Fragmento de la leyenda inédita «Los dos resucitados»

Poesías sueltas
de José Zorrilla
Fragmento de la leyenda inédita «Los dos resucitados»

Fragmento de la leyenda inédita «Los dos resucitados»

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Era esa hora dulce y melancólica
que a la meditación dispone el alma,
intermedio del día y de la noche,
nudo que al sol con las tinieblas ata.
Era esa hora misteriosa y trémula
cuyos minutos, de la luz escala,
reciben de la luz todas las tintas,
desde la más oscura a la más diáfana.
Era esa hora en que el gorrión casero
se acoge al hueco de la hendida tapia,
o a los aleros de la troj que roba,
o a los manojos de la espesa barda;
y allí, cercado de su tribu nómade,
gárrulo pía al procurarse cama,
advirtiendo a los hombres sus vecinos
que un día más de su existencia pasa,
que hizo la noche Dios para el reposo,
y que cuanto ser vivo vuela o vaga,
se busca una guarida en las tinieblas,
y a su ley obediente duerme o calla.

Era esa hora última del día
cuya influencia misteriosa y mágica
a lo maravilloso predispone
las imaginaciones entusiastas;
esa hora febril en que el poeta,
el loco y el fanático se exaltan,
en que el supersticioso y el amante
sueñan, y los enfermos se recargan.
Era esa hora en que el nervioso Vigo
en torno de su le cho y de su estancia
creía ver en sus delirios vagos
ir y venir quiméricos fantasmas.
El cárdeno fulgor del sol poniente,
que desde encima de la azul montaña
la última luz de su inmortal flamero
sobre la tierra espléndido derrama,
con resplandor de incendio reverbera
sobre los vidrios que su azul refractan,
tornando de su cámara el ambiente
en rojo pabellón de ópalo y grana.
Vigo, con vista débil todavía,
contempla las imágenes fantásticas
que sobre la pared y el pavimento,
rotos por el cristal, sus rayos trazan.
Los tembladores rayos del sol que huye,
que de color a cada punto cambian;
fundiéndose en espléndidos losanges,
cuadros, estrellas, círculos y bandas.
Vigo los ve que en el tapiz se extienden
y poco a poco a la pared avanzan,
y la frisan y trepan por sus lienzos,
hasta que el techo trémulos asaltan;
y allí, en mil arabescos caprichosos
de mil colores y ondulantes rayas,
vacilan, se confunden, se amortiguan,
y se van con el sol, que ser les daba;
y queda el aposento tibiamente
iluminado con la tinta pálida,
desleída, uniforme y fugitiva
del nocturno crepúsculo que baja.
Vigo lo ve, y absorto lo contempla
solo en su alcoba, y la vacía sala
recorre y goza con el mismo miedo
que le infunde esta escena solitaria.
Y he aquí que en el silencio que le cerca
sintió la puerta abrir, y unas pisadas
que de él se aproximaban cautelosas,
entre el rumor de la ondulante falda
de un vestido de seda crujidora,
y percibió un sombra que robaba
de su alcoba la luz, y vió por último
entrar en ella una mujer velada.
Vigo cerró los ojos, de su mente
febril antojo e ilusión juzgándola;
y la mujer, creyéndole dormido,
alzó la blonda que su faz velaba.
Era una joven pálida y hermosa,
de esa oriental irresistible raza
que tiene en sus pupilas de azabache
la luz del genio y el mirar del águila.
Contempló al español por un momento
con expresión que a describir no alcanza
pluma ni voz, y un ósculo en su frente
depositando, díjole: «Descansa:
Yo te amo, bien mío, y por ti velo
a la par con el ángel de tu guarda.»
Abrió Vigo los ojos, dió ella un grito,
y, cubriendo su faz, se esquivó rápida.

II.

