XII

Al llegar a Calcena, después de medio día de marcha, advertí que el general era recibido por la tropa con alguna frialdad. Parte del pueblo ardía y los desgraciados habitantes, más cariñosos con D. Juan Martín que su misma tropa, salían al encuentro de este, suplicándole pusiese fin al incendio y al saqueo. Una mujer furiosa adelantose por entre los caballos y deteniendo enérgicamente por la brida el del general, exclamó más bien rugiendo que hablando:

-¡Juan Martín, justicia! ¿Te has alzado en armas contra España o contra Francia?

-¿Es señá Soleá?... ¿La misma? La amiga de mi mujer... ¿Señá Soleá, qué le pasa a usted?

-Juanillo, Juanillo, ¿mandas soldados o bandoleros? ¡Malos rayos del cielo te partan! Nos saquearon los franceses anoche, y esta mañana nos han saqueado los tuyos... ¿Qué cuadrillas de tigres carniceros son estas que traes contigo?

-Veré lo que pasa -dijo el general frunciendo el ceño.

-Juanillo, después que eres general, ya no se te puede hablar de tú -añadió la mujer, cuya fisonomía revelaba el mayor espanto-. Yo te conocí guardando los guarrosde tu padre el tío Juan... yo conocí a la señá Lucía Díez, tu madre... Si no nos haces justicia, iremos a decirle a doña Catalina Fuente que eres un asesino... Juanillo, esta mañana han fusilado a mi marido porque no les quiso dar unos pocos pesos duros que teníamos envueltos en un pañuelo.

Oyose una fuerte detonación.

-Trijueque está haciendo de las suyas -dijo el Empecinado, rompiendo a caballo por entre la multitud.

-No es nada, señores -dijo Santurrrias, que con su niño en brazos apareció, mostrándonos su abominable sonrisa-. Es que están fusilando a los pícaros franceses prisioneros, que nos hicieron fuego desde la casa del alcalde.

El vecindario clamaba a grito herido. Don Juan Martín, haciendo valer al instante su autoridad, penetró en la plaza, entró en la casa del Ayuntamiento e hizo llamar a su presencia a los dos cabecillas Albuín y Trijueque. No tardó este en presentarse. Su rostro, ennegrecido por la pólvora, era el rostro de un verdadero demonio. El júbilo del triunfo mostrábase en él con una inquietud de cuerpo y un temblor de voz que le hubieran hecho risible si no fuera espantoso. Sin aguardar a que el general hablase, tomó él la palabra, y atropelladamente dijo:

-¡He derrotado a mil quinientos franceses con sólo ochocientos hombres!... ¡bonito día!... ¡Viva Fernando VII!... He cogido cuatrocientos prisioneros... ¿para qué se quieren prisioneros?...Cuatrocientas bocas... lo mejor es pim, plum, plam, y todo se acabó... Demonios al infierno.

Hacía ademán de llevarse el trabuco a la cara, y cerraba el ojo izquierdo, haciendo con el derecho imaginaria puntería.

-Celebro la victoria -dijo con calma don Juan- pero ¿por qué abandonaste a Orejitas?

-¡Oh! -exclamó con diabólica sonrisa el guerrillero-, ya sé que no doy gusto a los señores... Ya sabía que mi conducta no sería de tu agrado, Juan Martín... Mosén Antón Trijueque es un tonto, un loco, y no puede hacer más que desatinos... He ganado una batalla, la más importante batalla de esta campaña; pero ¿esto qué vale?... Es preciso anonadar y oscurecer a mosén Antón.

-Lo que vale y lo que no vale harto lo sé -repuso el Empecinado alzando la voz-. Respóndeme: ¿por qué no fuiste a ayudar a Orejitas? De mí no se ríe nadie (y soltó redondo un atroz juramento), y aquí no se ha de hacer sino lo que yo mando.

