Introducción a un cuento titulado «Averigua quién te dió»

Poesías sueltas
de José Zorrilla
Introducción a un cuento titulado «Averigua quién te dió»

Introducción a un cuento titulado «Averigua quién te dió»

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En una ciudad de Francia,
cuyo nombre nos estorba
para el verso, por ser bárbaro
para nuestra lengua armónica;
de una de sus viejas casas,
sita en una calle angosta,
a un miserable aposento
que con las buhardillas toca,
es donde, aunque nos humille,
la austera verdad histórica
nos lleva de la leyenda
hilvanada en estas hojas.

Lector, si tengo la dicha
de que ha tiempo me conozcas,
si de mis cantares gustas,
y con mis relatos gozas;
si eres de los que mis libros
con dulce indulgencia tomas,
cual pasatiempo inocente
de desocupadas horas,
ven a la pobre buhardilla
donde en la miseria moran
dos españoles que a Francia
trajo el Dios de las discordias.

Más, en verdad, me pluguiera
conducirte a una pagoda
india, o a un chinesco alcázar
de estalactíticas bóvedas
de cedro eterno y fragante
incrustado de oro y concha,
de marmóreos pavimentos
que orlaran densas alfombras,
de techumbres sostenidas
por columnas salomónicas,
basadas sobre elefantes
de negros pies y áureas trompas,
de salones alumbrados
por perfumadas antorchas,
con son de música y fiesta
estremecida su atmósfera;
circundados de jardines
encantados, de frondosas
arboledas, y cascadas
espumantes y sonoras;
pero, ¡ay, lector!, el Oriente
mi errante ingenio abandona
y cierra de la Edad Media
las caballerescas crónicas,
para contarte del siglo
de las luces una historia
tan tenebrosa y confusa
como su luz y sus glorias.
Entremos, pues, lector mío,
en una buhardilla lóbrega,
desmantelada y exhausta
de cuanto puede hacer cómoda
la vida humana, en los pueblos
civilizados de Europa;
donde el hombre a precio pone
la luz, el agua y la atmósfera;
en donde pagan derechos
y se venden y se compran
cosas que Dios nos da gratis
con mano opulenta y pródiga.
Entremos en una estancia
en la cual, doquier se posa
la vista halla una miseria
que el espíritu acongoja.
Sus paredes encaladas,
ni papel ni tela forran;
su pavimento no abriga
tapiz ni estera; las rotas
sillas en el pavimento
mal sobre sus pies apoyan;
su chimenea sin fuego
lanza por su negra boca
el aire, que en son medroso
por los tubos se encañona,
su hollín arremolinando
en su encuadradura cóncava.
De puertas ni de ventanas
los dinteles no decoran
coladuras ni cortinas;
ni espejos ni cuadros orlan
los lienzos de sus tabiques,
donde con su cal se empolvan
en mal enclavadas perchas
algunas raídas ropas.
Tal es la escena en que pasan
los hechos de estas memorias,
cuyo fin guarda el misterio
en sus regiones ignotas.
Entra, pues, a mi buhardilla,
lector, y entra sin zozobra,
que aunque haya en ella miseria,
hay virtud, nobleza y honra.
Entre este mezquino ajuar,
que ni la amuebla ni adorna,
tan fieros como infelices
mis dos españoles moran:
no causa su mal, ni el vicio
que nos aisla y desdora,
ni el crimen que nos infama,
nos envilece y agobia.
Políticas desventuras,
leyes de la suerte loca
que hoy hunde al que ayer alzaba,
les trae do se ven ahora.
Por eso su mal presente
con noble fiereza arrostran,
ramas que asidas al tronco
del árbol que el viento troncha
y unidas a él las arrastra,
mas arrancarlas no logra;
mis dos escondidos son
víctimas de una ominosa
guerra civil, cuyos duelos
siempre en la patria se lloran;
siempre de duelo se viste,
y sólo pesares brota
cuando sus hijos la riegan
con su sangre generosa.
Los dos pobres españoles
que en esta buhardilla moran,
son dos mancebos. El uno
lucha tendido en la alcoba
con la fiebre y las angustias
de una enfermedad penosa;
el otro, mientras le vela,
aprovechando las horas
y la última luz del día,
sentado a una mesa coja,
delante de la ventana,
las emborronadas hojas
de un manuscrito embrollado
en limpias páginas copia.
De cuando en cuando al enfermo
el rostro pálido torna,
contemplándole un instante
con mirada melancólica;
y viendo que aquél prosigue
sumido en febril modorra,
a sus papeles se vuelve,
y en su trabajo se engolfa.
Mas no pudiera ocultarse
a una vista observadora,
que en su tarea se empeña
con impaciencia afanosa;
pues apresurado escribe,
palideciendo de cólera
a cada instante que pierde,
cuando duda o se equivoca.
Diez páginas aún le faltan
y a él en su afán se le antoja
que se trabajo se alarga
conforme el día se acorta.
En vano la luz postrera
de la tarde nebulosa
aprovecha rayo a rayo,
y su tinta gota a gota;
conforme llena la página,
conforme la pluma moja,
la luz se le desvanece
y la tinta se le agota.
Algunas veces al cielo
mira con ojos que imploran
el milagro de Josué
que alargó un día unas horas;
y a un candelero sin vela
vuelve sus miradas otras
con fuego tal, que, a tenerlo,
la incendiaran por sí solas.
Mas todo su afán es vano;
el día expira, la lóbrega
noche que va entenebrándose,
la estrecha ventana entolda;
las letras se le confunden,
y al cabo la pluma arroja,
viendo que no las distingue
sobre el papel do las forma.

Vencido el desventurado
por fuerza más poderosa
que la suya, y atrás viéndose
dejar por las voladoras
alas del tiempo, a quien nadie
puede atajar, se abandona
a un desaliento sombrío;
las lágrimas se le agolpan
a los párpados, y de ellos,
antes que saltando corran,
su faz con las manos cubre,
la frente en la mesa apoya,
y piensa… ¡ay! en las miserias
que al espíritu aherrojan
a la materia; mefítico
ambiente que le sofoca.
Piensa en que ha pasado el día
en que prometió su copia
presentar, y que su precio
era su esperanza sola;
piensa en que sin esa suma,
necesaria cuanto corta,
carecerán de alimento
un día más dos personas,
a quienes tal vez esperan
a la una muerte muy próxima,
y a al otra en el desamparo
desesperación rabiosa.
Piensa, ¡oh miseria!, en que el dueño
de su casa, a quien enojo
darla a extraños insolventes,
de quien ni fía, ni cobra,
le recordará mañana,
con voz acaso injuriosa,
que expira el último plazo
que se otorgó a su demora.
Piensa, en fin, en que es inútil
en tan dura y perentoria
posición pensar en nada,
y en su dolor se desola.

Y estaba el pobre mancebo,
velada la faz llorosa
en las palmas de las manos,
demandando al Dios que adora
en aquel amargo trance
una idea luminosa,
una muerte oscura y rápida
o un ángel que le socorra,
cuando una mano discreta,
con precaución misteriosa,
dió en la puerta un golpecito,
esperando que a él respondan.
Alzó la cabeza el mozo,
y sus miradas absortas
sobre la puerta fijando,
menos que inquietas curiosas,
dijo: «Adelante»; y abriéndola,
en la masa tenebrosa
del vacío de su cuadro
percibió la móvil sombra
de una mujer, cuyo rostro
un velo espeso encapota.