XIII

Incorporose D. Saturnino, y después de restregarse perezosamente los párpados, vimos brillar sus ojos parduscos, en cuya pupila reverberaba con punto verdoso la macilenta luz de la lámpara.

-Si yo llego a descuidarme y no tomo las primeras casas del pueblo -dijo el Manco-, los franceses hubieran... Mosén Antón se metió por medio del batallón de ligeros, abrió en dos al comandante...

-A ver, venga ese dinero -dijo el Empecinado cortando la relación de la batalla.

-¿Qué dinero? -preguntó Albuín despertando completamente, pues hasta entonces lo había hecho a medias.

-El dinero que se ha recogido por buenas y por malas -dijo imperiosamente D. Juan.

Albuín se inmutó un poco y sus ojos se animaron con pasajero rayo. El observador, ilusionado por el aspecto de zorra de aquel singular rostro, hasta creía verle mover las orejas picudas y aguzar el negro y húmedo hociquillo.

-El capitán Recuenco tiene los fondos recaudados -repuso después de breve pausa, disponiéndose a tomar en un banco de los próximos a la pared posición más holgada para dormir.

-Que venga Recuenco.

Vino el capitán a quien se llamaba, hombre puntual y honrado, según advertí en varias ocasiones, el cual dijo:

-Tengo ochenta y tres pesos en distintas monedas. Esto me han entregado y esto entrego. Lo que se ha cogido en el saqueo los soldados lo tendrán o mosén Antón y don Saturnino.

El capitán Recuenco dejó sobre la mesa un bolsón con ochenta y tres pesos, que anoté en el cuaderno, y se retiró llevando el encargo de hacer comparecer a Trijueque. Presentose este de muy mal talante, y antes que el general le interpelara, expresose rudamente de esta manera:

-Ya sé para qué me quieres. Para pedirme dinero. Ya sabes que mosén Antón no lleva un cuarto sobre sí. Aquí están mis bolsillos, más limpios que la patena de la Santa Misa.

Y mostró vacías y al revés las dos mugrientas faltriqueras cosidas a sus calzones.

-Pero si es preciso -añadió- que todos contribuyamos a los regalos del cuartel general, ahí va mi reló, que es lo único que posee el pobre Trijueque.

Puso sobre la mesa una rodaja de plata que solía marcar la hora.

-Yo no quiero tu reló, Trijueque -dijo don Juan Martín devolviendo la cebolleta con enfado-. Maldito caraiter el de este clérigo. No dice una palabra sin soltar una coz. Quiero el dinero que se ha cogido en el saqueo. ¿Le tienes o no?

-¿También es preciso que Trijueque pase por ladrón?... -repuso el clérigo-. Bueno... ponlo en el oficio. Más pasó Jesucristo por nosotros. Yo no tengo dinero. ¿No sabes que cuando cobro alguna paga la doy a los soldados? ¿No sabes que no me para un ochavo en los bolsillos porque en seguida lo doy al que me lo pide? ¿A qué vienen estas pamemas, Juan Martín?

-Sé que eres desprendido y liberal -dijo el Empecinado en el tono de quien se propone tener paciencia-. Me basta con que tú digas que no tienes nada. Estoy satisfecho. No te ofrezco dinero porque no lo tomarías, Trijueque; pero esas botas necesitan medias suelas. Necesitas un buen capote para abrigarte... D. Vicente, encárguese usted de que mosén Antón no vaya descalzo y desabrigado.

-Gracias -dijo el clérigo-. No soy hombre melindroso. Con lo que se gaste en mi persona puedes tú comprar pomadas para el pelo, plumas para el sombrero y galoncillos para el uniforme. Mosén Antón Trijueque no necesita perifollos, y desprecia el dinero. Sabe ganarlo para los demás.

Retirose sin decir más, y el general, que ya iba a contestarle con cólera, se rascó con entrambas manos la cabeza, haciendo muecas que revelaban penosas indecisiones en su espíritu. Después nos dijo:

-Trijueque y yo hemos de reñir para siempre algún día... Vaya, apúntenme los ochenta y tres pesos... Mucho más ha de salir... Yo pongo mi mano en el fuego por mosén Antón.Revolverá el mundo por envidia, pero no se ensuciará las manos con un ochavo... ¡Eh, don Saturnino de mil demonios, despierte usted!