Quedó dudando si soñó el mancebo,
buscando aún en derredor con ansia
su halagüeña visión, si fué delirio,
si mujer, su presencia y su palabra;
mas en vano buscó y esperó en vano
que por segunda vez se destacara,
sueño o mujer, su aparición dichosa
del fondo azul de su vacía cámara.
En ella ve no más la chimenea,
cuya lumbre se extingue abandonada,
y los muebles inmóviles y mudos
de una atmósfera turbia entre la gasa.

El crepúsculo mengua; más espesa
se extiende cada vez la sombra parda;
las tinieblas que caen sobre la tierra,
creciendo sin cesar, el día apagan;
Vigo, no más en su visión absorto
y en su febril deseo de evocarla,
sus ojos en la sombra ya incolora,
por si la torna a ver, avaro clava.
Aquella aparición, que no comprende
si no como incorpórea y sobrehumana,
trastornando su ser con su presencia,
su existencia mortal dejó encantada.
Aquella voz dulcísima resuena
en sus oídos, como el son del agua
de fuente oculta que en el seco estío
bajo del césped escondida mana.
Aquel aliento perfumado y suave
que le oreó la frente acalorada,
dejó en su faz la virginal frescura
del primer soplo matinal del alba.
Aquella misteriosa y no pedida
declaración sincera y espontánea
de un generoso amor, que por él vela
y que con el de su ángel se compara,
hizo en su corazón, con el recóndito
y hondo poder de voluntad simpática,
fermentar ese amor único y ciego
que en la vida una vez nos avasalla;
ese amor solitario, irresistible,
voraz, que nace al parecer sin causa,
que ahoga todo amor, todo recuerdo
del corazón en cuyo centro arraiga:
ese amor cuyo germen atesora
toda alma ardiente para amar creada,
y que brota violento, repentino
al contacto magnético de otra alma,
cuyo amor corresponde con el suyo,
porque nace con ella apareada;
y una a otra sus átomos fecundos
se envían sin cesar como las palmas.
Esta tapada, en fin, incomprensible,
que dejó en pos de sí de rosa y ámbar
perfumada la atmósfera, en su espíritu
semillas de salud dejó sembradas.
Semillas tan prolíficas que, al fuego
fecundador de su pasión romántica,
brotarán vigorosas, siendo a un tiempo
salud del cuerpo y torcedor del alma.

Porque tal es la condición efímera,
la vanidad de la ventura humana:
una pasión nos nutre y nos alienta
con la ponzoña vil con que nos mata.
¿Qué es la felicidad? Una quimera,
una ilusión aérea y fantástica,
que encanta el corazón porque la mira
a través de la luz de la esperanza;
y esta ilusión que tras de sí nos lleva
desde la cuna hasta el sepulcro, santa
o precita, nos salva o nos condena…
¡Feliz aquel a quien la suya salva!
Esta ilusión, encanto de la vida,
gloria o condenación, impura o cándida,
Vigo percibe que en su ser dispuesta
a salvarle o perderle se levanta;
y como todo cuanto nace, bella,
como la flor, el manantial, el alba,
como la vida, en fin, cuando nos abre
por la niñez su extenso panorama,
le embelesa, le atrae y le seduce,
de amor le ciega, de placer le embriaga;
y en el éter lumíneo de los sueños
mece su corazón sobre sus alas.
A una vida mejor renace Vigo
con la luz del amor iluminada;
una sombra le ha dicho «yo te amo»,
y de una sombra enamorado, la ama.
¿Será su salvación, será su pérdida
esa ilusión que tras de sí le arrastra?
Dios lo sabe no más: Vigo se duerme
dentro del corazón acariciándola.