-Pues bien -dijo mosén Antón, haciendo con los brazos gestos más propios de molino de viento que de hombre-: abandoné a Orejitas porque el sitio de Borja me pareció un disparate, una barbaridad que no se le ocurre ni a un recluta... Cuidado que es bonita estrategia... ¡Sitiar a Borja, cuando los franceses andan otra vez por Calatayud! Perdone Su Majestad el gran Empecinado -añadió con abrumadora ironía- pero yo no hago disparates, ni me presto a planes ridículos.

-¿Redículos, llama redículos a mis planes? -exclamó D. Juan fuera de sí-. No esperaba tal coz de un hombre a quien saqué de la nada de su iglesia para hacerle coronel. ¡Coronel, señores!... Un hombre que no era más que cura... Trijueque -añadió amenazándole con los puños- de mí no se ríe ningún nacido, y menos un harto de paja y cebada como tú.

Mosén Antón púsose delante de su jefe y amigo; desgarró con sus crispadas manos la sotana que le cubría el pecho, y abriendo enormemente los ojos, ahuecando la temerosa voz, dijo:

-Juan Martín, aquí está mi pecho. Mándame fusilar, mándame fusilar porque he ganado una gran batalla sin consentimiento tuyo. Te he desobedecido porque me ha dado la gana, ¿lo oyes?, porque sirvo a España y a Fernando VII, no a los franceses ni al rey Botellas. Manda que me fusilen ahora mismo, prontito, Juan Martín. ¿Crees que temo la muerte? Yo no temo la muerte, ni cien muertes; ¡me reviento en Judas! Yo no soy general de alfeñique, yo no quiero cruces, ni entorchados, ni bandas. El corazón guerrero de Trijueque no quiere más que gloria y la muerte por España.

-Mosén Antón -dijo D. Juan Martín- tus bravatas y baladronadas me hacen reír. Semos amigos y como amigo te sentaré la mano por haberme desobedecido. Además, ¿no tengo mandado que no se hagan carnicerías en los pueblos?...

-Este pueblo dio raciones a los franceses y no nos las quería dar a nosotros. Los calceneros son afrancesados.

-Eres una jiena salvaje, Trijueque -dijo cada vez más colérico-. Por ti nos aborrecen en los pueblos, y concluirán por alegrarse cuando entren los franceses.

-He fusilado a unos cuantos pillos afrancesados -repuso mosén Antón-. También hice mal, ¿no es verdad? Si este clérigo no puede hacer nada bueno. Juan Martín, fusílame por haber ganado una batalla sin tu consentimiento... Es mucha desobediencia la mía... Soy un pícaro... Pon un oficio a Cádiz diciendo que mosén Antón está bueno para furriel y nada más.

-¡Silencio! -exclamó de súbito con exaltado coraje el Empecinado, sin fuerzas ya para conservar la serenidad ante la insolencia de su subalterno.

Y sacando el sable con amenazadora resolución, amenazó a Trijueque repitiendo:

-¡Silencio, o aquí mismo te tiendo, canalla, deslenguado, embustero! ¿Crees que soy envidioso como tú, y que me muerdo las uñas cuando un compañero gana una batalla? Aquí mando yo, y tú, como los demás, bajarás la cabeza.

Mosén Antón calló, y sus ojos despidieron destellos de ira. Púsose verde, apretó los puños, pegó al cuerpo las volanderas extremidades, agachose, apoyando la barba en el pecho, y de su garganta salió el ronquido de las fieras vencidas por la superioridad abrumadoradel hombre. La autoridad de Juan Martín, el tradicional respeto que no se había extinguido en su alma, la presencia de los demás jefes, y sobre todo, la actitud terrible del general, pesaron sobre él humillando su orgullo. El Empecinado envainó gallardamente el sable y acercándose a Trijueque asió la solapa de su sotana u hopalanda, y sacudiole con fuerza.

