Granada la bella: 08

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Granada la bella de Ángel Ganivet
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- VIII - editar

¿Qué somos? editar


Somos lo que todos saben, lo que es todo en España: una interinidad. Pero hay mil modos de entender lo que es esta interinidad.

Los que tenemos la desgracia de hacer poco caso de la estadística, nos vemos obligados a recurrir a menudo a las pruebas psicológicas. Y entre varias, voy a sacar algunas para que se comprenda cómo entiendo yo eso de la interinidad. Cuando ocurre ir por los barrios bajos de Madrid y pasar por delante de alguno de los pocos palacios señoriales que allí quedan, y se nota que todo está cerrado, como si nadie lo habitara, se piensa que en aquel palacio ha ocurrido una desgracia o que sus dueños están ausentes. Si después se va a la Castellana y se pasa por delante de un gran hotel, que también está cerrado y deshabitado, se piensa que aquella casa se alquila, y hasta se desea tener dinero para alquilarla.

Si se pregunta a un obrero de la ciudad qué opinión tiene sobre los hombres y cosas de España; sobre partidos, grupos y banderías, contesta invariablemente que todos son lo mismo, y todos creen que es un escéptico, que está desengañado. ¡Grave error! Es que no se ha enterado todavía. Lo de los malos gobiernos es una vulgaridad cómoda para salir del paso. En todas partes hay buenos y malos gobiernos, y en nuestra patria no están los peores. Si se hace la misma pregunta a un trabajador del campo, éste no contesta nada, y aquí ya se piensa que es que no se ha enterado de lo que pasa; pero tampoco esto es exacto: la verdad rigurosa es que ni se ha enterado ni quiere enterarse. Si os tomáis la molestia de leer en los ojos del campesino, veréis en ellos la soberbia frase del cínico Diógenes al emperador Alejandro: «Apártate, que me dé el sol.»

Y es que el pueblo oye decir que hay constituciones y leyes, que no ha leído porque tiene la singular fortuna de no saber leer, y oye también decir que en esas constituciones y leyes se le han garantizado todos los derechos inherentes a la vida de los hombres libres, y después ve que en cuanto ocurre «algo gordo» se suspenden todas esas garantías, y dice: «!Hola! ¿conque todo eso no sirve más que cuando no sirve para nada?» Sabe el pueblo que existe un Parlamento, y ve que cuando llega un momento crítico se cierra ese Parlamento para desembarazar la acción del poder ejecutivo, y dice: «¿Conque eso no sirve más que para las cosas menudas?» Y continúa arraigada en el pueblo la convicción de que si llegamos a vernos enfrente de un verdadero peligro, habrá que derribarlo todo como una decoración de teatro, y quedarnos «en pelo» como nos quedamos en 1808. Ese es el sentimiento popular y esa es la parte flaca de nuestro sistema político, no la torpeza de los gobiernos, que, en justicia, proceden lealmente al suplir con su acción (que pudiera ser mucho más arbitraria) la inacción popular. Estamos en plena indigestión de leyes nuevas, y, por lo tanto, el mayor absurdo que cabe concebir es dar nuevas leyes y traer nuevos cambios; para salir de nuestra interinidad necesitaríamos un siglo o dos de reposo, no nuevas y caprichosas orientaciones. Algunos creen que se resolvería el problema extendiendo la instrucción, porque se figuran que las leyes se aprenden leyendo: así las aprendemos los abogados para ganarnos la vida; pero el pueblo debe aprenderlas, sin leerlas, practicándolas y amándolas.

