Juan Martín El Empecinado/XIV
XIV
Púsose de nuevo en práctica el plan primitivo de D. Juan Martín, y Borja y Alagón fueron sitiadas. Respondía esto a las instrucciones del general Blake, defensor de Valencia, que deseaba por tal medio entretener en Aragón las tropas destinadas a reforzar la expugnación de aquella gran plaza. Los hechos militares del Empecinado en Noviembre y Diciembre de aquel año fueron de gran beneficio a las armas españolas, y logró distraer durante aquel tiempo a un gran ejército francés, prolongando el respiro de los valencianos. Pero todos saben que Valencia cayó a principios de 1812, y entonces las cosas variaron un poco.
Durante corto tiempo, el conde de Montijo mandó personalmente el ejército empecinado, en virtud de una combinación de las siempre inquietas e intrigantes Juntas; pero D. Juan Martín estuvo sólo algunos días separado de sus soldados, y las necesidades de la guerra le llevaron otra vez a ponerse al frente de la partida grande, que él sólo sabía dirigir.
En Diciembre pasamos de Aragón a tierra de Guadalajara, fatigados con las repetidas acciones y las penosas marchas. Sigüenza había quedado definitivamente por nosotros después de haberla ganado y perdido repetidas veces. Con la ocupación de Valencia, las condiciones de la campaña habían variado para nosotros, y hallándose en libertad de operar con desahogo considerables fuerzas francesas, nos cumplía a nosotros la guerra defensiva en vez de la ofensiva que anteriormente habíamos hecho. Hallando en Sigüenza posición ventajosa, el Empecinado dispuso no renunciar a ella; y mientras recorría los alrededores de Guadalajara, dejó en la ciudad episcopal una fuerte guarnición. En dicha guarnición, mandada por Orejitas, estaba yo.
Y ahora viene bien decir que la condesa con su hija, de quienes yo me había separado cuatro meses antes en Alpera, dejándolas camino de Madrid, se habían refugiado al fin en Cifuentes, como lo indicó Amaranta la última vez que nos vimos. En la citada villa, del dominio señorial de la familia de Leiva, tenía esta un famoso castillo que fue arreglado para palacio en el siglo anterior por el abuelo de quien entonces lo poseía.
Cómo y por qué hicieron las dos damas este viaje huyendo del bullicio de la corte, sabralo el lector más adelante, y por de pronto, y para que no carezca de noticias sobre dos personas que no pueden sernos indiferentes, mostraré parte de la correspondencia que sostuve con Amaranta en aquellos días. Mi desdichaquiso que permaneciese algún tiempo en Sigüenza, como encerrado, mientras la mayor parte del ejército recorría su campo natural y favorito de la Alcarria; pero imposibilitado de visitar a mis dos amigas, la movilidad de las partidas me permitió comunicarme con ellas alguna vez, como se verá por los documentos que a la letra copio:
Cifuentes 16 de Diciembre de 1811.
«Querido Gabriel: al verme en la necesidad de salir de Madrid, no he encontrado residencia mejor que esta villa de Cifuentes. Verdad es que aquí me hallo, como si dijéramos, dentro de un campo de batalla; pero ¿en qué lugar de España puedo refugiarme sin que pase lo mismo? En Madrid no puedo estar por razones que no me atrevo a decirte por escrito y que sabrás de palabra cuando vengas acá. Podía haber escogido otros lugares de Castilla, en Burgos, Zamora o Salamanca; pero en todos arde la guerra lo mismo que aquí, y carezco en ellos de la cariñosa adhesión de estas buenas gentes y colonos míos, a quienes mi padre y yo hemos hecho tantos beneficios.
»Ven pronto a vernos. Todos los días entran y salen pequeñas partidas de tropa y voluntarios, y desde que suena el tambor, nos asomamos a la ventana esperando verte pasar. Entrego esta carta al que me ha traído la tuya, cierto feísimo vejete llamado Santurrias, que lleva consigo un gracioso niño de másde dos años, el cual habla mil herejías con su media lengua y es muy querido del ejército. Santurrias me está dando prisa y no puedo extenderme más. Le digo a Inés que concluya la suya; pero aunque empezó hace dos horas, no lleva trazas de concluir todavía. Si no vienes pronto, en la primera que te escriba te referiré la vida que hacemos ella y yo en este histórico castillo, con lo que te has de reír.- La condesa de X.»
