás —pues Bruto es un hombre honrado, como son todos ellos, hombres todos honrados— vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, para mí leal y sincero, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaran oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y, ciertamente, es un hombre honrado. ¡No hablo para desaprobar lo que Bruto habló! ¡Pero estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no llevarle luto? ¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón! ¡Toleradme! ¡Mí corazón está ahí, en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que torne a mí...

CIUDADANO PRIMERO. — Pienso que tiene mucha razón en lo que dice.

CIUDADANO SEGUNDO. — Si lo consideras detenidamente, se ha cometido con César una gran injusticia.

CIUDADANO CUARTO. — ¿Habéis notado sus palabras? No quiso aceptar la corona. Luego es cierto que no era ambicioso.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Si resulta, les pesará a algunos!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Pobre alma! ¡Tiene enrojecidos los ojos por el fuego de las lágrimas!

CIUDADANO TERCERO. — ¡En Roma no existe un hombre más noble que Antonio!

CIUDADANO CUARTO. — Observémosle ahora. Va a hablar de nuevo.

ANTONIO. — ¡Ayer todavía, la palabra de César hubiera podido hacer frente al universo! ¡Ahora yace ahí, y nadie hay tan humilde que le reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. ¡No quiero ser injusto con ellos! ¡Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados! pero he aquí un pergamino con el sello de César. Lo hallé en su. gabinete y es su testamento. ¡Oiga el pueblo su voluntad —aunque, con vuestro permiso, no me propongo leerlo— e irá a besar las heridas de César muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada , sangre! ¡Sí! ¡Reclamará un cabello suyo como reliquia, y al morir lo transmitirá por testamento como un rico legado a su posteridad!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Queremos conocer el testamento! ¡Leedlo, Marco Antonio!

TODOS. — ¡El testamento! ¡El testamento! ¡Queremos oír el testamento de César!

ANTONIO. — ¡Sed pacientes, amables amigos! ¡No debo leerlo! ¡No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César! Pues siendo hombres y no leños ni piedras, ¡sino hombres!, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus herederos, pues si lo supierais, ¡oh!, ¿qué no habría de acontecer?

CIUDADANO CUABTO. — ¡Leed el testamento, queremos oírlo! ¡Es preciso que nos leáis el testamento! ¡El testamento!

ANTONIO. — ¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un. momento en calma? He ido demasiado lejos al deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. ¡Lo temo!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Son unos traidores! ¡Hombres honrados!

TODOS. — ¡Su última voluntad! ¡El testamento!

ANTONIO. — ¿Queréis obligarme entonces a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno del cadáver de César y dejadme enseñaros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso?

TODOS. — ¡Bajad!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Descended!

(ANTONIO desciende de la tribuna.)

CIUDADANO TERCERO. — Estáis autorizado.

CIUDADANO CUARTO. — Formad círculo. Colocaos alrededor.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Apartaos del féretro, apartaos del cadáver!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Lugar para Antonio, para el muy noble Antonio!

ANTONIO. — ¡No, no os agolpéis encima de mí! ¡Quedaos a distancia!

VARIOS CIUDADANOS. — ¡Atrás! ¡Sitio! ¡Echaos atrás!

ANTONIO. — ¡Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas! ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los de Nervi. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el implacable Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, observad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta! ¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César! ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ése fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, le anonadó completamente! ¡Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se inundó de sangre! ¡Oh, qué caída, compatriotas! ¡En aquel momento, yo, y vosotros y todos ; caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nosotros! ¡Oh, ahora lloráis y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad! ¡Esas lágrimas son generosas! ¡Almas compasivas! ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? ¡Mirad aquí! ¡Aquí está él mismo, acribillado, como veis, por los traidores!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Oh lamentable espectáculo!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Oh noble César!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Oh desgraciado día!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Oh traidores, villanos!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Oh cuadro sangriento!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Seremos vengados!

TODOS. — ¡Venganza!... ¡Pronto!... ¡Buscad!... ¡Quemad!... ¡Incendiad!... ¡Matad!... ¡Degollad!... ¡Que no quede vivo un traidor!...

ANTONIO. — ¡Deteneos, compatriotas!...

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Silencio! ¡Oíd al noble Antonio!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Le escucharemos! ¡Le seguiremos! ¡Moriremos con él!

ANTONIO. — ¡Buenos amigos, apreciables amigos, no os excite yo con esa repentina explosión de tumulto! Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ay! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a concitar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él. ¡Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria, que enardece la sangre de los hombres! Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. ¡Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen de mí! ¡Pues si yo fuera Bruto y Bruto fuera Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César, capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma!

TODOS. — ¡Nos amotinaremos!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Prendamos fuego a la casa de Bruto!

CIUDADANO TERCERO. — ¡En marcha, pues! ¡Venid! ¡Busquemos a los conspiradores!

ANTONIO. — ¡Oídme todavía, compatriotas! ¡Oídme todavía!

TODOS. — ¡Silencio, eh!... ¡Escuchad a Antonio!... ¡Muy noble Antonio!

