XV

Orejitas recibió orden de abandonar a Sigüenza, antes que fuera sitiada por las imponentes fuerzas francesas que vinieron de Teruel. Las excursiones que habíamos hecho a los alrededores nos habían dado escaso resultado. En Cabrera nos unimos a la partida de mosén Antón, quien dijo que los franceses habían pasado por Torre Sabiñán y que él era de opinión que tratásemos de salirles al encuentro, pues teníamos fuerzas suficientes para darles un golpe. Repúsole Orejitas que él se ajustaría estrictamente a las órdenes de don Juan Martín, que le mandaba bajar a esperarle en Almadrones, y añadió:

-Hoy he sabido que D. Saturnino Albuín está con los franceses. Si parece mentira... ¿No será equivocación, Sr. Trijueque?

-¿Qué sé yo? -repuso con enfado el clérigo-. ¿Acaso soy guardián de D. Saturnino,para que todos me pregunten lo que ha hecho? El Manco es dueño de hacer lo que le acomode, y si se vio maltratado y vejado por nuestro general... Ya dije que había de suceder...

-¿Cuántos hombres se llevó consigo?

-Al pie de cuatrocientos.

-Oí decir que los franceses le han dado cuatro talegas en pago de su traición. También aseguran que le ofrecieron hacerle marqués y capitán general...

-No hay que hacer caso de las habladurías de esta gente de los pueblos. Un hombre tan de bien como Albuín no toma resolución de esa naturaleza sin motivo para ello.

Decían esto los dos jefes, sentados a la puerta de un ventorrillo. En los intervalos de su diálogo oíase el ruido de los dientes del caballo de mosén Antón, los cuales, a espaldas de este, molían pausadamente la cebada, metido el hocico negro y huesoso dentro de un saco.

-Come bien, leal amigo -dijo Trijueque volviéndose hacia su cabalgadura-, que la jornada será larga.

-¿A dónde va usted? -le preguntó con viveza Orejitas.

-Ya lo he dicho -repuso el cura guerrillero, acariciando el cuello del gigantesco animal-. Sé que el general Gui ha pasado por Torre Sabiñán, y no quiero que me quede la comezoncilla de no darle un buen golpe.

-El general Gui trae mucha gente -repuso Orejitas, bebiendo por octava vez, pues era uno de los principales empinadores de codoque había en la partida-, y con la fuerza que tenemos usted y yo juntos no es posible pensar en salirle al encuentro. Si bajamos de la sierra al llano y acertamos a topar con los mosiures, pienso que no quedaremos ninguno para contarlo.

-Sr. Orejitas -dijo Trijueque bebiendo también, aunque en menos dosis que su colega-. Usted hará lo que mejor le convenga y lo que su miedo le dicte... Yo voy en busca de Gui... Le estoy viendo debajo del filo de mi sable.

-Y yo -añadió Orejitas-, estoy viendo al gran Trijueque bajo las herraduras de los caballos de un escuadrón polaco. Vámonos a donde nos mandan y no comprometamos la partida.

-Bien se conoce que ese corazón amadamado -dijo el cura- no simpatiza con el peligro, ni padece lo que yo llamo enfermedad de la gloria, una palpitación dolorosa, una angustia sublime acompañada de cierta fiebre... Cuando se tiene esta enfermedad la victoria está cerca, Orejitas. Y para acabar -añadió levantándose-, ¿viene usted o no viene?

-Yo no -contestó el otro guerrillero, dando fin al contenido del jarro-. Temo que Juan Martín me riña por no obedecerle.

-¡Ah!, corazones de alcorza -exclamó Trijueque golpeando el suelo con el sable-, ¡que se asustan cuando arquea las cejas y se rasca el cogote Juan Martín! ¡No conoce usted que si hiciéramos lo que nos manda ese pobre hombre, ya estaría la partida disuelta y todosnosotros ensartados en cuerda de presos como cuentas de rosario, para marchar a Francia? Sr. Orejitas, tengamos iniciativa, ganemos batallas contra la voluntad de nuestro general, proporcionémosle los grados y las vanidades que tanto ama, y no nos reñirá... No dudo que habrá en la partida muchos valientes que pudieran seguirme. A ver, Araceli, ¿se decide usted a hacer la hombrada?

-Yo no me separo de mi jefe, el Sr. Orejitas -repuse.

