Infanticida de Joaquín Dicenta
Capítulo V


El abandono del marqués fue para Hortensia como un mazazo en pleno espíritu. Durante un mes vivió aplastada, embrutecida, sin darse cuenta cabal de su desventura. Al llegar la hora de sus entrevistas con Pedrañera, se encaminaba al cenador, de puntillas, dando atrás el rostro, procurando no hacer crujir la arena, guardando precauciones iguales a las de aquel, para siempre desvanecido entonces.

Caída contra el banco de césped, que sirviera de almohadón a su rendimiento, contaba los segundos; valíase para ello del tic-tac de su corazón. Poco a poco su cabeza iba desmayando en el pecho, la luz se apagaba en sus ojos, la esperanza en su espíritu. Dos lágrimas, cuajando entre los párpados, se tendían, sobre ellos, para transparentar la contracción dolorosa de las pupilas. Después se recogían, oscilaban en el pestañal y caían de golpe.

Otras dos lágrimas cuajaban lentamente en el espacio que las caídas dejaron libre.

En presencia de sus padres y hermanos, Hortensia permanecía abstraída, sin proferir frase, con pretexto de lectura o de labores. Temía que la delataran sus ojos, que la denunciara su palidez, que la verdad brotase impulsivamente por su boca, en borbotones de palabras.

Las noches eran de crueles insomnios, de visiones que se abocetaban en la obscuridad de su alcoba, con desdibujos espectrales.

Ya surgía en un ángulo, encogiendo los hombros, mofándose de su credulidad, la figura de Pedrañera, con sus claros ojos y su bigote borgoñón. Tendía ella los brazos en ademán de retenerle, y Pedrañera se eclipsaba, dejando tras su sombra el eco de una burlona risa. Otras veces era el hijo por nacer quien se la aparecía; pero no pequeño, sonrosado, gentil, con trazas de ángel, sino monstruoso, enorme, enderezando hacia la madre sus brazos amenazadores, engarfiando en ella sus uñas y arrastrándola al borde de un abismo, en cuyo fondo hormigueaba una multitud rencorosa, aguardando su caída para cebarse en ella. En otros momentos, eran sus hermanos, sus padres, quienes avanzaban a su encuentro, execrándola, maldiciéndola, pidiéndole cuentas de su culpa, condenándola sin apelación al abandono y a la infamia.

Y la condenarían en la realidad como en visión la condenaban. ¡Pobre de ella si su falta llegaba a descubrirse!... ¿Cómo evitarlo? ¿A quién acudir en demanda de apoyo?

¿A su familia? Fuera adelantar el castigo. ¿A sus amistades? Fuera anticipar los desprecios y las repulsas. Estaba sola, ¡sola! Entregada a sí misma. Quien debió protejerla había huido; el protector convirtióse en verdugo. ¡Infame!... Y el hijo del infame seguía golpeando en el vientre de la hembra abandonada, tomando carne y vida, disponiéndose a venir al mundo.

Pensando así Hortensia sentía apoderarse de su alma un espanto invencible, que traía aparejado un odio, invencible también, a la criatura en formación. ¡Ah si pudiera hacerla desaparecer! Pero ¿cómo? Estaba bien cogida a la entraña. Disimular hasta que el momento llegase, era el recurso único de Hortensia. Cuando el momento llegase ya resolvería. ¡Hasta entonces!... Menos mal que su hermana Concha estaba ausente en un viaje por el extranjero, del que tardaría en volver; menos mal que los ojos de su madre, casi del todo ciegos, compliceaban el engaño. Los hombres... Con ellos no es difícil el disimulo. ¡Ay si ella tuviera a quién dirigirse, a quién volverse en demanda de caridad y auxilio!...

A nadie tenía. Buena prueba de ello alcanzó una tarde en que, obligada por los suyos, hubo de salir a paseo. Acompañabanla sus padres, doña Jesusa y el hermano mayor.

Llegados al Retiro, tomaron padres y hermano asiento en un banco inmediato a una plazoleta.

Hacia la plazoleta se encaminó Hortensia, acompañada de doña Jesusa, y por la plazoleta vio desembocar a una señora que correteaba tras un chicuelo de dos años.

El chiquillo tropezó con las faldas de Hortensia y dio con su cuerpecito en el suelo. Alzóle Hortensia, llegó a ella la madre del rapaz en actitud de gracias, y al enfrontarse, al reconocerse, las dos mujeres exclamaron:

-¡Julia!

-¡Hortensia!

¡Fue irreflexivo impulso en las antiguas condiscípulas del Sagrado Corazón de Jesús. Con el recuerdo de su niñez relampagueándoles en los ojos y en la sonrisa, cayeron la una en brazos de la otra.

Doña Jesusa, con el asombro pintado en su fisonomía imbécil, retrocedió hasta el banco donde asentaba la familia.

-¡Hortensia... Hortensia!... -murmuró

-¿Qué? -preguntó Francisco.

Véanla ustedes. Está allí. Abrazada con doña Julia... Vamos, con aquella Julita...

A un tiempo se pusieron en pie los dos hombres y la madre de Hortensia. Don Antonio, avanzando hasta el grupo que formaban Julia y Hortensia, gritó a ésta con voz dura:

-¡Hortensia! ¡Pronto!... Ven aquí. Ese no es tu sitio.

-Sí, ve, ve -exclamó Julia-. Y gracias por este momento de sincera amistad. Ve con los que ni olvidan, ni perdonan, ni entienden.

Y cogiendo en brazos a su hijo, le alzó en alto y le hizo ondear en el aire, como una bandera de amor.

-¿Has olvidado -decía entretanto a su hija don Antonio, con asentimiento de los demás-, has olvidado que esas mujeres no deben ser tratadas, ni aun miradas por la gente de honor? Eso está fuera de la sociedad; eso no merece más que desdén y afrenta. A quienes hacen lo que Julia, se las vuelve la espalda y se las deja pasar de largo. Maldita ella y cuantas como ella proceden.

No era en aquellos padres, en aquellos hermanos, en aquella sociedad suya en los que hallaría Hortensia acogimiento y, compasión. Estaba sola. Perdida para todos y para todo.

Y la joven, dejándose caer en el diván que decoraba su antealcoba, rompió a llorar y apretó con rabia los puños en el hueco de sus caderas.