Hasta aquí la prueba psicológica. Sé que los que no estén conformes con la deducción, dirán que estos razonamientos son caprichosos; que les falta «base estadística», como si todos no estuviéramos en el secreto de que con las estadísticas se demuestra lo que se quiere. Las observaciones menudas son las que descubren el alma de las naciones, porque en los grandes hechos rigen leyes que son aplicables a todos. Nada más difícil que conocer a un hombre viéndole trabajar en su oficio: los que ejercen la medicina o la abogacía, los que se dedican a afeitar o a hacer zapatos, tienen entre sí un aire particular que da la profesión y aparecen iguales a primera vista; hay que estudiarlos en sus ratos de ocio. De dos médicos, el uno los entretiene jugando con sus hijos, y el otro tocando el violín; de dos abogados, el uno redactando un nuevo Código civil, y el otro haciendo juegos de prestidigitación; de dos zapateros, el uno leyendo periódicos exaltados, y el otro emborrachándose; de dos barberos, el uno pegando a su mujer, y el otro cuidando de sus canarios.

Cuando se nota con más vigor la fuerza del hecho pequeño, característico, como revelador de lo íntimo de las grandes cosas, es cuando mediante él se confirma un concepto ya admitido y demostrado. Inglaterra es una nación fuerte, rica, animada por un sentimiento de lo útil, tan universal como en Grecia lo fue el sentimiento de lo bello; es la nación del negocio serio, grande y solemne. Este juicio lo comprobáis al minuto de estar en Londres: ved a ese carnicero, que gravemente corta los tajos de carne, puesto de sombrero de copa alta. Aquí la carne es cuestión de Estado. Ved ese palacio, cuya portada parece la de un templo griego; no penséis que es un Museo o un Tribunal, es la casa de un negociante en guanos artificiales.

Alemania es un imperio políticamente constituido, que aspira a su constitución interna, a la fusión de lo que todavía no está más que yuxtapuesto, soldado. Y esto se nota al llegar a Berlín en mil rasgos de la vida común, el primero la adoración del Kaiser. En todas las tiendas grandes, pequeñas y más chicas, en los escaparates, entre tejidos, pieles, sombreros, drogas, botellas, pelucas o legumbres, surge indefectible, irremediable, el busto del Emperador. ¿Es que este pueblo de románticos se ha convertido en un pueblo de aduladores del poder? No. Es que necesita un símbolo. Pasarán algunos años, y cuando ese pueblo se reconozca unido y fundido espiritualmente, el símbolo desaparecerá. -Rusia es un imperio embrionario, donde existe una clase directora que piensa y gobierna, y un pueblo que políticamente no cuenta para nada: los unos muy altos, quizás demasiado altos; los otros casi al ras del suelo; muchos eran siervos hace poco. Basta llegar a la frontera rusa para ver todo esto en un rasgo insignificante. En todas las aduanas hay un funcionario que en pocos minutos pasa revista a los equipajes; allí hay jefes que arrastran sus largos abrigos con majestad imperial, y que van y vienen hora tras hora de un lado para otro; y junto a ellos los mozos, los «muyiques», con su vestimenta medio femenina, que desatan y revuelven los equipajes, que se os ríen en las barbas sin motivo, que se limpian las narices con los dedos y los dedos en la pechera, sin hacerse antipáticos, porque se descubre en ellos un gran aire de candor que desde luego los revela como lo que son, como los hombres más sencillos, honrados y noblejones que hay en Europa.

Pero volviendo al punto de partida, a la interinidad y al siglo o los dos siglos de reposo legislativo que hacen falta para concluir con ella, completaré mi pensamiento afirmando que ese estado de calma no significa para mí inacción, sino principio de un combate empeñado y enérgico en defensa de las libertades municipales. -Cuando en España se hundió el poder absoluto, debió tenerse presente que el poder real no se hizo absoluto por medio de un golpe de Estado, suprimiendo de una plumada una Constitución, sino que se hizo absoluto para la abolición sucesiva del régimen foral. Y lo legítimo era volver a las libertades municipales, algo más reales, tangibles y corpóreas que las libertades consignadas en las Constituciones. No se hizo así, y al reaparecer después la idea, ya no fue libertad comunal, fue federalismo; ya no fue régimen vario, sino régimen simétrico. ¡Funesta simetría que todo lo ha invadido, desde el trazado de las calles hasta el trazado de las leyes!