Albuín, que sin duda fingía dormir, abrió los ojos.

-Prontito, venga ese dinero -le dijo el general sin mirarle.

-¡Ah! -exclamó el Manco, en el tono de quien recuerda alguna cosa-. ¿El dinero? Ya. ¿No dije que tenía mil trescientos y pico de reales? Aquí los llevo.

Diciendo esto, puso sobre la mesa un paquete en que había monedas de distintas clases en plata y oro.

-Algo más será -dijo el Empecinado-. Sé que usted se apoderó de los fondos del Noveno y el Excusado, de los diezmos y de lo que el alcalde había recaudado para entregarlo a la junta, y también oí que los frailes de la Merced se habían dejado quitar algunos miles.

-Si el general hace caso de lo que digan las malas lenguas del pueblo...

-Albuín, no quieroretólicas... Venga ese dinero y pongamos punto final -repuso don Juan con energía.

-Dale con el dinero. ¡Se me deben diez y ocho pagas, diez y ocho pagas, y no tengo calzones!

-Poca conversación -añadió enfadándose por grados D. Juan Martín-. Ya hablaremos de las pagas. D. Saturnino, deme usted esa culebrilla que lleva a la cintura. Si no, nos veremos las caras. Esto no lo digo como general. Nos veremos de hombre a hombre...pues... de mí no se ríe usted. Así amanso yo a mi gente. Aquí no se fusila a nadie, ni se ponen castigos de ordenanza. Albuín, ya usted me conoce... Gomite usted el dinero. Acuérdese de aquella ocasión en que no queriendo usted hacer lo que yo le mandaba, le di tal pezco, que rodó por el suelo hecho un ovillo.

-Juan Martín -repuso el Manco poniéndose pálido-, siempre he obedecido y respetado a mi jefe; he servido a sus órdenes con entusiasmo, y le estimo y le quiero. Hoy mi jefe no tiene confianza en mí. Bueno, yo le digo a mi jefe que me mande fusilar al instante, porque no me da la gana de darle el dinero que me pide y que efectivamente tengo.

-¿Volvemos a la broma de mosén Antón? -dijo D. Juan Martín-. No me lo digan mucho, porque ya me van cargando los valentones; y aunque me quede sin héroes en la partida haré un escarmiento.

-Pues yo digo que hasta aquí llegó la paciencia -afirmó Albuín poniéndose lívido y retando con la mirada al general-. No aguanto más; no doy dinero, ni sirvo más en la partida. Ea...

Levantose de su asiento D. Juan Martín como si una explosión le sacudiera, rompiendo el sillón, y volcando la mesa.

-¡Pues también se me acaba la paciencia! -exclamó con furia-. Usted aguantará, usted dará el dinero, y usted no saldrá de la partida.

-Veamos cómo ha de ser eso, no queriendo yo -dijo el Manco, poniéndose en actitud delcarnívoro que espera el ataque de la fiera más poderosa.

-¡Albuín, Albuín! -gritó con tremendo alarido D. Juan, dando tan fuerte patada, que piso, paredes, techo y todo el edificio se estremecieron-. Es la primera vez que un subalterno se revuelve contra mí de esa manera; y no lo pasaré, no lo pasaré.

El Manco entonces llevó la derecha mano precipitadamente al cinto y exhaló un rugido de desesperación. No tenía sable. Se lo había quitado antes de comer, arrojándolo en un rincón.

-Le hace falta a usted un sable, ahí va el mío -dijo D. Juan Martín, arrojando el acero desnudo ante los pies del guerrillero-. Defiéndase usted ¡voto al demonio!, porque le voy a amarrar los brazos con esta cuerda para llevarle preso al sótano.

Estábamos todos los presentes mudos y aterrados, y no nos atrevíamos a intervenir en la dramática escena. Con presteza suma, D. Juan tomó una soga que cerca había y se dirigió hacia su subalterno diciendo:

-Dese usted preso, señor deslenguado. ¡Recuerno! Estoy cansado de ser bueno.

