Aquí hay un paréntesis de algunas horas. Fonsa no vuelve a presentarse en escena, en la escena que nos es lícito contemplar, hasta muy entrada la noche. Entonces se la vio, a la escasa luz de los faroles, caminar calle abajo hecha una exhalación, tomar por el Arco de la Reina, entrar por Puerta-la-Sierra en la calle de San Francisco y llegar al portal de su casa. Gruñendo como una jabalina, recibió de su ama la advertencia de que al día siguiente sería despedida, supuesto que sus faltas, lejos de corregirse, iban haciéndose más graves cada vez; dirigióse rápida a su alcoba; rompió un cristal de la puerta al cerrarla con furia; cambió su traje de gala por el de diario; fue a la cocina y se empeñó en avivar el fuego del hogar vertiendo agua sobre los tizones, y sazonó las alubias con azúcar y echó media libra de pimentón en la compota. Al conocer tanta torpeza, se tiró de los pelos, lloró de coraje y maldijo en sus adentros a la adivina, a doña Rosaura y a la pícara que se las había dado a conocer. Porque es de advertir que Fonsa, a pesar de su roma inteligencia, había empezado a sospechar que era la víctima de una infame combinación preparada contra ella; siendo lo peor del lance que ya no podía retroceder, porque en ciertas situaciones, como al borde de un abismo, el primer paso decide la caída, y Fonsa acababa de darle corriendo ciega tras la confirmación de las risueñas profecías.

En vano buscó más tarde un poco de tranquilidad entre las dulzuras del sueño; este caballerito sólo dispensa sus favores a los muy felices o a los muy perdidos, y Fonsa, aunque no pertenecía al grupo de los segundos, estaba aquella noche muy lejos de ser de los primeros. Así es que se la pasó en claro, batallando sin cesar con sus recuerdos y, sobre todo, con el de los pobres viejos que en tanto tenían su acrisolada honradez. Y tal la carcomía y la impresionaba éste, que llegó a ponerse febril. Entonces se te presentó la cara del tío Celigonio más avinagrada y más contraída que nunca; vio la mano del viejo campesino levantarse, armada de un palo de acebo, y hasta sintió sobre sus costillas la impresión de un furibundo garrotazo. Aparecíansele también en su delirio la casa de la adivina, y su amiga, y un millar de barajas dispersas, y un señor que la echaba onzas y más onzas sobre el delantal, y el delantal se llenaba de ellas, y caían después por el suelo y nunca acababan de caer, y veía culebras que se convertían en vacas y subían por la Cuesta del Hospital detrás de doña Rosaura, que iba vestida de escajos y tenía cabeza de raposa y cola de lagarto; después asomaba un señor por una bocacalle, daba un silbido, se espantaban las vacas y la corneaban a ella, que salía de un portal muy largo, muy largo, muy largo, con vestido de merino de lana y botas de charol; después se quería levantar, y venía su padre con un garrote lleno de nudos y la molía las costillas; luego pasaba la adivina sorbiendo tabaco y royendo un mendrugo, y se comía a su padre de un bocado, y le daba un beso a ella, y de aquel beso salían barajas, barajas, barajas y muchísimas botas de charol que recogía en la falda del vestido; después se ponía a probárselas encima del campanario de su lugar, bajo el cual estaba su rendido novio echándola una copla al son de la bandurria y llorando al mismo tiempo a moco tendido. En esto arreció el viento, zarandeó el campanario y la despidió por los aires. Vuela, vuela, vuela y cae, cae, cae, parecióle haber estado bajando más de tres días, al cabo de los cuales llegó al suelo... y volvió en sí. Restregóse los ojos, vio la luz del crepúsculo de la mañana, orientóse por completo, suspiró con la más negra pena y se levantó.

No bien hubo desempeñado las primeras faenas de su cargo y se desayunó, le puso la señora la cuenta en la mano y la plantó en la escalera. Lloró entonces Fonsa muchas lágrimas, y las lloró con el corazón; pero se abstuvo de implorar misericordia, porque reconoció todas sus culpas y se penetró de que su ama no había de creer en su arrepentimiento.