La lucha por la libertad municipal tiene su sitio marcado: la ciudad misma, donde se aspira a esa libertad. Para explotar una mina, no se echan discursos en ningún Parlamento: hay que cavar hondo allí donde está el filón. Si una ley general concediera la autonomía a todos los municipios, muchos de ellos, por su ineptitud, desacreditarían el sistema, y caeríamos en errores pasados. Así, pues, la ciudad que pretenda vivir su vida propia, gozar de la libertad de sus movimientos, debe esforzarse por ser de hecho tal como desea ser considerada por las leyes. Hoy no es concebible que nuestras Cortes dieran leyes de excepción en favor de las ciudades que fuesen dignas de administrarse a sí mismas, pero es porque apenas existe alguna de esas ciudades; si hubiese muchas, la realidad se haría ver aun de los más ciegos. No hace mucho, España entera se ha inclinado ante una sola provincia representada a la antigua usanza. El Gobierno atendió a Navarra, mientras a los demás no nos hacía caso; y el Gobierno llevaba razón. Un niño no es un hombre.

Para mí la clave de nuestra política debe de ser el ennoblecimiento de nuestra ciudad. No hay nación seria donde no hay ciudades fuertes. Si queremos ser patriotas, no nos mezclemos mucho en los asuntos de política general. Aquella ciudad que realice un acto vigoroso, espontáneo, original; que la muestre como centro de ideas y de hombres que en la estrechez de la vida comunal obran como hombres de Estado, tenga entendido que presta un servicio más grande y duradero que si enviara al Parlamento una docena de Justinianos y otra docena de Cicerones. Acaso peque yo de iluso en esta materia; pero he vivido en antiguas ciudades libres, que hoy conservan aún gran parte de su libertad, y me enamora su plenitud de fuerzas, su concepción familiar de todo cuanto está dentro de los muros, como si éstos fueran los de una sola casa, la fe y confianza del ciudadano en su ciudad. Granada puede acometer empresas que, además de ser en bien de todos, sean productivas; pero ¿qué ha de hacer más que implorar al Gobierno, si carece de recursos? Si se dirigiera a sus mismos habitantes, ¿a quién inspiraría confianza? Poca se tiene en el Estado; pero en la ciudad, ninguna. En cambio, hay muchas ciudades libres donde es un peligro el exceso de confianza. El ciudadano tiene fe en la nación; pero mucha más en su ciudad, porque a ésta no pueden desmembrarla. Cuando tiene ahorros, los entrega antes al Municipio que al Estado, sin ventaja ninguna para sus intereses, sólo porque así le parece que todo queda dentro de casa. Hay divisiones y luchas, pero son siempre como certámenes para ver quién lo hace mejor; nuestros combates son riñas de gallos, en que se va a ver quién hace más daño a quién. Si Granada consagra todas sus fuerzas a la restauración de la vida comunal, no sólo prestaría un servicio al país y obtendría bienes materiales, sino que, al calor de esa nueva vida, brotaría su renacimiento artístico. Una ciudad que tiene vida propia tiene arte propio, como lo tuvieron las ciudades de Grecia, Italia o los Países Bajos; y si nuestras municipalidades no conocieron un grado tal de florecimiento, fue porque España se constituyó en nacionalidad, mientras Italia y los Países Bajos continuaban en agrupaciones diversas, dominadas hoy por unos, mañana por otros, y siendo en realidad más libres que sus dominadores. El verdadero progreso político está en conservar las nacionalidades, y dentro de ellas las ciudades libres, como focos de fuerza material e ideal. Y luego los resultados no pararían ahí. Esas regiones que se pretende formar artificialmente con funciones políticas innecesarias se formarían de hecho cuando una ciudad ejerciera su natural atracción sobre otras que reconocieran voluntariamente su supremacía, y nuestra ciudad podría ser un gran centro intelectual, ya que no conviene que sea un pequeño centro político.