No copiaré la carta de Inés, por no contener cosa alguna que pueda interesar a mis lectores, y exhibo estotra de la condesa:
Domingo 28.
«¡Qué gran chasco nos hemos llevado esta mañana! Nos despertamos sobresaltadas sintiendo ruido de caballos y rumor de soldados, y como viéramos a muchos de éstos con uniformes, creíamos vendrías tú entre ellos. Al poco rato pidió permiso para saludarnos un señor Sardina, que más que sardina parece tiburón, y nos dio tus cartas. Hablamos del señor de Araceli, y nos dijo muchas picardías de ti.
»Hoy ha entrado bastante tropa y no pocos heridos, pues ayer parece que hubo una sangrienta batalla hacia Ocentejo. ¡Qué lastimosos espectáculos hemos presenciado Inés y yo! Se nos ha llenado la casa de heridos, y en todo el día no hemos podido descansar un rato, ¡tanto nos da que hacer nuestro cargo de enfermeras!Les damos lo que hay, bien poco por cierto. Nosotros carecemos algunos días hasta de lo más preciso, y de nada nos sirve nuestro dinero para luchar con la espantosa miseria de este país.
»No te he dicho nada de mi castillo, y voy a ello. Perdona el desorden que hay en mis cartas, pero escribo a toda prisa, y luchando con el sueño, que a estas horas empieza a querer rendirme. Son las doce; los heridos siguen bien, excepto tres que me parece darán cuenta a Dios esta madrugada.
»Vuelvo a mi castillo que es la mejor pieza que ha albergado señores en el mundo. Tiene cuatro habitaciones vivideras. Lo demás está en situación verdaderamente conmovedora, de tal modo que por las noches, cuando sopla con fuerza el viento, parece que se oye el ruido de las piedras dando unas contra otras, y las almenas se mueven como dientes de vieja mal seguros en las gastadas encías. Ciertamente no es ningún niño este nuestro castillo, pues parece construyó la parte más antigua de él D. Alfonso el Batallador, rey de Aragón y esposo de doña Urraca, el cual ganó a los moros toda esta tierra y el señorío de Molina. Me entretengo en recordar esto, porque al escribirte, la idea de mal traer en que andan y de la decadencia en que yacen todas nuestras grandezas, no pueden apartarse de mi pensamiento. Estos sitios, con su gran ancianidad y su tristeza, me son muy agradables, y si no existiese la guerra que todos los días nos hace presenciar escenas lastimosas, me gustaríaresidir aquí por algún tiempo. Tiemblo al pensar que entren aquí los franceses, o que unos y otros se encuentren en estas calles. ¡Pobre castillo mío! ¿Cómo va a resistir el ruido de los cañonazos? Desgraciado de aquel ejército sobre quien caigan sus gloriosas piedras.
»He preguntado a varios de la partida cómo se podrá mandar esta carta a Sigüenza, y un estudiantillo a quien llaman Viriato me ha dicho que el general manda mañana no sé qué órdenes a esa plaza. Ha llegado Sardina, el cual me da prisa. Adiós; no puedo ser tan prolija como deseara. En Cifuentes...- La condesa de X».
Ocho días después, Orejitas recibió dentro del correo de la guerra otras dos cartas que decían así:
2 de Enero.
«Querido Gabriel, por milagro estamos vivas Inés y yo. El castillo, el pícaro castillo, hizo al fin lo que yo temía. Sin embargo, puedo vivir para contártelo. El sábado entraron los franceses en Cifuentes. Sabiendo que debían ocupar este histórico edificio de cuya capacidad se tiene idea muy equivocada mirándole desde afuera, abandonamos las habitaciones vivideras y nos refugiamos en uno de los torreones de la parte ruinosa, hoy trastera, con lo cual nos creímos seguras. En efecto, entraron los franceses, se arrellanaron en nuestras camas, y comiéronse lo poco que teníamospara vivir. Todo fue bien hasta la mañana del domingo y hora en que se les antojó a los artilleros disparar un cañón contra los reyes de armas y figurones de piedra que hay en el torreón del homenaje. Nunca tal hicieran, porque con la violencia del golpe y estremecimiento del tiro las paredes de aquella fachada, que anhelaban ya de antiguo descansar de su gloriosa vigilancia, se arrojaron gozosas en tierra. ¡Ay!, ¿quién no se fatiga de estar de pie durante siete siglos? Demasiado han hecho, y no hay que vituperarlas. La torre del homenaje se desmoronó como un bizcocho, y por milagro del cielo el torreón en que Inés y yo nos guarecimos, mantúvose derecho sin duda por respeto a los últimos vástagos de la familia.
