- IV - editar

Fonsa, temblando de emoción, se puso a las órdenes de su amiga y salió con ella de la plaza; tomaron por la calle de la Lealtad, y, torciendo por otras callejuelas, entraron en un portal oscuro, angosto y lóbrego, del que arrancaba una escalera carcomida y tortuosa. Subieron una docena de peldaños y se detuvieron delante de una puerta tan miserable como la escalera. Llamó la amiga de Fonsa y salió a abrir un ser que no me atrevo a calificar de mujer porque no se ofenda el «bello sexo». Era una mole de carne mugrienta y asquerosa, mal cubierta con algunos trapos tan sucios como la carne; arrastraba en los hinchados pies unos soletos, y tenía, en lo que llamaremos cara, dos a manera de ojos ribeteados de sangre; una, como nariz, atascada de rapé, y alrededor de una abertura, que pudiera ser la boca, sucia y profunda, como el foso de una letrina, crecían rígidas y dispersas algunas cerdas grises.

-¡Entray, buenas mozas! -dijo con voz de trueno a las recién llegadas.

Y éstas siguieron al extraño ser por una especie de caverna donde se respiraba una atmósfera que debía parecerse mucho a la de las guaridas de las fieras.

A Fonsa le temblaban las piernas y le palpitaba el corazón. Lo que estaba viendo no se parecía en nada a cuanto ella se había imaginado sobre los hechiceros de las coplas y las viejas de los cuentos que sabía. Por eso, si hasta entonces había creído en el poder de las adivinas, desde aquel momento las suponía capaces de competir con el mismo demonio.

La vieja se detuvo en un sitio donde la habitación era un poco más ancha y menos oscura. No había allí más muebles que un banquillo cojo de madera de pino y una mesa de la misma clase, sobre la cual se sostenía, adherido a sus propias lágrimas, un cabo de vela de sebo. En un rincón de la misma pieza había un jergón sucio y desgarrado. El suelo y las paredes estaban cubiertos de roña, lamparones y telarañas.

Fonsa no podía orientarse en aquel antro asqueroso, ni siquiera darse cuenta de los objetos que la rodeaban. Por eso no se fijó en que su amiga habló muy callandito algunas palabras con la vieja.

Ésta, cuando hubo oído a su discreta interlocutora y después de mirar a Fonsa con un gesto que la hizo estremecer, llevó la diestra mano a su enorme seno, extrajo de él un papel sucio y arrugado, un mendrugo de pan tan sucio como el papel, y una baraja mucho más asquerosa que el pan y el envoltorio. Tomó de éste entre el índice y el pulgar una buena porción de rapé que sorbieron con avidez sus narices, llevó a la boca el mendrugo y puso la baraja sobre la mesa.

-¿A quién echo las cartas? -preguntó.

-A ésta -contestó, señalando a Fonsa, su amiga.

-Corta -dijo la adivina presentando la baraja.

Fonsa, temblando como un azogado, hizo de la baraja dos montones.

-Se me figura que voy a decirte algo bueno, moza -murmuró la mujerona reuniendo la baraja-. Y cuidado que lo que yo digo se cumple como el Evangelio; y aquí está tu amiga que no me dejará mentirosa. ¿Eh?

-No, señora, no; ya le he dicho que todo se me cumplió al respetive de lo prometido.

-Es que yo no soy como esas embaucadoras de tres al cuarto, que andan por la plaza engañando a las inocentes con una mala baraja sin virtud. Yo puedo decir con vanidad y con orgullo que heredé estas cartas de una adivina que las compró a costa de su alma, en una noche de truenos, a un espíritu que se le metió por la chimenea.

Fonsa, al oír esto, pensó que la tragaba la tierra; cerró los ojos, y admiró aquel monstruo que tales armas usaba.

-Y ahora que sabes -añadió la adivina-, lo que puedo, guárdate muy bien de no poner en planta mis consejos, pues no te perdonaría Dios si los desecharas.

Tras esto, y cuando conoció que Fonsa estaba completamente fascinada y aturdida y dispuesta a dudar, antes que de su poder, de la misericordia de Dios, comenzó a tender las cartas en la mesa y a hacer sobre ellas, a medida que iban saliendo de la baraja, comentarios de este jaez:

-Oros arriba, bastos abajo: ni bueno ni malo. Oros, más oros; copas boca abajo: tú tienes deseos. Rey de copas: de lo que no está a tus alcances. Oros otra vez, el as: dinero te hace falta. Otro rey con túnica: vestido apeteces. Espadas ahora: por la guerra. No, que salen bastos, por la aldea: trabajos en ella; no te convienen. Más oros todavía: tendrás el vestido. Más oros, la sota... y muchas galas y primores. El caballo detrás: un caballero se prendará de ti que te llenará de riquezas. Sota de copas: una mujer barrunta, morena de color. Bastos atravesados: sin fuerza ni poder. Más oros: la fortuna te persigue. Cinco y cuatro nueve, y siete diez y seis, y trece de los lados veintinueve... y ahora la sota de bastos: joven será y con un bastón. Más oros: rico otra vez.

