- II -

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Empezó Fonsa su servicio rompiendo mucha vasija y empleando toda su escasa inteligencia en aprender su modesta, pero trascendental obligación.

Hacía los recados en un periquete, porque la asustaban el ruido y el movimiento de las calles, y en ninguna parte se hallaba tranquila más que en el rincón de la cocina. No quería salir los días de fiesta, porque «no se amañaba» con las diversiones de la ciudad; y recordando los bailes y los cantares de su lugar, se llevaba la tarde suspirando y hasta llorando, acurrucada en el balcón del comedor.

Pasaba la pena negra cada vez que iba a la fuente, porque le pasmaba el extenso semicírculo de criadas que, sentadas sobre sus respectivas herradas, esperaban la vez para coger. Aquellas mujeres hablaban a gritos, reñían casi siempre entre grotescos ademanes y contorsiones, y no era su más rara ocupación desollar la opinión de sus amos, sacando a relucir secretos sorprendidos a la familia, y no pocas invenciones calumniosas. Según aquel congreso de ingratas y desleales, todas sus amas eran roñosas, todos sus señores impertinentes, todos sus señoritos dulces y afables, y todas sus señoritas gazmoñas y fastidiosas. Hablaban el pejino, es decir, con el tonillo acentuado característico del pueblo bajo de Santander; y hasta la peor ataviada de todas ellas vestía casabeca, aunque muy sucia, y tenía el pelo en rodete. Fonsa, con el acento de su lugar, había dicho, aludiendo al botijo que tenía en la mano, que llevaba media hora esperando y que tuvía estaba vacíu. Estas expresiones valieron a la pobre muchacha una rechifla espantosa, haciéndole saber, para en adelante, algunas fregonas compasivas, que debió haber dicho «entodavía está vacido». También la advirtieron que el nombre de Fonsa era aldeano, y que en la ciudad se decía Eldifonsa. Todo esto, más la circunstancia de andar la sencilla moza con justillo y en mangas de camisa y gastar el pelo en moño, había hecho que la llamasen sus colegas de la fuente arlotona y ordinaria. Por supuesto que las cultas fregatrices eran, sin excepción, tan aldeanas como Fonsa; pero llevaban algún tiempo más que ella en la ciudad, y bien sabido es que no hay peor cuña que la de la misma madera.

Cuando la hija del pobre Celigonio Calostros se retiraba a casa con la herrada en la cabeza, al paso que bendecía a Dios porque, según las trazas, le había procurado para servir la única familia buena que había en Santander, suspiraba de pena al considerar todo lo que tenía que aprender para colocarse a la altura de sus correctoras de estilo.

Así se pasó algún tiempo.

Poco a poco la rolliza aldeana fue perdiendo la corteza que oscurecía el claro color natural de su cara; la esmerada y nutritiva alimentación que le daban en casa de sus amos redondeábala más y más cada día; se ajustaba con todas sus fuerzas la cintura y estudiaba con cuidado el modo de vestir de sus comprofesoras para cuando sus medios le permitiesen adquirir el anhelado traje de lana y las botas de charol. Sus dos paisanas le decían que estaba ya más vistosa que en la aldea, y que se iba afinando.

Un día, al volver de la fuente, se le acercó un joven chupando un puro de a cuarto y vestido con el traje de estos artesanos, es decir, heterogéneo en sus piezas, pero poco limpio.

-¿Necesita usted, prenda -dijo a Fonsa mirándola con terneza-, que la ayuden a llevar la herrada?

-¿Qué se le importa al demontres del?... -respondió la interpelada con acento y gesto más duros que los aros de su herrada.

-No se ofenda usted, buena moza, que lo pregunto con el corazón más tierno y la más fina voluntad.

-Que le digo que me deje en paz y no me prevoque... ¡Cuidao que tien que ver!