-Este es un bravo mozo -me dijo el jefe, golpeándome el hombro-. Lástima que no hubiera cogido tres cuartillas en vez de dos en la bodega del alcalde de Cabrera.

-Les dejo a ustedes entregados al vino -dijo mosén Antón-, y me voy. Que haga buen provecho la mona.

Luego, mientras Orejitas se internó en la próxima cuadra para ver su caballo, llevome aparte el insigne clérigo, y me dijo lo que sigue:

-Sr. Araceli, usted no puede hacer buenas migas con ese bárbaro y borracho de Orejitas, arriero y mozo de mulas en Junio de 1808, y que ha hecho fortuna en la partida, gracias a la cerrazón de su mollera. Es el perro de presa de Juan Martín. Usted vendrá conmigo: tengo necesidad de un oficial de ejército entendido y valiente para esta operación que tengo en el magín.

El gigante hacía todo lo posible para que la contracción de su rostro y despliegue de su boca se pareciese a una sonrisa de benevolencia.Estratégico incomparable en los valles y sierras Trijueque, era completamente inexperto en la táctica del humano corazón, y los recursos de su facultad seductora adolecían de brusca torpeza.

-Según y cómo -le respondí, fingiendo acceder, con objeto de que me descubriera mejor sus mal ocultos pensamientos-. Para desobedecer a mis jefes y marchar con usted a donde quiera llevarme... entiéndase bien, a donde quiera llevarme, necesito promesa manifiesta de que me ha de resultar algún provecho. No están los tiempos para sacrificar por boberías una buena reputación.

El ogro, fácilmente engañado, como todos los ogros que hacen algún papel en los cuentos de niños, no supo disimular su repentina alegría, y mostrando sin embozo su apasionado corazón, respondiome:

-Ya sé que es usted también de los descontentos. Un oficial de tanto mérito debiera estar mandando una columna. Juan Martín habla bien de usted pero es para embaucarle, me consta que es para embaucarle. Puede usted tener la seguridad de que, aunque la guerra dure treinta años más, no saldrá de ese ten con ten. Aquí no se aprecia el mérito. Con tal que nuestro general tenga batallas ganadas por mí, que le sirvan de asunto para poner oficios a la Regencia, haciéndose pasar por un Julio César, o un Pompeyo... en fin, venga usted con Trijueque y no le pesará.

Al decir esto, apoyaba su mano en mi hombro y me hacía tambalear hacia adelantey hacia atrás. Mirándome con interés, sonreía.

-Soy gran admirador de Trijueque -le dije-; hago justicia a sus altas prendas y me río de las inculpaciones con que quieren desacreditarle.

-Bien dicho, muy bien dicho -exclamó en tono de predicador.

-Estoy pronto a partir con usted; pero ¿a dónde vamos, señor cura? Porque si es cosa de salir por ahí a disparar unos cuantos tiros, matar dos docenas de franceses y coger otras tantas de prisioneros, yo no me muevo. ¡Hemos hecho lo mismo tantas veces! Ya estoy harto de ver que con proezas no se saca aquí el vientre de mal año. Sepamos lo que voy ganando, como dijo el gallego del cuento.

Trijueque llevose el dedo a la boca y su rostro expresó satisfacción y victoria. Viendo que se acercaban algunos individuos, íntimos amigos de Orejitas, me dijo:

-Parto al instante con mi gente. Por este barranco que se ve a espaldas de la venta, pienso pasar al valle de Pelegrina. ¿Ve usted aquella casa arruinada que hay abajo? Allí le espero, allí le diré a dónde vamos, sin peligro de infundir sospechas a estos borrachos. Si me sigue usted, me sigue, y si no... Adiós.

Fuese mosén Antón y yo busqué a Orejitas, mas el guerrillero, sintiéndose en la cuadra acometido de gran sopor, por efecto sin duda de no ser agua cristalina el contenido del jarro que yo llené en la bodega del alcalde, echose sobre un montón de paja, dondesus ronquidos se acordaban musicalmente con el respirar de los caballos y el mugido de un par de becerros flacos y medio enfermos. Procuré traerle al mundo, con algunos puntapiés; mas no quiso salir de la beatífica esfera en que sin duda con gran fruición revoloteaba su espíritu.