Y así prosiguió hasta que se acabó la baraja. Volvió en seguida a reunirla y tornó a desparramarla acompañándose con la propia jerga, y así continuó hasta tres veces.

Fonsa estaba aplanada de sorpresa, de terror y de gozo, todo junto. Pero aún se aplanó más cuando la adivina le hizo el resumen de sus investigaciones cabalísticas en estos términos.

-Un caballero bien parecido y muy principal se prendará de ti, y esto te lo hará saber a la hora menos pensada por medio de una mujer morena con un lunar en el carrillo izquierdo, una verruga debajo de la nariz y vestida de oscuro, con un pañuelo a la cabeza. El caballero hará tu suerte si no te niegas a nada de lo que te ordene ni de lo que disponga la mujer que ha de hablarte de su parte. Tendrás por de pronto el vestido de merino y las botas de charol que deseas, y estarás muy poco tiempo sirviendo, porque tú has nacido para mayores puestos. No dirás nada de todo esto a tu familia, ni a tus amos, ni a nadie, mientras no empiece a cumplírsete. Apurre ocho cuartos y vete, bendita de Dios, que algún día me darás las gracias.

Con mano trémula sacó Fonsa de la faltriquera las monedas que le pedía la adivina; y no digo ocho cuartos, ocho mil la hubiera dado si los hubiera tenido a su disposición. ¡Por cuatro monedas viles de cobre una fortuna!

Hecho el pago de los ocho cuartos, salieron de la zahurda las dos amigas, acompañándolas hasta la puerta la especie de fiera que la habitaba.

Fonsa, cuando a la calle salió, no vio la luz del sol, ni la gente que encontraba, ni el camino que seguía: toda su poca razón estaba ocupada en desmenuzar las risueñas promesas que acababa de hacerle la adivina.

Así volvieron a la Plaza de la Verdura, donde la amiga de Fonsa hizo una seña muy expresiva a cierta mujer que se hallaba vagando, como sin objeto determinado, entre las banastas de frutas y repollos.

La mujer se acercó en seguida a las dos muchachas, y Fonsa al verla dio un respingo. Había encontrado en ella todas las señas que la adivina le había dado de la persona que debía anunciarle su felicidad.

-¿A dónde va lo bueno? -dijo la recién llegada a las dos amigas.

-Pues aquí voy con Eldifonsa -respondió la mentora de ésta recalcando mucho el nombre.

-¿Eldifonsa has dicho?

-Sí, señora: Eldifonsa, una muchacha que vino de la aldea pocos meses hace...

-¿Y que sirve en casa de...?

-Doña Liboria, que vive en la calle de San Francisco...

-¡La misma, hija! Vea usted si la suerte lo dispone bien. Pues tengo que hablar contigo una cosa de mucha importancia, Eldifonsa... ¡Y vaya si tienes todas las señas que me han dado!

-Entonces las dejo a ustedes solas para que hablen más a satisfacción -dijo la pícara fregona disponiéndose a marcharse-. Mira, Eldifonsa -añadió-, la señora es de toda mi confianza, y lo que ella te diga ha de ser para tu provecho. Conque quédate con Dios, y usted lo pase bien, doña Rosaura.

Y se fue la muy pícara.

Fonsa se quedó con la llamada doña Rosaura, sin saber lo que le pasaba. Tantas coincidencias juntas eran para dar al traste con otra razón menos dormida que la suya.

-Tengo que hablarte de parte de un caballero que te estima -dijo de sopetón doña Rosaura.

Oír esto y caérsele a Fonsa la cesta que llevaba al brazo, fue todo uno.

-¿Conque de parte de un caballero... que me estima? -tartamudeó al cabo la inocente borrega, pellizcándose las uñas.

-Cabal -insistió doña Rosaura, estudiando minuciosamente los efectos del aturdimiento de su víctima.

-Y güeno, ¿y qué? -añadió ésta deseando saber algo más.

-Pos, hija de Dios, bien claro está: cuando pasan rábanos... y la ocasión dicen que es calva. El caballero desea verte; principal, ya es bien principal, y por lo que hace a campechano, no hay nada que pedirle; y según las trazas, está muy prendado de ti... Posupuesto, hija mía, que yo en este asunto no soy más que una amiga de buen aquél que se presta a servir a un amigo a quien se deben favores. «Que Fulana me gusta y no puedo hablarla en la calle por el bien parecer»; que veo yo a Fulana y la digo de parte de esa persona que esto, que lo otro y lo de más allá, como ya has oído... Y velay lo que pasa... Conque tú dirás.