El Manco haciéndose atrás, exclamó:

-No necesito cuerda. Me dejaré matar antes que consentir que me aten como a un ladrón... ¿A dónde tengo que ir? ¿Al sótano? No me da la gana. Señor general -añadió, recogiendo el arma del suelo- tome usted su sable y atraviéseme con él, porque Albuín no se deja atar la mano que le queda... Iré preso; queme fusilen al instante, y entonces si quieren mi dinero, lo recogerán de mi cadáver.

No pudo seguir, porque con una rapidez, una seguridad, una destreza extraordinaria, la mano poderosa de D. Juan Martín asió con el vigor de férrea tenaza la extremidad derecha del Manco, el cual bruscamente cogido, forcejeó, se retorció, se doblegó, dio un terrible grito, agitando el impotente muñón de su extremidad izquierda.

-De rodillas -vociferó el general sacudiendo con su membrudo brazo aquel cuerpo de acero que se cimbreaba como una hoja toledana-. ¡De rodillas delante del Empecinado!

D. Saturnino, una vez presa la mano derecha, era hombre perdido, una espada sin punta, una culebra sin veneno. Su muñón hizo esfuerzos formidables; pero no pudo defenderle. Al fin, después de repetidos arqueos y dobleces, las agudas rodillas del héroe, cayendo con violencia, hicieron estremecer el suelo. Se oía un resoplido de animal vencido.

-Miserable ladrón -exclamó el Empecinado con voz indecisa y ronca a causa del gran esfuerzo-. Ahora mismo me entregarás lo que te pido, o pereces a mis manos.

En el propio instante, observamos que la cabeza de D. Saturnino hizo vivísimo movimiento, y sus blancos dientes se clavaron en la mano potente que le sujetaba.

-¡Me muerde este perro! -exclamó don Juan Martín con súbito dolor-. ¡Ah, miserable!

Forcejeó segunda vez el Manco y pudiendo al fin desasirse, corrió de un salto a la inmediata ventana. Abriéndola, gritó hacia afuera:

-¡Soldados, muchachos, amigos... a mí, a mí!... ¡Socorro! Quieren asesinar a vuestro querido Manco... ¡Arriba todo el mundo!

Y dicho esto, volviose hacia dentro, y miró a su jefe y a todos con expresión de salvaje alegría.

D. Juan Martín, cuya mano sangraba, recogió su sable. Todos nos apercibimos, barruntando algo grave, porque D. Saturnino, además de ser muy querido de sus tropas, tenía una especie de guardia negra, compuesta de los más salvajes, feroces y bárbaros hombres de aquel ejército.

-Esto es una infamia -gritó Sardina-. Concitar a las tropas a la insubordinación.

Albuín seguía gritando: -¡A mí, muchachos; subid pronto!

Oyose rumor muy imponente en la vecina escalera.

-Cerremos las puertas -dijo Sardina, disponiéndose a hacerlo-. Tiempo habrá de hacer entrar en razón a esa canalla.

-No -gritó con furia el general esgrimiendo el sable-; dejarles entrar.

No tardaron en aparecer los que eran la hez más abominable de la partida. Algunos hombres rudos, negros, sucios, de mirada aviesa y continente repulsivo se presentaron en la puerta.

-¿Qué hay? -preguntó el general, mirándoles con terribles ojos-. ¿Qué buscáis aquí?

-Aquí estamos, señor Manco -dijo uno entrando resueltamente.

Aquel y los demás, que eran hasta veinte o veinticinco, dieron algunos pasos dentro de la sala.

-¡Atrás, atrás todo el mundo! -gritó resueltamente el Empecinado, adelantándose hacia ellos con la majestad del heroísmo.

-¿Dejaréis que asesinen a vuestro querido Manco? -exclamó en el hueco de la ventana la voz angustiosa de D. Saturnino.

-Mando que se retiren todos -repitió don Juan Martín-, o no me queda uno vivo. Soy el general. ¡Al que me desobedezca, le tiendo aquí mismo!... Ea... den un paso si se atreven... que vengan más... Aquí espero... Que venga todo mi ejército a atropellar a su general... Aquí me tenéis, cobardes... bandidos... Venid... que venga más gente... Somos cuatro... Matadnos... pisad el cadáver de vuestro general.

