Granada la bella: 09

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Granada la bella de Ángel Ganivet
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Parrafada filosófica ante una estación de ferrocarril editar


Cuando vemos pasar en larga formación muchos niños vestidos pobremente, con trajes de la misma tela y del mismo corte, iguales las gorritas, las corbatas y los zapatos, decimos: «Ahí van los niños del Hospicio». Cuando atravesamos España de Norte a Sur, desde San Sebastián a Granada, y vamos viendo una tras otra nuestras miserables estaciones de ferrocarril, cortadas todas por el mismo patrón, ocurre también decir. «¿Esto es una nación o un hospicio?» Y se nos presenta en su entera desnudez el desamparo de ideas en que vivimos.

Porque no cabe decir que eso nos ocurre por ser pobres, por habernos visto obligados a recurrir al capital extranjero, por haber tenido que aceptar esas estaciones tales como fueron ideadas en un gabinete de París o Londres por un ingeniero o arquitecto a quien esta o aquella empresa encargó los planos de tantas a cinco mil pesetas, tantas a diez mil y tantas a veinte mil. Si tuviéramos buen gusto, no nos hubieran faltado medios para transformar esos engendros de la economía en algo que estuviese acorde con nuestro espíritu local. En Francia y en Bélgica, donde también cayeron en el mismo error por falta de sentido estético, hoy han cambiado de tal modo, que al construir o reedificar una estación, confían la obra a artistas de renombre, como si se tratara, más que de una obra de utilidad, de una obra de arte. Las estaciones de ferrocarril son la entrada forzosa de las ciudades y dan la primera impresión de ellas; y una primera impresión suele ser el núcleo alrededor del cual se agrupan las impresiones sucesivas. El viajero que llega a Granada y lo primero que descubre es una estación, como otras muchas que ha visto, sin la menor huella de nuestro carácter, o de lo que él se figura que debe ser nuestro carácter, piensa en el acto que está en un pueblo donde por casualidad se encuentra la Alhambra; y como después en el interior no recibirá otras impresiones capaces de destruir esta primera, nos abandonará convencido de que somos pueblo por todos los cuatro costados. La diferencia entre pueblo y ciudad está precisamente en que la ciudad tiene espíritu, un espíritu que todo lo baña, lo modela y lo dignifica.

Los que estudian en nuestras universidades literatura general y ven desfilar ante sus ojos los nombres de tantos autores alemanes como han ilustrado la ciencia y el arte estéticos, desde que esta rama del saber formó un cuerpo de doctrina independiente, han pensado quizás que son demasiado tratadistas para un asunto de tan vago interés, en que a primera vista todo parece generalidad sin consistencia, discusión de carácter académico, fuera de los usos corrientes de la vida.

Para salir de este error y para convencerse de que las ideas no sirven sólo para componer libros, sino también para transformar las cosas reales que vemos y tocamos, basta hacer un viaje por Alemania y ver sus admirables estaciones de ferrocarril. Cada estación es una obra de arte en su género, y encaja tan admirablemente en la ciudad en que está enclavada, que se diría haber sido construida hace siglos, cuando fundaron la ciudad. La idea de estas construcciones no ha salido de un cerebro solo, sino que es la obra común de una nación. Y mientras en otros países el ferrocarril es algo, aquí no es nada. ¿Qué valor ideal tiene un tren para que se lo considere como algo independiente del resto de las cosas, para que se lo mire como un elemento extraño en nuestras costumbres? Es un coche grande que anda deprisa; no tiene derecho a imponernos un nuevo tipo de arquitectura prosaica; debe someterse: si la ciudad es gótica, que la estación de ferrocarril sea gótica; y si es morisca, morisca.

De las estaciones alemanas, las mejores son las más pequeñas, aquellas en que ha sido más fácil dominar los materiales de construcción; pero aun en las estaciones monumentales, como las de Colonia, Hannover o Berlín, en las que el hierro es el material dominante, hay siempre rasgos de buen gusto que las apartan de caer en lo exclusivamente utilitario. En el centro de Berlín, a dos pasos de la grandiosa y a la vez pintoresca avenida Unter den Linden, está la estación de Friedrichstrasse, que lejos de ser una mancha que desentone del conjunto, como suelen serlo muchas estaciones intraurbanas, es una «nota de color», si se me permite emplear el modernismo. Entremos en una de las «stubes» de la Cervecería de los Franciscanos -una galería larga y achatada, con cristalería de colores-, y mientras pasan retemblando sobre nuestras cabezas un sin fin de trenes, tomemos un jarro de cerveza según las reglas del arte alemán, con la calma que inspira una decoración de viejo carácter. Nos invaden sentimientos conciliadores.