-Repito, joven, que no quiero faltarla a usted, porque sépase usted que no es ésta la primera vez que mis ojos se han quedado ciegos al ver los resplandores de ese cuerpecito tirano.

-Sí, sí; mucho de palique, y aticuenta que na.

-Este palique se prueba si se agradece.

-¡Bah, bah! Quítese day y no me consuma la pacencia, que tengo más cacer coir esas pampirolás del diañu. No ¡pus si una juera a hacer caso de to lo que la ladran a la oreja!...

-Me parece que cuando uno viene con honradez...

-¡Como no venga!

-¿Y por qué no, morena?

-Morena o no morena, Fonsa Calostros me llamo con toa la honra de la honría más relumbrante... y si me tomó el sol y no soy tan blanca como las de la ciudá, sallando maíces fue en la mies de mi lugar... ¡Esta si que me gusta!... ¡Pus pue que se le figure al birriagas de este hombre que yo tengo a menos el ser morena!

-Si algo he dicho que la ofenda, perdonar la falta, que de buena intención fue la palabra. Pero sepa usted, Alifonsa, que ahora que sé cómo usted se llama, siento que la miro con mucha mayor estimación.

-¡Otra que te vas! Como si fuera a pasarme el deo con esa compresación... ¡Ea, no se arrime tanto!

-No merece usted que se la quiera.

-Ni falta que me hace, pa que usté lo sepa.

-Es usted una ingrata.

-Y usté un lenguatón mal enseñao.

-Ya se arrepentirá usted algún día de haber recibido tan mal mis finezas.

-¡Ya me voy arrepintiendo! Pus si yo juera a creer... ¡Madre de mi corazón! Valiérame más un cólico cerrao que me llevara en un periquete. Güenos son los hombres de la ciudá, trapaceros y embusterones.

-En la ciudad hay de todo, Alifonsa; y aunque me esté mal el decirlo, soy un artesano honrado que sabe obsequiar finamente a una joven tan interesante como usted.

-De manera es que como una no debe, vamos al decir, corresponder al respetive de lo primero que la cantan...

-Por eso yo la pido a usted su correspondencia para cuando mis finos obsequios la prueben que no he querido engañarla.

-Eso ya es otra cosa... Velay. Ya espienzo yo ahora a cogerle un poco de ley, siquiera por el aquel de la formalidá.

-En cuanto a lo demás, aquí me tiene usted; y creo que, mejorando lo presente, no soy del todo mal personal.

-Tocante a eso, hijo del alma, no hay una mujer menos reparona que Lifonsa; y aunque fuera más feo de lo que es...

-No creo que lo soy tanto, Alifonsa.

-Vamos al decir, que es usté chumpao de cara, y tiene así un demontres de hocico de juriacagüevos; y dimpués es mal empernao de patas y malaspenas acanza a la talla... Pero, como yo digo cancia mí: sea el hombre honrao, que lo demás no vale dos anfileres.

-¿Es decir, no dándome por ofendido de la semelitura que acaba usted de hacer de mi personal, que usted corresponde a mis finezas?

-¡Ca! Entodavía no.

-Pero a lo menos no me negará usted su conversación cuando se la pida.

-Tocante a eso... puei que no... Y, mire, no me jeringue más, que pasucu a pasucu hemos allegao al portal de mi casa, y puei que la señora nos haiga echao ya el ojo.

-Entonces no canso más. ¿Y se puede saber en qué piso sirve usted?

-En el segundo.

-Pues ahora me retiro satisfecho... Por supuesto, con la condición de...

-¿Condición y tou, eh? Pus ándese con chunfleterías así, y verá si le echo encima toa el agua de la herrá y le hago dirse echando centellas.

-Vamos, no he dicho nada entonces. Quedar con Dios hasta... ¿hasta cuándo?

-Hasta que me dé a mí la gana.

-Corriente, y no hay que ofenderse, Alifonsa. Conque, a más ver.