ANTONIO. — ¡Amigos, no sabéis lo que vais a hacer! ¿Qué ha hecho César para así merecer vuestros afectos? ¡Ay! ¡Aún lo ignoráis! ¡Debo, pues, decíroslo! ¡Habéis olvidado el testamento de que os hablé!

TODOS. — ¡Es verdad! ¡El testamento! ¡Quedémonos y oigamos el testamento!

ANTONIO. — Aquí está, y con el sello de César. A cada ciudadano de Roma, a cada hombre, individualmente, lega setenta y cinco dracmas.

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Qué noble César! ¡Vengaremos su muerte!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Oh regio César!

ANTONIO. — ¡Oídme con paciencia!

TODOS. — ¡Silencio, eh!

ANTONIO. — Os lega además todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad a vosotros y a vuestros herederos como parques públicos para que os paseéis y recreéis. ¡Éste era un César! ¿Cuándo tendréis otro semejante?

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Nunca, nunca! ¡Venid! ¡Salgamos! ¡Salgamos! ¡Queremos su cuerpo en el sitio sagrado e incendiaremos con teas las casas de los traidores! ¡Recoged el cadáver!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Id en busca de fuego!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Destrozad los bancos!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Haced pedazos los asientos, las ventanas, todo!

(Salen los CIUDADANOS con el Cuerpo.)

ANTONIO. — ¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Toma el curso que quieras!

(Entra un CRIADO.)

¿Qué ocurre, mozo?

CRIADO. — Octavio ha llegado a Roma.

ANTONIO. — ¿Dónde está?

CRIADO. — Él y Lépido se hallan en casa de César.

ANTONIO. — Voy inmediatamente a verle. Viene a medida del deseo. La fortuna está de buen humor y, en su capricho, nos lo concederá todo.

CRIADO. — Le he oído decir que Bruto y Casio han escapado como locos por las puertas de Roma.

ANTONIO. — Es posible que tuvieran alguna información sobre los sentimientos del pueblo y la manera como lo he sublevado. Llévame ante Octavio.

(Salen.)

SCENA TERTIA

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Una calle

Entra CINA el poeta

CINA. — Esta noche he soñado que estaba en un festín con César, y siniestros presagios atormentan mi imaginación. No tengo deseo de salir de casa, y, sin embargo, un algo desconocido me impulsa.

(Entran CIUDADANOS.)

CIUDADANO PRIMERO. — ¿Cuál es vuestro nombre?

CIUDADANO SEGUNDO. — ¿Adonde vais?

CIUDADANO TERCERO. — ¿Dónde vivís?

CIUDADANO CUARTO. — ¿Sois casado, o soltero?

CIUDADANO SEGUNDO. — Responded a cada uno inmediatamente.

CIUDADANO PRIMERO. — Y brevemente.

CIUDADANO CUARTO. — Y sensatamente.

CIUDADANO TERCERO. — Y francamente, os trae cuenta.

CINA. — ¿Cuál es mi nombre? ¿Adonde voy? ¿Dónde vivo? ¿Si soy casado o soltero? ¿Y luego responder a cada uno inmediatamente y brevemente, sensatamente y francamente? Pues, sensatamente, digo que soy soltero.

CIUDADANO SEGUNDO. - ¡Eso es tanto como decir que los que se casan son imbéciles Temo que eso os va a costar un golpe. Prosigue, inmediatamente.

CINA. — Inmediatamente, voy a los funerales de César.

CIUDADANO PRIMERO. — ¿Como amigo, o como enemigo?

CINA. — Como amigo.

CIUDADANO SEGUNDO. — Ese punto está contestado inmediatamente.

CIUDADANO CUARTO. — Ahora, vuestra residencia, Brevemente.

CINA. — Brevemente, resido cerca del Capitolio.

CIUDADANO TERCERO. — Vuestro nombre, señor, francamente.

CINA. — Francamente, mi nombre es Cina.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Desgarradle en pedazos! ¡Es un conspirador!

CINA. — ¡Soy Cina el poeta! ¡Soy Cina el poeta!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Desgarradle por sus malos versos! ¡Desgarradle por sus malos versos!

CINA. — ¡No soy Cina el conspirador!

CIUDADANO CUARTO. — ¡No importa, se llama Cina! ¡Arrancadle solamente su nombre del corazón y dejadle marchar!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Desgarradle! ¡Desgarradle! ¡Vengan teas! ¡Eh! ¡Teas encendidas! ¡A casa de Bruto! ¡A casa de Casio! ¡Arda todo! ¡Vayan algunos a casa de Decio, y otros a la de Casca, y otros a la de Ligario! ¡En marcha! ¡Vamos!

(Salen.)

  1. A la serle de anacronismos que hemos ido advirtiendo es preciso agregar el error histórico de hacer morir a César en el Capitolio. El asesinato del dictador no se verificó en el expresado sitio, sino en la Curia Pompei, cerca del teatro del mismo nombre, en el Campo 'de Marte. El error, Intencionado o no, se halla repetido, en las tragedias de Shakespeare Hamlet y Antonio y Cleopatra, y parece ser que era común en su tiempo, pues consta en Tte Noble GenOeman, de Fletcher, y en Maníes Tale, de Chaucer. Entre nosotros los españoles abundan también las obras en que se lee dicha inexactitud.