Una vez en la calle, y puesto que, por entonces, no tenían remedio sus pesares, se dedicó a recorrer tiendas, y compró el suspirado vestido, las anheladas botas y aun algunas prendas más, y todavía le quedó dinero sobrante. En la mañana del día anterior no le hubiera sido posible adquirir ni siquiera el vestido con el saldo de su cuenta. Convengamos en que los pronósticos de la adivina no fueron del todo descabellados.

Con sus nuevas galas en la arquilla, que llevaba consigo, se encaminó a la Plaza de la Verdura, centro obligado de esta clase de gente. Allí encontró, al llegar, a doña Rosaura. Requemósele un poco la sangre a su vista, y aun quiso decirle cuatro frescas; pero tales trazas se dio la caritativa mediadora, que acabó Fonsa por mostrársele muy reconocida... y por aceptar su casa para vivir mientras no hallase colocación.

Entre tanto supo doña Remedios que su recomendada había sido despedida, y avisó inmediatamente a tío Celedonio para que le sirviera de gobierno, añadiéndole que Fonsa no se le había presentado aún a participarla el suceso, lo cual no le daba muy buena espina.

Mientras llegó la carta a la aldea, y lo supo tío Celedonio, y la sacó de la estafeta, y halló quien se la leyera, y le lavó su mujer la camisa fina, y secó ésta, se pasaron ocho días, al cabo de los cuales entró el pobre aldeano en Santander, resuelto a llevarse a su hija a machacar terrones si las disculpas que le diera no le satisfacían completamente.

Dos días antes había sido colocada Fonsa en una casa que le proporcionó su amiga, aquella buena pieza que la llevó a ver a la adivina. Allí la encontró su padre; y aunque le repitió doña Remedios que no la había visto desde que fue despedida y que no le gustaban las noticias que de su comportamiento le había dado la familia a que acababa de servir, como los nuevos amos no le dijeron nada malo de su hija, y como ésta, entre protestas, lágrimas y disculpas, le entregó enterito el saldo de su cuenta, tío Celedonio se dio por muy satisfecho y se volvió a la aldea, creyendo de todo corazón que Fonsa estaba en grande y que nada tenía que temer por ella. Quedóse, pues, otra vez en Santander la temeraria muchachona, libre de la tutela de doña Remedios y descuidada, por entonces, en cuanto a sospechas y recelos de su familia.

Durante los seis días que vivió con doña Rosaura consiguió ésta hacerla transigir con muchos escrúpulos. Fonsa comprendió al fin qué género de prosperidad era el que le habían dispuesto entre la adivina y sus agentes, y no deliró, como la noche de marras, al conocer tan triste verdad; en una palabra, Fonsa no aceptó su situación sin cierto disgusto, pero se resignó a ella. Doña Rosaura quiso más aún y obró en consecuencia.

No llevaba la inexperta muchacha quince días de servicios en casa de sus nuevos amos, cuando su amiguita le dijo:

-Es preciso, Eldifonsa, que cambies de clase; ya tienes ropas como la más peripuesta y estás afinada que pasmas; tienes que dejar de ser cocinera y tratar de ser doncella.

-¡A güen tiempo te acuerdas! -respondió Fonsa con una sinceridad admirable.

-Nunca es tarde para eso, chica.

-Vaya un arte de doncella que tengo yo, que ni sé planchar, ni recibir como se debe a las señoras, ni amañarse con toas esas zarandajas del oficio.

-Todo eso se aprende en tres días. Y por de pronto, vas a dejar de ir al Reganche los domingos y te vas a venir conmigo al Relajo, para que empieces a tratar gentes de mundo.

-¡Al Relajo! ¡Pero si en mi vida he bailao por lo fino!

-Ya te enseñarán allí mismo.