Una voz horrible clamó en la escalera:

-¡Viva D. Saturnino el Manco!

Dos de los que habían entrado, adelantáronse lanzando votos y juramentos hacia don Juan Martín. Pero este con empuje vigoroso descargó sobre la cabeza de uno de ellos tan fuerte sablazo, que le la abrió a cercén la cabeza.

El soldado cayó al suelo muerto.

Arrojámonos los tres en auxilio del general y esgrimimos los sables contra aquella infame canalla. Aunque acobardados y aterrados por la presencia, por la voz, por el heroísmosublime de D. Juan Martín, trataron de defenderse, fiados en su gran número; pero no tardamos en hacer estrago en ellos. Dispararon algunos fusilazos, que por fortuna no nos hicieron otro daño que una herida leve recibida por mí, y otra que le cupo en suerte a Sardina; mas acometidos bravamente, huyeron por la escalera abajo.

D. Juan Martín bajó repartiendo sablazos a diestro y siniestro, y nosotros tras él. Otras tropas invadieron el edificio, y los mismos partidarios del Manco perdiéronse entre la multitud afecta al jefe.

-Crudo -exclamó este-, es preciso fusilar ahora mismo a toda esa canalla. Sardina, dé usted las órdenes necesarias. Quintarlos es mejor... Asegurarles bien... El Tuerto es el peor de todos... Esos tres, esos tres que se escabullen por ahí también subieron... Que no se escapen. Ponerles en fila... Yo les reconoceré... ¡Eh!, Moscaverde... Al instante, es preciso castigar esta gran canallada.

La tropa gritó:

-¡Viva el Empecinado!

-Gracias, gracias -dijo el héroe-. Dejarse de vivas y portarse bien... Voy a hacer un escarmiento esta noche... Hace tiempo que lo estoy meditando, y en verdad es necesario... Ninguno se ríe de mí.

Subimos de nuevo. Ya en la sala del Ayuntamiento había bastante gente, y D. Saturnino era custodiado por gente leal. El Empecinado al encarar nuevamente con él, le dijo:

-Sr. Manco, dispóngase usted para el requieternam.Aquí no hay más capellán que mosén Antón, y ese ya ha olvidado el oficio. Haga usted acto de contrición.

-Despachemos pronto -dijo el Manco esforzándose por aparecer sereno, pues aquel hombre, bravo cual ninguno en las batallas, carecía de valor moral-. Despachemos pronto... Mande vuecencia formar el cuadro en la plaza... Pueden llevarme cuando quieran.

D. Vicente Sardina entró en la sala.

-Sólo dos se han escapado -dijo-; les conozco bien. Ya están dadas las órdenes. Se quintarán.

-Sr. D. Vicente Sardina -añadió el Empecinado-, el Sr. Albuín no será arcabuceado por la espalda. Se le apuntará por el pecho, en atención a que ha sido el primer soldado de este ejército.

El generoso corazón de D. Juan Martín no dejaba de enaltecer las prendas militares de sus amigos ni aun cuando hacía caer sobre ellos la pesada cuchilla de la ordenanza.

Oyose el ruido de una descarga. Reinó después lúgubre silencio en la sala, sólo interrumpido por la voz de Sardina que dijo uno, y la de Albuín que elevando sus manos al cielo, exclamó con dolorido acento:

-¡Adiós, amigos míos! ¡Adiós, valientes camaradas! Ya no venceremos a los franceses, ni vuestros generosos corazones volverán a palpitar con el entusiasmo de la batalla.

Después echándose mano a la cintura, deslió la culebrilla de seda que en ella llevaba, y arrojándola en mitad de la sala, añadió:

-Ahí está el dinero, Sr. D. Juan Martín; ahí están los trescientos cochinos pesos que son causa de la carnicería que se está haciendo abajo con mis bravos leones. Desnudo y pobre entré en la partida, y pobre y desnudo salgo de ella para el otro mundo.

Oyose otra descarga, y D. Vicente dijo:

-Dos. Cayó otra buena pieza.

