Huellas literarias/La perrera de Deibler

La perrera de Deibler

La ejecución de la pena capital varía según las latitudes. En Persia es muy sencilla. El reo se arrodilla, los ayudantes del verdugo le atan las piernas, y el verdugo, que llega a paso de lobo, es decir, cautelosamente, agarra de la nariz al reo, le echa atrás la cabeza, como si fuera a hacerle la barba, y le abre la carótida con un corta plumas, tan afilado, que puede cortar un pelo en el aire.

En Teheran hay treinta verdugos. Son amigos del soberano del país; le acompañan a comer; juegan con él partidas de billar; le dan a todas horas la conversación; casi, casi, no se separan de su majestad, que es la cabeza de aquellos brazos. Sin verdugos no habría soberano en Persia. Son, pues, unas personas decentes, dignas, respetables...


En Bombay el verdugo es superior a su especie; es un elefante amaestrado, persona decente también. El animalito caza con la trompa al reo de muerte, y empieza por darle unas pataditas, pero con mucho cuidado, para no estropearle antes de tiempo; luego le arranca los brazos; en seguida le hunde las costillas, y, cuando le avisan que ya es hora de rematarle, le pone las patas en el pecho, bailándose una jota, y le hace añicos.

El elefante es una personalidad influyente en el gobierno de la India. No forma parte de la tertulia del gobernador, porque no habla. Pero merecía hablar...


París no es Teheran, ni Bombay. Cuando el verdugo, señor Deibler, nos cuenta que es «un funcionario», y que el acto de ejecutar a un hombre es «el despacho de un asunto», nos revuelve atrozmente el espíritu. En vano ha pretendido el señor de París graduarse de alto empleado con derecho a vivir la vida tranquila de un buen burgués, al amor de la familia y de la lumbre del hogar. París protesta contra la vecindad de su señor. Y cuenta que su figura no es siniestra per sé. Su cara es plácida; su color es bueno: sus manos son pequeñas, finas, blancas, a lo Pi y Margall; su continente todo es respetuoso, respetable e inofensivo al parecer. Agua mansa.

Pero no importa. Nadie quiere tener de vecino a un señor que ha «despachado el asunto» de ciento y tantas cabezas, y que está dispuesto a seguir fríamente despachando. Sus manos, aunque blancas, ofenden y repugnan cuando estrechan amistosamente. El gobierno, sabedor de esa repugnancia del pueblo, ha resuelto dar a Deibler una habitación en las antiguas caballerizas de Napoleón III, y ya se dice que el verdugo podrá tener la guillotina y los ayudantes del suplicio en aquel local, tan espacioso, que pudieron en él correr caballos.

En tan buena compañía, y en una cuadra de Napoleón III, podrá vivir dignamente el Sr. Deibler, aunque exclame alguna vez que otra, recordando a su colega de Bombay: -¡Quién fuera elefante!