Infanticida de Joaquín Dicenta
Capítulo VI


Por su cuenta faltaban dos meses para que el suceso arribara; y, sin embargo, aquella noche, a poco de acostarse, sobre la una de la madrugada, experimentó Hortensia un extraño desasosiego, una convulsión en todo su organismo a la que siguieron sordos y espaciados dolores.

¿Sería...? Pero ¿cómo tan pronto? Ella pensaba en resolver, en determinar alguna cosa que salvara el conflicto. Sólo que había imaginado disponer de más tiempo. Si ello ocurría ahora, el conflicto resultaba más grave. ¡No, no era posible!... No podía haberse equivocado a tal punto.

¿Posible? Cierto era. La criatura se adelantaba en dos meses al tiempo natural. Las presiones, fajamientos y artes empleados por Hortensia para disimular su falta, aceleraban el advenimiento del infante. No como en claustro, como en cárcel vivió éste; sentía que le trataban mal, que no era amado en su nido de carne y se daba prisa a dejarlo, a buscar espacios nuevos donde vivir más querido y más libre.

Para conseguirlo desgarró la entraña maternal. Hortensia ahogó entre sus dientes un grito que se le encaramaba por la garganta arriba. El miedo la hizo fuerte; el terror, heroica. Aferrándose con las manos convulsas a los barrotes de la cama; mordiendo las sábanas para amordazar ayes; contrayendo fieramente los músculos para avivar el lanzamiento; a obscuras, sin ruido, buceando con los ojos la sombra, en criminal que realiza un atentado, no en madre que cumple un ministerio augusto, esperó el último dolor, el desgarramiento postrero.

Este advino con un crujimiento bárbaro de los huesos, con un brutal empujón de la entraña. El instinto obligó a la hembra a desprender de su carne al hijo, a darle cédula de criatura libre. Algo rodó sobre la cama. La mujer recoleta, inmóvil, puso hacia fuera la atención. Allí estaban sus enemigos; los que serían sus verdugos a descubrirse el hecho. Nada oyó; un gran silencio venía de los interiores de la casa; en el jardín cimbreaban, a impulsos del viento, las ramas de los árboles; la luna cabeceó por entre dos nubes. El tallo de un rosal trepador golpeaba contra la vidriera de la alcoba.

Súbito, un quejido tenue apenas perceptible, rompió el silencio de la noche. Era la criatura saludando a la vida. El quejido aquél, acentuándose gradualmente, se convirtió en sollozo. El chiquillo rompió a llorar.

Hortensia, al oír este llanto, saltó sobre la cama, trémula, dominada por el espanto. No tuvo en aquel segundo más que un pensamiento: hacer que el niño enmudeciera. ¿Cómo? De cualquier modo.

-¡Qué no llore! ¡Qué no llore más! ¡Qué no le escuchen!

Esta era la idea fija, incrustada a golpe de miedo en el cerebro de la madre; para lograrlo comprimió con mano nerviosa, terrible en el minuto aquel, la boca del recién nacido. Este procuró defenderse llorando con más fuerza. Hortensia, temiendo que oyeran sus padres el llanto, que éste la denunciara, apretó con la mano que le restaba libre la garganta del pequeñuelo. Fiebre y terror la enloquecían a la vez. Apretó, apretó con furia, con rabia, con frenesí de tigre que desgarra su presa. Sus uñas penetraban en la carne infantil, agujereándola, rompiéndola.

De pronto el niño cesó de llorar. Un rayo de luna que penetraba por el cristal de la ventana y caía sobre el infantito como una plegaria de nieve, se lo mostró a la madre.

La asfixia le había ennegrecido el rostro. Sus ojos protestaban desde unas pupilas desmesuradamente dilatadas, de aquella muerte que le sorprendía al nacer; sus labios se plegaban hacia los extremos de la boca, salpicados por una sanguinolenta espuma. Dos lágrimas -toda su vida- surcaron sus mejillas para caer como acerbo reproche sobre las manos de su madre.

Hortensia no se dio cuenta de estas lágrimas. Vio sólo que su falta se trocaba en delito, y, como procurara ocultar la primera, procuró borrar el segundo.

Ciñó al cuerpo una bata, envolvióse con un amplio mantón, ocultó bajo el mantón al muerto y, con paso febril, cauto e irregular, atravesó un pasillo. Cruzó la alcoba-dormitorio de doña Jesusa, abrió bruscamente la puerta de cristales que guiaba al jardín y echó a andar por éste, huyendo los rayos de la luna, deslizándose por un paseo embovedado con árboles, de hoja perenne.

Así, con marcha espectral, con vaguedades de fantasma, llegó hasta el cenador donde fue el hijo concebido. En un segundo de cruel desfallecimiento dejóse caer la hembra en el banco de césped donde se adueñaron de su virginidad los brazos del varón. Pronto se repuso; la fiebre y el miedo la empujaban. Casi a la carrera salvó el espacio que hasta la verja conducía. Descorrió el cerrojo, dio vuelta a la llave y se plantó en la calle desierta. No muy lejos, al volver de la esquina próxima, había un descampado, y a su fondo un muladar, un estercolero. Allí arrojaría su carga. Después... Después estaba libre. Nadie sabría de su culpa: ni sus padres, ni el mundo.

No fue marcha, fue carrera ciega la suya. El mantón flotábale sobre los hombros, abriéndose en dos anchos pliegues. Tomáraselos por dos enormes alas negras que iban y venían azotando el cuerpecillo del infantito muerto.

Dos guardias y el sereno, que platicaban en la esquina, al distinguir aquel bulto que a saltos locos la doblaba, avanzaron hacia él. Hortensia quiso huir, ocultar su carga. Fue inútil. Los aprehensores la obligaron a detenerse; el niño muerto pasó a sus manos desde los brazos de la madre, y ésta, lanzando un grito, cayó desmayada, de bruces, contra las piedras de la calle.

El pelo de oro, deshecho por el frenesí de la carrera, se extendía sobre la mujer, envolviéndola, ensudariándola...