-Y a usted, ¿qué le paece? -preguntó Fonsa con voz insegura, después de meditar un rato, durante el cual recorrió muchas veces con los dedos los tres lados sueltos de su delantal.

-¿Que qué me paece a mí? -respondió la supuesta embajadora, penetrando con su mirada hasta el último rincón de la flaca mollera de la sirvienta-. Pues a mí me paece, hablándote sin rodeos, que debes aprovechar la ocasión que se te presenta de salir de miserias. ¡Vaya! ¡pues no faltaba más! Una moza tan bizarra como tú, vestida todavía con cuatro pispajos, cuando las más enfelices de las de tu clase gastan lana y charol y paecen unas señoras prencipales.

¡Lana! ¡Charol! Pronunciar estas palabras junto a las orejas de Fonsa, era soplar el fuego, empujar el cuerpo que rueda al abismo.

-Pero ¿sabe usted si ese caballero, vamos al decir, desea hacer mi suerte sólo por el aquel del beneficio? -objetó la moza luchando con sus últimos escrúpulos.

-Eso no se pregunta -replicó doña Rosaura, afectando resentimiento-... Pero ¿de qué tierra vienes tú, mujer, que todavía te paras en esos inconvenientes? ¡Ave María, qué poco conoces el mundo!

-¡Ay, doña Rosaura, que dicen que está perdío!

-Cuatro gazmoñas que desean echarse a perder, y ni así se acuerda nadie de ellas.

-Con too y con eso; ¡si tuviera yo aquí a mi padre para pedirle consejo!...

-¡Líbrete Dios de ello! -exclamó la consejera con una viveza como si hubiera pisado lumbre-. A los padres siempre les ciega el cariño que tienen a los hijos, y por el afán de apartarlos del mal, los privan del bien muy a menudo. Desengáñate, Eldifonsa: si quieres aprovechar la ganga que se te ofrece, no solamente no has de decir una palabra sobre el asunto a tu familia ni a tus amos, y has de guardar el secreto hasta en sueños, sino que has de obedecer ciegamente, en todo lo que te ordene, a la persona que te busca.

Esta última condición, por ser la misma que le impuso la adivina, acabó de aturdir a Fonsa. Creyó a puño cerrado que se hallaba bajo una influencia sobrenatural, y dando al traste con su último reparo, entregóse a discreción a la voluntad de doña Rosaura.

Ésta, que no quería perder tiempo, se apresuró a preguntarla:

-¿Cuándo te toca salir?

-Yo salgo todos los días de fiesta por la tarde, hasta el anochecer.

-Mejor sería hasta un poco después de anochecido; pero, en fin... Hoy es sábado; espérame mañana por la tarde a las cuatro en este mismo sitio, vestida con la mejor ropa que tengas.

-¿A dónde vamos a dir?

-Aonde yo te lleve. Y te vuelvo a advertir que te dejes manejar de mí y del caballero, si no quieres que se lo lleve todo la trampa; y ni en sueños se te escape nada de lo que aquí hemos hablado; y mucho cuidao también con no darte por conocida mía cuando vayas con alguno, sobre todo con la señora.

-Entonces, hasta mañana... y mira que si faltas, contra ti harás.

-No faltaré, doña Rosaura.

-Ya me darás las gracias algún día.

-¡Dios lo quiera!

Y las dos mujeres se separaron.

Fonsa, hechas las compras que se le habían encargado, volvió a casa dos horas después de lo que debía, oyó por esta falta tempestades de su ama y estuvo a pique de ser despedida por algunas respuestas descaradas que devolvió. Pasó todo el día y la mayor parte de la noche preocupada y luchando con el recuerdo de los consejos de su padre, con el de los augurios de la adivina y con el de las proposiciones de doña Rosaura. A veces temía algo que no veía claro, y medio se decidía a no asistir; pero las raras coincidencias de la víspera, aquellas promesas de fortuna hechas por la monstruosa vieja y puestas por la otra mujer a dos dedos de la realidad, no eran para desechadas sin levantar antes por lo menos la punta del velo misterioso. Durmióse, pues, en estas reflexiones, y amaneció el día siguiente, llegó la una de la tarde, comieron sus amos a las dos y media, fregó la vasija, vistióse lo mejor que pudo a las tres, y a las cuatro en punto se hallaba en la Plaza de la Verdura saludando a doña Rosaura, a cuyo lado marchó en seguida por la calle de Atarazanas adelante, y llegaron a la Cuesta del Hospital... y se eclipsaron en una de sus afluentes callejuelas.


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