-A mí no se me amedrenta con palabras huecas ni con ese corpachón de camello. Harás lo que yo ordeno, pues soy hombre que manda dar cincuenta palos a un coronel. El que me quiera amigo, amigo me tendrá; el que me quiera jefe, jefe me tendrá, y no vengas aquí, jamelgo, con la pamema de que te fusilen. Yo no fusilo sino a los cobardes, ¿entiendes? A los valientes como tú, que no saben cumplir su obligación ni obedecen lo que mando, no les arreglo con balas, sino a bofetada limpia, ¿entiendes?, a bofetada limpia... Como me faltes al respeto, yo no andaré con pamplinas ni gatuperios de oficios y órdenes, sino te rompo a puñetazos esa cara de caballo... ¿estás?... Vamos, cada uno a su puesto. Se acabaron los fusilamientos. Celebremos la batalla con una merienda, si hay de qué, y aquí no manda nadie más que yo, nadie más que yo.

Salió de la estancia mosén Antón cuando ya empezaba a oscurecer. La expresión de su cara no se distinguía bien.

D. Juan Martín salió también a recorrer el pueblo, que ofrecía un aspecto horroroso, después del doble saqueo. En las callesveíanse hacinadas ropas y objetos de mediano valor que los soldados habían arrojado por las ventanas; los cofres, las arcas abiertas obstruían las puertas, y las familias desoladas recogían sus efectos o buscaban con afanosa inquietud a los niños perdidos. La plaza estaba llena de cadáveres, la mayor parte franceses, algunos españoles, y por todas partes abundaban sangrientas y tristísimas señales de la infernal mano del más cruel y bárbaro de los guerrilleros de entonces. Por todas partes encontrábamos gentes llorosas que nos miraban con espanto y huían al vernos cerca. La tropa ocupaba el pueblo; los cantos de algunos soldados ebrios hacían erizar los cabellos de horror. Persistían otros en cometer tropelías en la persona y hacienda de aquellos infelices habitantes y nos costó gran trabajo contenerlos.

De vuelta a la casa del ayuntamiento, comimos con mayor regalo del que esperábamos: verdad es que los soldados de la división de Trijueque no habían dejado en las casas del pueblo ni un mendrugo de pan, ni una gallina, ni un chorizo, ni una fruta seca de las muchas y excelentes con cuya conservación se envanecía Calcena. La comida fue, sin embargo, triste. El general estaba pensativo, y Sardin, Albuín, que acababa de entrar, Orejitas y los ayudantes y amigos y protegidos de unos y otros, que les acompañábamos a la mesa, no decíamos una palabra. Aunque guerreros, todos estaban conmovidos, y el fúnebre clamor de la pobre villa asolada se repetía en nuestros corazones con ecos lastimeros.

Un hombre se presentó en la sala. Era alto, enjuto, moreno, amarillento, de pelo entrecano y erizado como el de un cepillo; con los ojos saltones y vivarachos, fisonomía muy expresiva y continente grave y caballeroso cual frecuentemente se nota en campesinos aragoneses. Al entrar buscó con la mirada una cara entre todas las caras presentes, y hallando al fin la del Empecinado, que era sin duda la que buscaba, dijo así:

-Ya te veo, Juanillo Martín. Cuesta trabajo encontrar la cara de un amigo debajo de la pompa y vaniá de un señor general como tú. ¿No me conoces?

-No a fe -respondió D. Juan examinándole.

-No es fácil -añadió este con desdén-. No es fácil que un señor general conozca al tío Garrapinillos, que le llevaba en su mula desde Castrillo a Fuentecén y le compraba rosquillas en la venta del camino.

-¡Tío Garrapinillos de mi alma! -exclamó el general extendiendo los brazos hacia el campesino-. ¿Quién te había de conocer hecho un hombre grave? Ven acá, amigo. Yo para ti no soy otro que Juanillo, el hijo de la señá Luciíta. ¿Te acuerdas de cuando llevabas los títeres a la feria de Castrillo? ¿Y la mona que te ayudaba a ganar la vida?... Cuando era niño, yo te tenía por el primer personaje de España después del rey, y si yo hubiera tenido entonces en mi mano las Indias con todos susPerules, los habría dado por los títeres y la mona. Pero siéntate y toma un bocado.