Cerróse en tanto lóbrega la noche;
a poco, y a la hora acostumbrada,
volvió García de la imprenta, y como
suele, con tiento penetró en la estancia.
Encendió una bujía, y colocando
en torno de la luz una pantalla,
se dirigió a la alcoba de puntillas;
miró con precaución: Vigo descansa,
el rostro vuelto a la pared, las ropas
en desorden, caídas las almohadas,
pero tranquilo, en apacible sueño:
no osó García interrumpir su calma.
Entornó de la alcoba las vidrieras,
puso en velador la luz, las brasas
atizó, tendió leña en los morillos,
y aire para atraer bajó la plancha.
En este punto, en el sillón mullido
al extenderse y reclinar la espalda,
vió una carta, a propósito sin duda
sobre la chimenea colocada.
Viene a su nombre dirigida, y trae
los sellos del correo: ábrela y halla
un segundo billete de mil francos,
y en la primera hoja esta palabras;
«Para que Vigo convalezca y viva
como debe y desea quien le ama.»
A cuyo anuncio explícito, García
frunció las cejas y guardó la carta.

III.

Se dirigen a él, más es a Vigo
personalmente a quien se da y se ama.
Aquí García, sin poder consigo,
tomando a pecho la cuestión, exclama:
«Bueno es tomar; pero si yo prosigo
en recibir por el que está en la cama,
pregunto: ¿Seré yo o será mi amigo
quien ajuste las cuentas con la dama?
En negocios de francos todo cabe:
reflexionemos: la cuestión es grave.»
Y mohino tal vez, tal vez confuso,
vueltas a dar a la cuestión se puso,
y aquí a mi turno, y sin poder conmigo,
entrando en la cuestión por cuenta mía,
caviloso a mi vez, pregunto y digo:
¿Qué fué, lector, lo que amoscó a García?
¿Creyó que quien dineros da a su amigo,
al fiárselos duda o desconfía?
¿O allá en su corazón envidió a Vigo
el dinero y amor que él no tenía?
García es hombre, y en el hombre cabe
mucha ruindad; mas la cuestión es grave,
lector, y lo mejor que a mí me ocurre
es discurrir con él, pues él discurre.

IV.

García con su razón
consultó si en caso tal
le estaría bien o mal
ingerirse en la cuestión.
Si Vigo en su corazón
tiene un amor tan guardado,
que hasta de él ha recatado
de su pasión el secreto:
¿no podrá ser indiscreto
darse de él por enterado?

Si a Vigo una mujer ama
y Vigo su amor no sabe
(lo que en lo posible cabe)
¿no parecerá una trama
de García, en que la dama,
presa de un amor sincero,
paga su amor en dinero
con hidalga bizarría,
haciendo un papel García
indigno de un caballero?

Mas si es común su pasión
y el secreto es necesario,
¿no es o ruin o temerario
el terciar en la cuestión?
Secretos del corazón
y negocios de interés
se arreglan mal entre tres;
mas si para hacer lo hecho
no hay en la mujer derecho,
¿qué dirá Vigo después?

Si Vigo, de ella ignorando
la pasión (que puede ser
un secreto de mujer),
la cosa a pechos tomando,
rehusa altivo en sanando
aceptar de ella el favor,
y lo hace cuestión de honor,
indigna de su hidalguía…
¿cómo ha de pagar García
ni el dinero ni el amor?

Mas si ambos, con excesiva
discreción inmotivada
(que en amistad tan probada
raya casi en ofensiva),
con desconfianza esquiva
le recatan su pasión,
¿no será puesto en razón
que cuando él se la sorprenda,
García se desentienda
de semejante cuestión?

Además, la que le envía
billetes para su amigo,
dice que son para Vigo;
es decir, que o desconfía
de él o intenta que García
palpablemente comprenda
que no quiere que se extienda
a él su generosidad;
y es natural, en verdad,
que esta conducta le ofenda.

Mas García, que ya ha amado,
no puede perder de vista
que el amor es egoísta,
exclusivo y malcriado;
sabe que el enamorado,
de su pasión a la llama
no ve más que lo que ama;
y en su amor ciego por Vigo,
si ofendía o no a su amigo
no vió al escribir la dama.

García, pues, que comprende
que no es más que una advertencia
de amor, de su impertinencia
no se cura ni se ofende;
coger empero pretende,
con maña, fuerza o instinto,
un hilo del laberinto,
para que, ya que está dentro,
no se halle preso en el centro
de su intrincado recinto.