Y tras esto se separaron Fonsa y su cortejante. Fonsa, bufando como una gata montés, subió las escaleras de su casa; su derretido galán siguió calle adelante, recorrió otras muchas y no se detuvo hasta que encontró al ciego de la bandurria. En Santander hay siempre un ciego que toca admirablemente este instrumento, y una mujer que le sirve de guía y le acompaña además con la guitarra.

-A las nueve en punto en la calle de San Francisco -dijo al ciego lacónicamente el mozo que le buscaba.

-No puede ser a las nueve: tengo una boda a esa hora.

-Pues a las ocho y media.

-Corriente. ¿Serenata o paseo?

-Serenata.

-¿Cómo se llama?

-Alifonsa.

-¿Doncella, zagala o cocinera?

-¿En qué piso?

-En el segundo.

-Está bien.

-Ahí va real y medio.

-No doy serenatas por menos de media peseta.

-No hace cuatro días la has dado por diez cuartos.

-Es que se ha subido el pan de entonces acá. Además, el nombre de aquélla era María.

-¿Y qué?

-Que casi todas las coplas las tengo arregladas a él por ser el más corriente; y las que no, se amañan en seguida diciendo Mariquita o Mariuca u otra cosa así. Créelo, es nombre muy socorrido. Al paso que Alifonsa... Vamos, te aseguro que tengo que hacer las coplas casi que de nuevo.

-Todo eso es pantomina y floreo para dorar la píldora; pero como yo no soy hombre que dejo de hacer una fineza por una insinificanza más o menos, ahí van los dos reales.

-Salú te dé Dios. ¿Y has de ir tú conmigo?

-Pues claro: enfrente de su portal te esperaré: allí me verá ésta.

-No hay necesidá de que te vea, porque yo, en cuanto doble la esquina, empiezo a echar el pasacalle, y ya me sentirás para decirme dónde han de ser los cantares. Conque vete descuidado.

-Pues adiós.

-Adiós.

Aquella misma noche, mientras Fonsa fregaba una cacerola, se dejó oír en la calle, al son de una bandurria bien tañida, este cantar entonado a dúo por las voces de un hombre y de una mujer:

«En ese piso segundo
vive la reina tirana
de un corazón que la adora
y estos cantares la manda».


Fonsa siguió fregando. Pero a este cantar siguió este otro:

«Alifonsa de mi vida,
prenda de mi corazón,
asómate a la ventana,
que debajo espero yo».


El cual cantar dio a entender a Fonsa que si la música no iba con ella, le faltaba muy poco. Otras dos copias, en las que entraba también el nombre de Alifonsa, persuadieron a ésta de que a nadie más que a ella se dirigía el obsequio. Entonces abrió el balcón de la cocina, se asomó a él y vio, a la luz de una cerilla que encendieron en la calle, la cara de su cortejante; y aunque esta nueva circunstancia no le dejaba la menor duda del objeto de la serenata, el siguiente cantar que se oyó abajo al asomarse ella al antepecho acabó de confirmarlo:

«Emperatriz de las Indias
quisiera nombrarla yo
a la hermosa cocinera
que se ha asomado al balcón».


Fuese que empezaban a hacer alguna mella en el pecho cerril de Fonsa las finezas de su adorador, o bien que la música por sí sola la fascinase, lo cierto es que la obsequiada mocetona se estuvo al balcón cerca de media hora escuchando la serenata.

Cuando se retiró de él, después de oír el último cantar, se encontró con que se le había resquemado la cena, con que lo había olido la señora y con que ésta la estaba llamando a gritos diez minutos hacía. Semejante falta fue la primera que cometió Fonsa en casa de sus amos, y también la primera que oyó en ella la dura reprensión que le echó la señora.

Aquella noche durmió muy mal entre los recuerdos de la serenata y los de la subsiguiente reprimenda: los primeros le sabían a miel; pero los segundos le hacían dar en la cama cada revolcón que temblaba la casa.


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