El Relajo, El Crimen, La Chaqueta al hombro, El Infierno, etc., son otros tantos salones de baile que han gozado, y aún gozan muchos de ellos, gran boga en Santander entre las fregonas más desastradas y los aficionados a este género desastroso. Cómo en esos salones se baila y cómo se conduce en ellos la concurrencia, lo dicen bien gráficamente los títulos de las mismas sociedades.

Fonsa entró un domingo con su amiga en el Relajo; y se aturdió por de pronto al ver aquella multitud de personas que giraban, aullando como bestias, en brazos unas de otras, al son de una murga estridente y bajo una atmósfera de tabaco y aceite de candil. Poco a poco se fue orientando; y como era frescachona y rolliza, cosas bastante raras en aquel agosto nauseabundo, pronto se halló solicitada por un sinnúmero de caballeros que aspiraban a la honra de bailarla. Quiso eximirse diciendo que no sabía bailar; pero lo puso peor así: todos se brindaron a enseñarla. Una chica que no sabe bailar es una ganga en semejantes salones: primero, porque revela cierta inocencia de costumbres muy envidiable; y segundo, porque enseñarla a bailar es lo mismo que estar autorizado para estrujarla, resobarla y exprimirla. Fonsa cayó en manos, mejor dicho, en brazos de un maestro que había sido en Madrid estudiante de medicina catorce años seguidos sin haber llegado jamás a bachiller. Después bailó con un corneta de la guarnición, y, por último, con un corista del teatro, a quien le faltaban la campanilla y media nariz.

-¿Qué tal? -le preguntó la amiga al salir del baile.

-¡Manífico, chica! -respondió Fonsa-. Al escomenzar me dio algo de vergüenza; pero en seguida la perdí toa... Mucho rempujón y muchísimo pellizco me han dao, eso sí; pero también te aseguro que me he divertío de lo güeno... Y que al mesmo tiempo he aprendío el valseo y las habaneras ¡vaya!... ¡Y bien que me gustan! ¡Güena deferiencia va de esto al Reganche!... Vendremos todos los domingos, ¿eh?

La amiga, como era de esperar, aplaudió tan buenos propósitos.

Para abreviar: Fonsa perseveró tanto en ellos, que antes de tres semanas fue despedida de la casa en que servía, y en vano trató de entrar en otras en calidad de doncella. Su vida agitada la impedía cumplir con sus deberes domésticos, y encontraba insoportable la sujeción y mezquino el sueldo que ésta le proporcionaba. Declaróse, pues, libre, y se instaló en casa de doña Rosaura. No aspiraba ésta a otra cosa.

Así vivió dos meses, entregada de lleno a las emociones del baile y a otras aún de peor calidad; hízose popular en los salones del Relajo, del Crimen y del Infierno, y continuó progresando en esta senda, hasta que no tuvo el diablo por dónde desecharla.

Supo tío Celedonio algo de lo que pasaba: vino a Santander, obligóla a irse con él al pueblo, la arrimó allí un par de palizas de padre y muy señor mío, y la hizo trabajar en las más rudas faenas de la labranza. Pero Fonsa no era ya capaz de soportarlas, y un día, muy tempranito: hizo un lío con su mejor ropa y desapareció de la aldea. Buscáronla sus padres con el ahínco que ustedes pueden imaginarse, pero todo fue en vano: Fonsa no volvió a aparecer para los pobres viejos, que se murieron algún tiempo después rogando a Dios por ella.

¿Adónde había ido? ¿Cuál fue su paradero?

No contándose segura en Santander, adonde volvió cuando se escapó de casa, largóse a Madrid con el doble objeto de continuar su carrera en mayor escala y vivir más a cubierto de la persecución de su familia. Entregóse en la corte a todo género de licencias; perdió muy pronto las pocas gracias que debía a la naturaleza; y hambrienta, casi desnuda y enferma, cayó una noche de enero sobre un montón de basura en un rincón de una plazuela, y allí se recogió al amanecer su rígido cadáver.


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