- III -

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Pasó más tiempo.

Durante él habló Fonsa varias veces con su atento obsequiante, o mejor dicho, novio; perdió el miedo que le causaban antes la gente y el bullicio de la calle y las pejinas de la fuente; adquirió, por regalo de su señora, una casabeca, y por anticipo sobre su soldada, un vestido de percal rameado y unas botas de lienzo de color de tórtola con trencillas verdes; bailó cuatro tardes en el Reganche; adquirió algunas amigas íntimas entre aquellas mismas criadas veteranas que tanto respeto la infundían al principio, y se convenció de que, a pesar de sus remilgos y casabecas, eran tan bestias como ella; aprendió en su escuela a reírse a gritos sin saber de qué, y a estarse una hora, con la herrada llena sobre la cabeza, diciendo tonterías a otra que tal en medio de la acera; fue tres veces tarde a casa, y llevó por estas tres faltas graves tres sermones en tiple de la señora; volvió a ésta tres respuestas nada reverentes, y por la última de ellas fue conminada con la pena de ser puesta de patitas en la calle si reincidía en semejante falta; habló con sus amigas de este asunto, y quedó convencida de que su ama era gruñona, y además roñosa, porque le trancaba los garbanzos, el azúcar y el chocolate; se atrevió a buscar dos veces casa sin el consentimiento de su familia; se permitió algunas burlas de las aldeanas que llegaban a servir a la ciudad en las mismas condiciones en que había llegado ella poco antes; trocó su aire antiguo de marcha, rígido y empinado como el mango de una escoba, por un exagerado contoneo, soltó el moño tradicional de su recia cabellera para reemplazarle por el moderno rodete, y fijó bien en la memoria las palabras abuja, endimpués, bujero, cudiado, sastinfecho, bolpe, juegar y otras por el estilo del lenguaje fino fregonil, y algunas muletillas de igual procedencia, como ¡Ya baja! ¡A la vuelta lo venden tinto! ¡Cómo no, morena!... Soy de Orozco y no te conozco, las cuales encajaba a cada momento, pegasen o no pegasen; y con todos estos adelantos se creyó completamente cepillada y pulida, pero no satisfecha, porque aún no tenía lo que más ambicionaba en la tierra: botas de charol y vestido de merino de lana.

Llegó en esto el día del Santo patrono de su pueblo, y obtuvo permiso de su ama para ir a pasar la fiesta con su familia. Presentóse entre sus antiguas relaciones con aire de taco y, como el jándalo famoso del rastrillo, alardeó de haber olvidado hasta el nombre de los más comunes aperos de labranza, como si hiciera siglos que los había perdido de vista; chilló como una perra apedreada cada vez que tuvo que saltar un charco, y aparentó, brincando con muchos dengues de morrillo en morrillo, no saber andar ya por las callejas; se compadeció de los enfelices que tenían que pasar la vida destripando terrones y comiendo borona; se desdeñó de bailar el periquín en la romería, pretextando que ya no sabía más que al punteao de la ciudad; reprendió a cuantas personas la llamaban Fonsa, advirtiéndoles que debían decir Eldifonsa; llamó a su vez Celipas y Enestasias a las llamadas Lipas y Tanasias, y volvió a salir de su pueblo a las treinta y seis horas de haber entrado en él, dejando medio duro a su padre y asegurando a las amigas de quienes se dignó despedirse que le repuznaba la ordinariez de la aldea.

Otra vez en Santander, continuó progresando en la escuela fregonil y adquiriendo cada día una nueva amistad en fuentes y plazuelas, haciéndose más y más susceptible a las reprensiones de su ama y dándole a cada hora un nuevo motivo de enojo.

Entre tanto, no llevaba más que siete meses de servicio, y el saldo de su cuenta no le alcanzaba para comprar el vestido de merino y las botas de charol que la traían a mal traer, especialmente desde que frecuentaba el trato de una moza que se distinguía entre todas las de su categoría por la variedad de sus trajes y por la frecuencia con que cambiaba de amos.

La tal moza había mostrado siempre una decidida inclinación hacia Fonsa, y no sosegó hasta que se hizo su inseparable compañera de plazas, fuentes y paseos. Ella se tomaba la molestia de arreglar el prendido y los cuatro trapos del vestido de la sencilla cocinera, cada vez que salían juntas; ella le corregía el estilo, así en el decir como en el andar; ella le procuraba las disculpas que había de dar en casa cuando suponía que habían de reñirla por su tardanza; ella le prometía colocaciones a porrillo para cuando se decidiera a enviar enhoramala a su ama; ella, en fin, se mostraba tan cariñosa y tan placentera y servicial con Fonsa, que ésta concluyó por quererla de todas veras y por seguirla a todas partes como una borrega.

En una ocasión se hallaban juntas en la Plaza de la Verdura. Fonsa miraba y admiraba, como de costumbre, el vistoso traje de su amiga, y ésta se dejaba admirar hasta con delectación y como si se propusiera excitar la envidia de aquélla.

-¡Cómo mil diaños te las amañas tú -dijo de pronto Fonsa- para echarte todos estos amenículos? Yo estoy agorra que agorra, y he espenzao tamién, por consejo vuestro, a ordeñar la compra, y así y todo no me acanza la ganancia pa mercar un par de medias.

-Pues ya te he dicho otras veces -contestó la interpelada que yo he dado siempre con buenos amos.

-¡Buenos amos!... ¡y has parao un mes en la casa que más!

-Eso no quita... Y luego dispués, yo te diré... me tocó la lotería.

-¡La lotería!... Entonces voy a echar yo.

-Es que puede que a ti no te toque, y entonces pierdes lo que eches.

-Y ¿por qué echestes tú?

-Porque... porque sabía que me iba a tocar.

-Y ¿cómo lo sabías?

-Porque me lo dijo la adivina.

-¡Madre de Dios!... ¡la adivina!... Si yo me atreviera...

-Y ¿por qué no te has de atrever?

-Porque dicen que es pecao.

-¿Quién lo dice?

-El señor cura de mi pueblo... y además el Catecismo, que bien claro lo canta: «el que usa de chapucerías o cosas pertiniciosas».

-¡Otra! pero ése será el Catecismo de tu pueblo; aquí no rige.

-¿Pus qué rige aquí?

-El Obispo; y el diablo me lleve si le he oído una palabra contra las adivinas.

-Entonces, ¿yo puedo ir a que me echen las cartas?

-Claro que sí. ¿Crees en la adivina?

-Como en los Avangelios. ¡Y buenas ganas que se me han pasao de ir a verla desde que estoy en Santander!

-Pues, hija, ahora tienes güena preporción.

-¿Ahora mesmo?

-No hay incominiente.

-Pus andando se va.


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