Al salir para ver partir a Trijueque, y pasando por cierto edificio ruinoso que había al fin del caserío, sentí la algarabía de una riña, y oí claramente la voz de la señá Damiana en concierto chillón con las de los tres famosos estudiantes. Es el caso que el llamado Cid Campeador dio en aporrear a la Fernández por suponer en aquella Ximena veleidades en favor del llamado D. Pelayo. Defendiose de palabra la acusada; mas percatándose después de que todo el zipizape provenía de chismes y enredos, obra del ingenioso intellectus de aquella lumbrera complutense, nombrada el Sr. Viriato, la emprendió con este, adjudicándole varias patadas o sean coces, y puñadas y rasguños, una parte de los cuales fueron a caer de rechazo sobre la respetable persona del Sr. Santurrias, que se ocupaba en dar al Empecinadillo cucharada tras cucharada de sopas. Dos de los estudiantes partieron a escape, dejando que la contienda acabase con sus consecuencias naturales, cuando Dios se fuese servido ponerle fin, y Viriato y la guerrillera y Santurrias quedaron enzarzados con el engaste de las uñas y de las manos, hasta que los separamos, recogiendo del suelo al Empecinadillo que por poco perece en aquel trance.

La Damiana, que ya tenía medio ahogado al estudiante, cuando fue separada del grupo, vociferó de esta manera:

-El muy canalla piojoso me llamó mujer de Putifarra... El Putifarro será él... Señor oficial -añadió dirigiéndose a mí-, este Viriato es un traidor y quiso seducirme.

-Tan gran delito no puede quedar sin castigo. ¿Qué marca la Ordenanza contra los Viriatos que quieren seducir a las Damianas?

-Eso quisieras tú, Euménide, harpía de seis colas, marimacho de mil demonios -dijo el de Alcalá poniendo el dedo sobre las distintas heridas de su cuerpo para tantear la gravedad de ellas.

-Sí señor, me quería seducir, para que me pasara con ellos al francés.

-Calla, bruja, sargentona; o te estrangulo -gritó Viriato-. Aquí está Santurrias que puede decir si soy traidor o no.

-Sí, sí, sí -gritó la guerrillera en medio del camino agitando los brazos con una furia loca-. Estos endinos son traidores como D. Saturnino, y se pasan a los franceses. Allá va -añadió señalando el barranco-, ¡allá va mosén Antón que se pasa a los franceses con sus amigos!

Mosén Antón, seguido de su tropa, desfilaba tranquilamente por detrás de la venta, bajando al barranco.

-¡Allá van, allá van! -añadió Damiana con exaltación salvaje-. ¡Fuego en ellos, fuego en los traidores! ¡Sr. Orejitas, que se han vendido al francés!

-Repara bien lo que dices, Damiana.

-Sé lo que digo -exclamó atrayendo en torno suyo mucha gente-. Anoche han estado hablando de eso más de tres horas. ¿Creyeron que yo lo iba a callar? ¡Ah, tunante Cid Campeador, me las pagarás todas juntas!

Mosén Antón se alejó más aprisa, y entre la tropa que se quedó en el caserío corrió de boca en boca este rumor terrible:

-¡Mosén Antón se pasa a los franceses!

Reinó gran agitación; oyéronse gritos, amenazas, juramentos. Algunos corrieron a tomar las armas; pero Trijueque se alejaba, se perdía en la profundidad del barranco, y parte de su gente aparecía ya en la vertiente opuesta, internándose en la espesura de un monte.

-No crean a esta Lais bachillera, a esta loca Aspasia, a esta Samaritana sin vergüenza -exclamó Viriato-. ¿Quién hace caso de una mujer? Si la dieran cuatro tiros, como merece, no diría que mosén Antón Trijueque es traidor.

-¡Sí lo digo! -prosiguió Damiana gritando con voz ronca en medio del camino-. Es traidor, y se va con D. Saturnino. Lo digo cien veces, porque lo sé, y el Sr. D. Pelayo andaba contratando gente para esta picardía. ¡Yo soy muy patriota, yo soy muy española, yo soy muy empecinada, y viva Fernando VII! ¡Viva D. Juan Martín! ¡Viva Orejitas!

Estos vivas fueron repetidos con calor, y su estruendo fue tan grande, que llegó hasta el mismo espíritu de Orejitas por el conductode los aletargados sentidos. Levantose del lecho de paja, y enterándose de lo ocurrido y de la voz general, y de la acusación formidable contra su colega, dijo:

-No puede ser. Sigamos nuestro camino, y le contaremos esto a D. Juan Martín.