Ningún pueblo es más acreedor que el nuestro a que le doren la píldora, esto es, a que le doren el ferrocarril. Carecemos del genio mecánico, y se nos hace muy cuesta arriba tragar los adelantos materiales. No se olvide que si hay muchos que piden ferrocarriles, porque ya no pueden pasar sin ellos teniéndolos los demás, hay aún algunos que se complacen en apedrear los trenes; y aunque a éstos les llamamos cafres, sabemos que son nuestros compatriotas. Pero dudo mucho que a ninguno de los que están llamados a entender en el asunto se le haya ocurrido la idea de intervenir; hemos tomado el ferrocarril como nos lo han traído, sin hacer la más ligera observación, y lo tenemos en la misma forma en que lo podrían tener al otro lado del Estrecho.

No es la pobreza la causa de éste y otros muchos abandonos. Sin dinero, debiéndolo todo en las tiendas, hay mujeres y hombres que salen a la calle hechos unos pimpollos. La causa, ya antigua, de nuestros males, es la falta de cabeza allí donde debe de estar la cabeza. Con la mejor compañía de cómicos se representa muy mal una comedia si no se distribuyen bien los papeles. Un tipo de los más perniciosos que pueden existir en una sociedad es «el hombre de conocimientos generales», eufemismo con que se encubren la osadía y la ignorancia, y a ese tipo están confiados en España todos los negocios públicos. Un buen médico, un excelente farmacéutico, un notable matemático, hasta un abogado que estudie a conciencia las leyes, están incapacitados de hecho: son especialistas, hombres técnicos, que no pueden «abrazar en su totalidad los arduos y complejos problemas de la política y de la administración». Para abrazarlos se necesita tener una cultura más general. Y a falta de hombres que posean realmente esta cultura -contados son en España los gobernantes que la poseen-, vienen a ocupar el hueco los que tienen traza de listos y parecen capaces de dominar toda clase de cuestiones, aunque por el momento las desconozcan.

Este tipo lo encuentro yo por primera vez en nuestro período de decadencia, en las postrimerías de la casa de Austria. Un historiador que nos ha juzgado con justicia severa e imparcial, Lord Macaulay, le retrata con exactitud: ignorante y vano, indolente y orgulloso, viendo hundirse su nación y creyendo detener el derrumbamiento con una mirada despreciativa y altanera. Nuestra decadencia era irremediable, porque habíamos abarcado mucho más de lo que nuestras fuerzas nos permitían; pero no hubiera sido tan completa, si en vez de hombres decorativos hubiéramos puesto al frente de los negocios hombres de valor real, que, a no dudarlo, los teníamos. Con nuestro torpe sistema conseguimos, es verdad, que pasara a la historia la altanería castellana, de que tanto se ha abusado después; pero esa altanería era ya la contrahecha, sinónima de hinchazón, no la legítima, la altivez noble, brava y audaz de los conquistadores.

Y parece que estamos condenados a padecer eternamente bajo el poder de los hombres decorativos: era natural que al quedarnos arruinados desapareciera la especie; pero, según hemos visto, no ha hecho más que transformarse: ahora es el que, no pudiendo pasar de aprendiz en ningún oficio, se declara maestro en el arte de gobernar; es el que, demasiado ignorante para desempeñar cargos pequeños, «está indicado por la opinión» para los altos cargos; es el alto funcionario que, con la frente preñada de conceptos brillantes, se encierra en su gabinete para resolverlos «arduos problemas»; y si le vemos por el ojo de la cerradura, está entretenido en hacer pajaritas de papel.

La conclusión de esta plática: ¿es que debemos empuñar la trompa épica y tocar un himno revolucionario? De ningún modo. El hombre de las ideas generales se multiplica en el agua turbia. Cuando un labrador ve sus campos llenos de mala hierba, no la quita a cañonazos; lo que hace es llamar a los escardadores.

La estación de ferrocarril es el símbolo de nuestra incapacidad política y administrativa; pero en esa y otras muchas cosas, debe consolarnos la idea de que están hechas para que duren poco: tienen su plazo de vida marcado por los constructores, y cuando hay error aún salimos gananciosos. Hay muchas estaciones que no podrán tirar hasta el día en que los ferrocarriles pasen a manos del Estado, aunque el propósito fuera que tiraran. Lo interesante, pues, es tener ideas y colocarlas en donde deben estar, en los sitios más altos; que la inteligencia no viva subyugada por la petulancia de los audaces, y pueda lentamente transformar las cosas a medida que las cosas lo vayan permitiendo.