- I - editar

Nutrida de carnes, sana de color, ancha de caderas, roma de nariz, alta de pecho, alegre de mirada y frisando en los veintidós, Fonsa, hija de un viejo matrimonio cargado de trabajo, de arrugas y privaciones, era quien se llevaba la palma entre todas las mozas de su lugar. Rondábanla por la noche y bailábanla a porfía los domingos en el corro los mozos más gallardos; poníanle arcos de flores a la ventana durante la velada de San Juan, y la hacían, en fin, objeto de cuantas manifestaciones es susceptible la rústica galantería montañesa.

Pero Fonsa no era feliz, a pesar de todo. Su único hermano había marchado a América poco tiempo hacía, y dos amigas y convecinas que servían en Santander, se habían presentado en el pueblo con vestido de merino de lana y botas de charol. Lo primero la tenía en constante esperanza de ser señora; lo segundo la hizo reparar más de lo conveniente en que ella aún vestía bayeta y percal, y que, descalza casi siempre, se pasaba lo más del año cavando la tierra y sufriendo la inclemencia del sol y del frío. Por eso se dijo una vez, a su modo, por supuesto: «Mi hermano me ha prometido hacerme una señora principal, pero mañana u otro día; y de aquí allá, ya hay lugar para morirse de hambre. Yo podía, para entretener mejor el tiempo, irme a servir a Santander, donde dicen mis compañeras que se divierten mucho y comen y se visten bien y trabajan poco».

Y a Fonsa empezó a quitarle el sueño el condenado gusanillo de la ambición, que está haciendo y ha hecho en la Montaña más estragos que el oidium, la epizootia y el cólera juntos.

Los padres de la ilusa muchacha, tan pobres de criterio como de bienes de fortuna, soñaban como ella en riquezas y señoríos, y miraban con repugnancia la escasa tierra que labraban, como si no fuese capaz de prestarles lo necesario para cubrir sus cortísimas necesidades; así fue que, al conocer las pretensiones de Fonsa, en lugar de darle un par de moquetes por atreverse a aspirar a la lana y al charol de sus amigas, sin saber antes cómo lo habían ganado, y a abandonar a los pobres viejos al rigor de los trabajos campestres, superiores a sus ya cansadas fuerzas, aceptaron el plan como una inspiración de Dios, aunque con la condición precisa, porque los viejos eran honrados a carta cabal, de que Fonsa había de entrar a servir en casa conocida y de prencipios, donde se mirara por ella con interés.

La aspirante a sirvienta propuso en seguida a sus padres la familia de cierta doña Remedios que pasaba los veranos en aquella aldea, bien para servir en su casa, bien para que le buscase otra de su confianza. Y tan racional pareció la idea de Fonsa a su padre, que en seguida fue éste a la taberna, compró un pliego de papel y se plantó en casa de un mozalbete que tenía en el barrio fama de gran pendolista.

-Vengo -le dijo-, al auto de que me escribas una carta para doña Remedios, la de Santander.

El mozalbete dejó el enorme mazo con que encambaba un rodal, entró en casa, volvió a salir con un tintero de cuerno en la mano, y, puesto de rodillas delante del poyo del portal, escribió sobre el papel que le dio el padre de Fonsa lo siguiente, que éste le dictó rascándose la cabeza:

«Señora doña Remedios:

Para servir a usté y de toda mi satisfación: sabrá usté primeramente cómo la mi muchacha y nusotros deseamos que la muchacha pase a servir a casa de usté, o a persona de la comenencia de usté, porque la muchacha, como usté sabe, es honra, y nusotros, vamos al decir, y perdone la franqueza, semos muy hombres de bien por mar y por tierra y por el reondel del orbe. Si usté tiene a bien que la muchacha sirva en casa de usté, o en casa de su comenencia de usté, avisará tan aina como ésta llegue a ojos de usté; y si, pinto el caso, no llegara, avisará tamién pa ver de ponerle otra al mesmo tenor.

Y con esto no canso más; quédese usté con Dios, y mandar con franqueza. La mujer güena, gracias a Dios.

Portada. La muchacha es docilota y sofría, está en güenas carnes y es avispá de por suyo; güen genial y mejor voluntá.

Y no cansando más por ahora, pa servir a usté y finezas a la señora familia, me repito. Y con esto tendrá usté el honor de saber que es su vasallo con respeto y servidumbre y fineza,

Celigonio Calostros».

El pendolista arañó la pared para sacar polvos, cubrió con ellos la carta y la cerró con pan mascado; púsola el sobrescrito, y dándosela al tío Celedonio, llevóla éste a la estafeta del lugar.

Ocho días después contestó doña Remedios diciendo que había encontrado una casa de su confianza, en la cual podía servir Fonsa.

Entonces llamó tío Celedonio a su hija, y la habló en estos términos: «A Santander vas a dir, probe sí, pero con muchísima honra. Si sé que te sales de la casa onde te meta doña Remedios, sin el aquél de su permiso, y si, pinto el caso, faltas al respeto a tus amos o levantas los ojos del suelo cuando te reprendan, malos lichones me jalen si no voy a la ciudá y te traigo a casa entre ceviles. Y si, llevá de malas compañías, faltas al temor de Dios y te das a picos pardos, Nuestra Señora de las Angustias te ampare, porque yo te descuartizo».

Oído con respeto este sermón, Fonsa arregló su pequeño equipaje, cerróle en un arca de pino, y con ella sobre la cabeza salió de su pueblo dos días después, acompañada de su madre.

La cual hizo solemne entrega de su hija a doña Remedios, quien, a su vez, entregó la muchacha a la familia a que había de servir.

Volvió a oír Fonsa de boca de su madre el mismo sermón que le echó en el pueblo su padre, y convencida la pobre vieja de que dejaba asegurado el porvenir de su hija, compró un rosco de vasallón y se volvió tranquila a comerle con su marido al amor de los tizones, y a continuar bregando con los terrones y las vacucas.


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