Huellas literarias/El escombro

El escombro

¡Siempre él!
Se guillotinó a Ravachol...
¡Él no se movió!
Descubriose a los autores del atentado...
¡El no se movió!
Se pintarrajeó la fachada del edificio...
¡Él no se movió!
Está ahí por toda la eternidad...
¡Él no se moverá!...

(La Liberté.)


Sin embargo, se mueve. De diariamente los cien pasos de ordenanza, para volver a darlos otro día con rigidez de autómata, siempre igual.

-Ya estoy harto de contemplar el mismo horizonte... Ya no se justifica mi presencia en este sitio... ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?

-¡Hasta... siempre! Harás guardia «hoy como ayer, mañana como hoy», todos los años. Eres la sombra del miedo, del miedo que hace temblar de risa la joroba de Meunier. No importa que haya caído Francis; falla el otro, el gordo, que tal vez se nos escape. Porque Francis es una persona -con familia, a mayor abundamiento de calamidades-, y Meunier no es una persona, es un rencor. No tiene familia, ni amigos, ni afectos; no tiene más que su joroba. ¡Y con una joroba sola se puede ir a todas partes!...


Le he visto varias veces. La primera fue el 31 de mayo, pocas horas después de llegar yo a París. El restaurant me recordó el colmado de Morán, poco más o menos; sólo que la calle de Peligros no es, ciertamente, el boulevard Magenta. La catástrofe estaba fresca todavía. Para ver el fondo del escombro hacía falta mirar por entre las rendijas de las tablas que tapaban la entrada del restaurant, semejante a una boca desdentada. En medio de una negrura de pólvora quemada aparecían grietas inmensas, calvicies del techo, hierros rotos y retorcidos como por mano de un genio infernal y todo poderoso. Desde el banco que está frente al restaurant, a pocos pasos de la entrada, yo veía al guardia hablando mucho con la dueña de la joyería que está pared por medio; señora joven aún, muy pálida, con la palidez propia de quien no se ha repuesto de un gran susto; y veía también el escombro... el cual no hablaba nada y lo decía todo.

Cuando quise recordar, había caído la tarde. La señora estaba dentro del establecimiento con su cara de muerta pegada al cristal del escaparate, y el guardia, inmóvil en la acera, miraba fijamente un punto de la calle. Aquel punto deforme avanzaba poco a poco. No era precisamente un punto; más bien parecía una coma bailando la Carmañola. Primero aparecieron unas varitas negras, que eran lápices; en seguida unos brazos; después todo el cuerpo convulso de un hombrecillo raído y desmedrado, que llevaba colgante de los hombros una caja sujeta con correas. El hombrecillo, que se detenía a cada paso, temblando como un azogado, para secarse el sudor que lo brotaba a chorros, como si cargara con un fardo muy pesado -que no era sólo el de la vida, sino el de la vida herida por la ataxia locomotrix-, gruñó mejor que dijo: ¡tengo sed!... El guardia, inmóvil, seguía mirándole. En aquel momento apareció la señora pálida llevando en la mano un vaso de agua clara y hermosa...


Muchas veces encontré en mi camino al hombrecillo de los lápices, saltimbanquis, según le llaman en el boulevard, y ni una sola dejé de recordar la impresión que me produjo aquel cuadro. No sé..., pero juraría haber visto que el escombro, agrandándose terriblemente, llenaba todo el boulevard de grietas inmensas, de hierros rotos y retorcidos en el infierno de la existencia; que aquel escombro reflejaba en todo París la silueta de unos lápices y una caja colgando de un despojo vivo que daba saltos como un fantoche a quien le tiran de un cordelito, y que de aquel montón deforme surgía el grito ¡tengo sed! oído por mí la primera vez que contemplé la ruina del restaurant Very...