Mas es la dificultad
más enojosa del caso
que no puede dar ya un paso
por su propia voluntad;
creyendo la caridad,
aunque excesiva, sincera,
tomó la ofrenda primera
como un aceptable don
de un rico de su opinión.
¿Y quién tal no supusiera?

Pero he aquí que en el punto
en que la carta siguiente
le declara llanamente
que, con el billete adjunto,
van jugando en el asunto
dos mil francos, que a ofrecer
viene a Vigo una mujer
por una razón de amor,
García se halla pero
en la cuestión hoy que ayer.

Suponiendo el primer don
delicadeza estimable
de un buen realista, aceptable
en su mala situación,
le admitió en la convicción
de que traía consigo
la fe de un común amigo;
mas la carta sale ahora
con que es don que una señora
le hace, no a él, sino a Vigo.

Siendo a Vigo a quien se da,
siendo a Vigo a quien se ama,
y el secreto de una dama
siendo lo que en juego está,
García, que a ciegas va
parte a tomar desde luego
en tan misterioso juego,
¿de qué carta ha de tirar
para no manifestar
que está fallo y que va ciego?

Si acepta, puede ofender;
si rehusa, puede errar;
mas ya para rehusar
lo ofrecido, es menester
lo tomado devolver;
mas ¿cómo y a quién? Es grave
la situación, y no sabe
del laberinto en que está
cómo salir. ¿No podrá
Vigo al fin darle la llave?

Pero sobre todo tiene
García en su corazón
otra secreta razón
que alegar no le conviene;
mas resuelto le mantiene
a permanecer neutral
en cuestión tan capital:
una razón cimentada
en una quimera… en nada:
razón propia, personal.

Y he aquí su razón: García
cree en la influencia simpática
con superstición fanática:
desde niño es su manía.
Pues bien; desde el primer día
en que a la tapada vió,
por ella en su alma sintió
antipatía mortal,
y algo en ella de fatal
sorprender se le antojó.

¡Manía acaso insensata!
Sólo la ha visto un instante,
y ése, cubierto el semblante,
mas le hizo impresión ingrata:
de modificarla trata,
sintiendo que es sin razón
pro pura imaginación
figurarse mal de quien
recibimos sólo bien,
favor y satisfacción.

¿Existe la simpatía?
¿Es un capricho embustero
o un instinto verdadero?
Sea instinto, sea man,
es más fuerte que García;
y aquella voz musical,
y aquella forma ideal
recatada entre las ondas
de la seda y de las blondas,
le hacen a García mal.

No es que de aquella tapada
de incivil ni de villano,
de desdeñoso o liviano
el exterior tenga nada,
no; su figura velada
es atractiva, es simpática,
su mano es aristocrática,
si persona exhala esencia
de rosas… mas su presencia
le es a García antipática.

Su voz llena de armonía
y de inflexiones graciosas,
su africano olor a rosas
y su ser de poesía
lleno, enojan a García;
de esa mujer, cuya huella
misterioso hechizo sella,
que fascina y embebece,
los encantos aborrece
sólo porque están en ella.

Razón tan sin fundamento,
mas para él más poderosa
cuanto más supersticiosa,
trabaja su pensamiento;
un negro presentimiento
que le acosa y le marea,
le hace vueltas a esa idea
dar… y torvo y cejijunto,
cavila sobre el asunto
sentado a la chimenea.

Y harto, al fin, de discurrir
sobre lo que de be hacer,
acabó por resolver
esperar y recibir:
Si Vigo le quiere abrir
las puertas de aquel misterio,
bien: si continúa serio
y en silencio encastillado,
él seguirá por su lado
mudo como un cementerio.

Y esperando, al fin vendrá
tras incertidumbre tanta
un día en que de la manta
el demonio tirará;
alguno que rompa habrá
de aquel enigma la valla,
y siempre quien busca halla
como aguardar tiempo y modo
sepa; y al fin da con todo
quien oye, ve, espera y calla.