-No quiero comer -repuso Garrapinillos con dignidad-. Ya no hay nada de títeres ni de monas... Me establecí en este pueblo... puse un bodegoncillo, y con él mi familia y yo íbamos matando el hambre.

-¿Qué familia tienes?

-Mujer y siete chiquillos. El mayor no llega a diez años.

-¡Hombre te comerán vivo!

Garrapinillos exhaló un suspiro, y luego mirando al cielo dijo:

-Juan Martín, ¿no sabes a qué vengo?

-No, si no me lo dices.

-Pues vengo a que me devuelvas lo que me han robado -exclamó con violenta cólera el campesino, cerrando los puños y jurando y votando-. Si no, tú y todos los tuyos se las verán conmigo, pues yo soy un hombre que sabe defender el pan de sus hijos.

-¿Qué te han robado, Garrapinillos, y quién ha sido el ladrón?

-El ladrón -dijo el labriego señalando con enérgico ademán a Albuín- es ese.

El Manco, que a consecuencia del mucho comer y de las copiosas libaciones, dormitaba con la cabeza oculta entre los brazos y estos apoyados sobre la mesa, despabilose al instante y miró a su acusador con ojos turbios y displicente expresión.

-Garrapinillos -dijo D. Juan Martín-,pué que te hayan sacado algún dinero, si los jefes impusieron contribución para sostenimiento de las tropas, porque la junta no nos paga, y el ejército ha de vivir.

-Yo he pagado mis tributos siete veces en dos meses -contestó el reclamante-; yo he dado en aguardiente y en pan más de lo ganado en un mes. Esta mañana me pidieron doce pesos y los di, quedándome sólo con dos y medio.

-¿Y eso es lo que te han robado?

-No es eso, que es otra cosa -respondió acompañando sus palabras con gestos vehementes-. Lo que me han robado es treinta y cuatro pesos que mi mujer tenía guardados en su arca... ¡porra!, lo ganado en diez años, Juanillo. Mi mujer iba guardando, guardando, y decíamos «puscompraremos esto, pus, compraremos lo otro...».

-¿Y dices que entró la tropa y abrió las arcas?

-Entró ese con otros dos, ese que nos está oyendo -exclamó el robado señalando otra vez a Albuín tan enérgicamente como si quisiera atravesarlo de parte a parte con su dedo índice-, ¡ese tunante que no tiene más que una mano!

Albuín después que a satisfacción observó a su acusador, se descoyuntó las quijadas en un largo bostezo, y volviendo a cruzar los brazos sobre la mesa, reclinó de nuevo sobre ellos la cabeza, creyendo sin duda que los gritos de aquel desgraciado no debían turbar las delicias de su modorra. El mirar turbio el largo bostezo, el hundir la cabeza, le dieron apariencias de un perro soñoliento a quien la persona mordida insultara desde lejos sin poder hacerle comprender el lenguaje humano.

-Garrapinillos -dijo D. Juan Martín-, no se habla de ese modo de un coronel. Este señor es el valiente D. Saturnino Albuín, de quien habrás oído hablar. Su mano derecha es el terror de los franceses. Napoleón daría la mitad de su corona imperial por poderla cortar.

-Y también los españoles -dijo el agraviado-. Que me devuelva mis treinta y cuatro pesos y le dejaré en paz. Si no, general Juanillo, te juro que lo mato, lo ensarto, lo vacío, lo desmondongo... A buen seguro que si yo hubiera estado en casa... Yo había salido a la calle en busca de dos de los chicos que se salieron a ver fusilar franceses... Cuando volví, mi mujer me contó que ese señor general... (general será como mi abuelo)... que ese señor Manco había entrado en casa pidiendo dinero; que había amenazado con fusilar hasta el gato, si no se lo daban; que había roto las arcas, los cofres y vaciado la lana de los colchones para buscarlo... Casiana le dijo que no tenía nada; pero él busca que busca, dio con el calcetín... Oh ¡ánimas benditas!... lo vació, contó el dinero...