»Mas el terror que aquello nos produjo, el miedo de vernos sepultadas entre las ruinas de nuestro asilo, obligonos a salir, desbaratando el engaño de nuestro encierro. No poco se alegraron los franceses al vernos; pero por fortuna nuestra, eran los huéspedes de mi desgraciada vivienda personas bien nacidas y decentes, oficiales todos; y lejos de hacernos daño, se nos ofrecieron muy rendidos, no sin vislumbres de enamoramiento en alguno de ellos. La verdad es que la explosión, el hundimiento y el presentarnos nosotras dos de improviso saliendo por los huecos de despedazados tabiques, parecen cosa de las que pasan en las novelas o en el teatro. No les negué mi nombre, apelando a su caballerosidad para que fuésemos respetadas, y se contentaron conimponernos una fuerte contribución que me ha dejado sin un cuarto. No te rías de lo que voy a decirte. Estoy tan pobre que vivo de lo que mis colonos me quieren dar.
»El lunes por la tarde entraron los españoles, y parece que han hecho algo de provecho por el lado de Algora. También han traído heridos, muchos heridos. No puedo seguir. Es preciso curarlos. Cuando veo esto, me alegro de que sigas ahí. Adiós...- La condesa de X».
16 de Enero.
«Querido amigo, estoy llena de tristeza. Una gran desgracia me amenaza sin duda. Sospechas tal vez las razones que me movieron a salir de Madrid; mas no las sabes todas. Había algo más que el cambio de personas, algo más que el aislamiento en que me encontraba y la mala voluntad del gobierno francés para conmigo. Vigilada sin cesar por un hombre que tiene hoy en su mano poderosos medios, mi vida ha sido en la corte un suplicio insoportable. Lo que me anonada y confunde es que creí estar aquí completamente olvidada de mis enemigos, y me he equivocado. Hace dos días volvieron a entrar aquí los franceses y con ellos venía el hombre a quien tanto temo y cuya proximidad me hace temblar. Por los oficiales a cuya generosidad apelé, después de la ruina del edificio, supo que estaba aquí. No se ha atrevido a entrar en nuestra casa; mas por las preguntas que ha hecho a individuosde mi servidumbre, comprendo que fragua algún plan abominable contra nosotras. ¿Quién me defenderá? Yo estoy loca, yo me muero de tristeza, de pavor, de sobresalto, y los más negros presentimientos turban mi alma. Inés no sabe ni entiende nada de esto. No le permito separarse de mi lado. Ven pronto, necesito de tu protección como militar. No puedo seguir más tiempo en Cifuentes y estoy meditando el modo de trasladarme a otro punto, caminando al amparo de la partida, para evitar la persecución de mis enemigos. Te repito que vengas pronto. Tu presencia me tranquilizará.
»Post-scriptum.-He hablado con las gentes del pueblo sobre los franceses que estuvieron aquí desde el lunes hasta el domingo por la mañana, y me han dicho que ese personaje civil que acompaña al ejército ha tiempo que recorre el país sobornando con promesas, halagos, destinos, honores, grados militares y dinero a las personas distintas. Él es, según aseguran, quien ha logrado armar las contraguerrillas o sea partidas de gente perdida que defienden la causa francesa, y últimamente parece haber conseguido seducir a uno de los más célebres guerrilleros de este país, un hombre a quien llaman el Manco. Esto se dice de público y lo han confirmado esta mañana los partidarios que entraron de madrugada, con el propio D. Juan Martín, quien estuvo un rato en casa. Le pusimos un mediano almuerzo, pero no le quiso probar. Parece muy disgustado y abatido, no come ni duerme y todose vuelve hablar consigo mismo. Este pesar proviene, según he oído, de la jugada que le ha hecho ese pícaro Manco.
»El mismo D. Juan Martín me ha dicho que se va a dar orden para abandonar a Sigüenza. Albricias. Haz por venir aquí, y entonces Inés y yo seguiremos la partida hasta que tengamos ocasión de salir de España. ¡Dios tenga piedad de nosotras!...». Etc., etc.