Esperar, pues, resolvió;
y como es hombre tenaz
y de ejecutar capaz
lo que una vez decidió,
al tiempo correr dejó;
y al fin vió llegar un d
en que, débil todavía,
pudo Vigo levantarse
del lecho, y vino a sentarse
junto al fuego con García.

Mejor dicho, éste le trajo
casi en brazos a un sillón,
do, metiendo un almohadón
de su cabeza debajo,
sin riesgo de él ni trabajo
suyo, del fuego al amor,
le arrastró; mas, previsor,
del hogar le puso a un lado,
con el rostro resguardado
del tufo y del resplandor.
Aproximóle después
el velador, do apoyó
Vigo el codo, y le arrimó
un taburete a los pies:
hecho lo cual, según es
cuando hay fuego su costumbre,
se puso a atizar la lumbre,
con precaución diplomática
sobre Vigo de la plática
echando la pesadumbre.

Vigo empezó desde luego
a tender en derredor
un ojo escudriñador;
García, como si ciego
fuese y mudo, atiza el fuego,
dejando a Vigo mirar:
éste tiende sin cesar
doquier absorto la vista;
García, empero, no chista,
ocupado en atizar.

Al fin y al cabo, hecho cargo
de las novedades Vigo,
posó la vista en su amigo;
éste, por lo visto, es largo
para el fuego, y sin embargo
como al par García espera
y Vigo se desespera
con ganas de platicar,
Vigo acabó por trabar
diálogo de esta manera.

V.