-Puesto que voy a morir -añadió D. Saturnino-, que no maten más gente. Yo fui causa de todo. Yo les mandé subir.

-A usted no le va ni le viene nada de esto -dijo D. Juan, no ya colérico, sino displicente-. Usted hará lo que yo disponga, y nada más.

Dicho esto, metiose las manos en los bolsillos, hundió la barba en el cuello del capote y se paseó de un rincón a otro.

-Vamos de una vez -dijo Albuín-. Estoy dispuesto a morir. ¡Al cuadro! El Manco no ha temido nunca la muerte.

Dio algunos pasos hacia la salida, seguido por los que le custodiaban.

-Alto ahí -gritó de súbito el Empecinado, golpeando el suelo, deteniéndose en su marcha y mirando a la víctima con rostro ceñudo-. ¿Quién le manda a usted bajar antes de que yo lo disponga?

-Cuanto más pronto mejor -repuso la víctima.

Oímos la tercera descarga de fusilería.

-¡Quieto todo el mundo! -repitió don Juan-. Aquí nadie resuella sin que yo lo mande.

-¡Quiero que me fusilen! -exclamó Albuín con coraje, sacando a los ojos todo el odio de su corazón, lleno entonces de veneno.

-Y si a mí me diera la gana de indultarle a usted, vamos a ver -exclamó el general con furia, como si la muerte fuera la condescendencia, y el indulto la amenaza-. Vamos a ver; ¿si a mí me diera la gana de indultarle y mandar que le dieran cincuenta palos por la mordida, y luego cogerle por una oreja y ponerle al frente de su división, con pena de otros cincuenta garrotazos si no me tomaba a Borja, trayéndome acá prisionera media guarnición francesa...?

-A un hombre como yo no se le dan cincuenta palos -repuso el Manco- ni se le tira de las orejas.

-Todo será que a mí se me antoje... ¿Qué tiene usted que decir? Ea, soltadle, y fuera de aquí todo el mundo. Sr. Sardina, mande usted que no se fusile a nadie más. Palos y más palos... es lo mejor.

Marcháronse los de tropa, y quedamos con D. Saturnino los cuatro que antes estábamos.

-Le perdono a usted la vida -dijo el general-. Puede ser que no me lo agradezca.

-No -repuso Albuín sin inmutarse-. No agradezco, porque parece generosidad y no lo es.

-¿Pues qué es, qué?

-Miedo -añadió el guerrillero gravemente-. A un hombre como yo no se le pone dentro de un cuadro. La tropa no lo consentiría... y si lo de antes salió mal, otra vez...

-Estoy por volverme atrás de lo dicho, y mandar que se forme el cuadro... Pero no; cuando el Empecinado perdona... D. Saturnino, márchese usted y haga lo que quiera. Si desea seguir a mis órdenes, deme una satisfacción en frente del ejército. Sino...

-D. Saturnino Albuín no da satisfacciones -repuso este-, ni necesita mendigar un mando. Me voy. Adiós para siempre. Juan Martín acabó para el Manco y el Manco acabó para Juan Martín. Grandes hazañas hemos realizado juntos. La gente de Madrid primero y la historia después, se harán lenguas al hablar del Empecinado; pero nadie se acordará del pobre Manco... Yo le regalo al general toda mi gloria... Señores, adiós. D. Saturnino Albuín, que no puede manejar la azada ni el telar, va a los caminos a pedir limosna. ¡Dios tenga compasión de él!

Marchose Albuín. Luego que salió advertimos en el general un desasosiego, una alteración muy notoria. Se sentaba, se levantaba, se movía de un lado para otro. Creímos advertir cierta humedad en sus ojos. El héroe pestañeaba con viveza y aun se pasó por los párpados las falanges de sus rudos dedos. Al fin se tranquilizó, y sentándose, puso los codos en la mesa y afianzó las sienes en las palmas de las manos.

-Me voy quedando sin amigos -dijo sombríamente.

-Tú te empeñas -indicó Sardina- en hacer un ejército regular de lo que no es más que una partida grande... Si hay algún ejemplode que un buen militar haya sido bandolero, no puede esperarse que todos los bandidos puedan ser generales.