Al llegar aquí el tío Garrapinillos, en cuya alma una extremada sensibilidad había sucedido al primitivo coraje, no pudo contener sus lágrimas; pero luego conociendo sin duda que tales manifestaciones de un corazón lacerado no eran propias del caso, se las limpió como quien se quita telarañas del rostro, y ahuecando la voz habló así:

-Señor general Juanillo Martín, yo le digo a tu vuecencia que le mato sin compasióncomo se mata a un perro, aunque sé que la tropa se echará sobre Garrapinillos para fusilarle, y Casiana se quedará viuda y mis siete hijos huérfanos... Pero le mato, si no me da los treinta y cuatro pesos que son toda mi hacienda.

-Garrapinillos -dijo D. Juan Martín gravemente-, en campaña ocurren estas marimorenas y tiene que haber mucho de esto que parece latrocinio y no es sino la ley nesorable de la guerra, como dijo el otro. Es preciso sacrificarse por la patria y dar cada uno su óbalo... Este pueblo dicen que agasaja al francés... Malo, malo... pero en fin, tío Garrapinillos, de mi bolsillo particular te doy los treinta y cuatro pesos.

Diciéndolo, el Empecinado echose mano a la faltriquera y sacó... una peseta.

-Yo creí que tenía más -dijo contrariado-. ¡Eh!, Sr. Sardina, señor intendente del ejército...

Antes que esto fuera dicho, D. Vicente me había mandado que del cinto lleno de oro, que por encargo suyo llevaba, sacase dos onzas. Hícelo así, y con dos duros que Sardina aprestó, completose la suma, que fue entregada a Garrapinillos.

-Gracias, Juan Martín -dijo este guardándose su dinero-. Ya sabía yo que eras un caballero. Voy a hacer correr por todo el pueblo la voz de que tú devuelves lo robado, para que vengan el tío Pedro, el tío Somorjujo, la tía Nicolasa y D. Norberto, que entre todos lo menos han dado un óbalo de mil pesos, comopodrá atestiguar la mano derecha del que duerme... Con Dios, señores. Saben que les quiere el tío Garrapinillos, que vive en la esquina de la calle de la Landre, para lo que gusten mandar... Vivan mil años estos valientes generales, y viva Fernando VII... Y tú, Juanillo, deja mandado, si es que te vas... ojalá no parezcáis más por aquí. Sabes que te quiero... Casiana siente no poder venir a besarte las manos... Está embarazada de ocho meses... Adiós... ¿Se marcha la tropa esta noche? Dios la lleve... Me voy a abrir la tienda a ver si se gana alguna cosa.

Salió Garrapinillos y poco después Orejitas y otros jefes. El Empecinado mandó traer luces, y cuando las indecisas claridades de un velón iluminaron a medias la estancia, encendió un cigarro y dijo:

-Señor Sardina, jefe de Estado Mayor general y también intendente de este real ejército, vamos a recoger los fondos recaudados.

-Que me entreguen lo que se ha recogido en Calcena -repuso D. Vicente-, y yo diré lo que se puede enviar a la junta y lo que ha de quedarse en la caja del ejército para sus necesidades. Araceli, tome usted la pluma y apunte en ese papel lo que yo le diga.

Nos quedamos solos el general en jefe, don Vicente Sardina, dos oficiales que escribíamos y Albuín que seguía dormitando en la actitud antes descrita.

-¡Eh! Sr. Manco -dijo Juan Martín dejando caer la pesada mano sobre el hombro del durmiente-, despierte usted.