Diálogo: Vigo-García

VIGO. Parece que prosperamos.
GARCÍA. Ya lo ves.
VIGO. ¡Y a quién debemos
la fortuna en que nos vemos?
GARCÍA. Yo espero que lo sepamos.
VIGO. ¿Lo ignoras tú?
GARCÍA. Sí, a fe mía.
¿Y tú?
VIGO. ¡La pregunta es brava,
pardiez! Yo, que sin mí estaba,
¿qué he de saber?
GARCÍA. Pues creía
que tú me pudieras dar
sobre ello luz, ya que no
explicarme el caso
VIGO. ¿Yo?
GARCÍA. Tú
VIGO. Si es que quieres guardar
un secreto que a ti solo
te pertenece, no insisto:
haré como que no he visto,
y allá te entiendas.
GARCÍA. No el dolo,
pero ni aun el disimulo
cabe en mi carácter, Vigo:
lo sabes bien.
VIGO. Pues te digo
lo mismo: y como calculo
que ni tú ni yo en un día
podemos genio cambiar,
te lo vuelvo a preguntar:
¿quién nos protege, García?
GARCÍA. Vigo, si de buena fe
tu pregunta me reiteras,
me desoriento de veras.
VIGO. ¿Por qué?
GARCÍA. Porque no lo sé.
VIGO. Creo que me mixtificas:
porque cosas estoy viendo
cuyo origen no comprendo.
GARCÍA. Mas tú, ¿cómo te lo explicas?
VIGO. ¿Qué sé yo? Ingenioso eres
y hombres habrás encontrado
que te ayuden.
GARCÍA. ¿No has contado
tú por ti con las mujeres?
VIGO. ¡No te entiendo!
GARCÍA. ¿Es menester
al fin que rompa yo el fuego?
VIGO. Ya tardas.
GARCÍA. Pero que luego
no te vayas a ofender.
VIGO. ¡Jesús, cuánto circunloquio!
Acaba, y dime si quieres:
¿a qué pones las mujeres
por cabeza del coloquio?
GARCÍA. Porque ha sido una mujer
quien te trajo esta fortuna;
ve, pues, si sabes de alguna
que te la pueda ofrecer.
VIGO. ¿Yo? ¡No, a fe de caballero!
¿Y tú?
GARCÍA. ¿Yo? ¡Ni por asomo!
A ti te la envía.
VIGO. ¿Cómo?
GARCÍA. Del mejor modo: en dinero.
VIGO. Yo jamás recibiría
dinero de una mujer,
la mía propia a no ser
o madre o hermana mía.
GARCÍA. Antes de llegar a esposa
puede una mujer…
VIGO. No tal:
una mujer principal
no puede ser otra cosa.
GARCÍA. Sin que muy principal sea,
puede venir ocasión
en que sirva de escalón
una mujer.
VIGO. ¡Cosa fea!
Yo no comprendo el amor
sino leal; y a mi ver,
engañar a una mujer
sólo es de hombres sin honor.
Amor es juego o comercio
hoy; mas ni en comercio tal
meto yo mi capital,
ni en juego tan bajo tercio.
GARCÍA. Los caprichos de mujer
pueden a un hombre servir:
diz que eso es saber vivir.
VIGO. Eso en Francia puede ser;
que aquí, doquier que haya francos,
hay un negocio; y por ellos
las pulgas se hacen camellos,
los negros se vuelven blancos.
GARCÍA. En Francia estás.
VIGO. Así es;
mas si en Francia me enamoro,
siempre pondré mi decoro
más alto que mi interés.
GARCÍA. No se manda el corazón.
VIGO. Esa es mi opinión, García;
y acaso al mío algún día
humille una ruin pasión;
que una pasión verdadera,
ciega, idólatra, exaltada,
ni ve, ni respeta nada,
ni juzga, ni considera;
y el hombre más caballero
puede enamorarse al fin
de una mujer baja o ruin,
mas no vender al dinero
lo que hay en él de mejor.
Sé que nos ciega y nos vence,
por más que nos avergüence
después tal vez el amor;
mas no me conoces bien
si puedes pensar de mí
que abuse, y menos aquí,
de mujeres que me den.
GARCÍA. Pues de lo dicho a pesar,
bien tu memoria registra,
y ve si te suministra
una de quien sospechar.
VIGO. ¿Qué pueda dinero enviarme?
GARCÍA. Sí.
VIGO. No la hay.
GARCÍA. ¿Ni por amor?
VIGO. Mucho menos.
GARCÍA. Pues, señor,
a no que debas guardarme
secreto que no sea tuyo,
con este enigma no acierto.
VIGO. Mi corazón te está abierto.
GARCÍA. Pues respóndeme, y concluyo.
Si hubiera yo enfermo estado
o en una situación crítica,
de esas que trae la política…
próximo a ser fusilado
verbigracia, y para mí
te viniera una mujer
para salvarme a ofrecer
oro, ¿lo aceptaras?
VIGO. Sí.
GARCÍA. ¿Sin consultarme?
VIGO. Sin duda;
pues te había de querer
muchísimo esa mujer
que viniera así en tu ayuda;
y al tratarse de tu vida,
maldito si andaba yo
reparando si era o no
mujer, hermana o querida.
GARCÍA. Gracias, Vigo: un grande peso
me quitas del corazón.
VIGO. ¿Por qué?
GARCÍA. Porque es la ocasión
de revelarte que es eso
lo que yo he hecho contigo.
VIGO. ¿Recibir de una mujer?
GARCÍA. ¿No pude contigo hacer
lo que tú hicieras conmigo?
VIGO. Pruébalo.
GARCÍA. ¿No hay pruebas hartas
en la mudanza que ves?
VIGO. Otras quiero que me des.
GARCÍA. Pues toma ese par de cartas.
Lo cual diciendo García,
al buen Vigo presentó
las cartas que recibió;
y Vigo, que todavía
comprendido bien no había,
perdido en el circunloquio
de tan extraño coloquio,
abriólas con avidez,
mientras García a su vez
hacía este soliloquio:
«Que la traiga Lucifer,
o que nos la envíe Dios,
él verá cómo ha de ser
que venga hoy una mujer
a meterse entre los dos.»