Granada la bella: 06

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Granada la bella
de Ángel Ganivet
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Nuestro carácter

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Para que se vea lo que son las cosas de esta vida, y cómo en ella lo chico está fundido y compenetrado con lo grande: una cuestión tan prosaica como la del alcantarillado, me llevó a descubrir un rasgo típico nuestro: la devoción al agua; y un tema tan manoseado como el de los ensanches, me condujo a hablar de otro rasgo no menos granadino: el amor al pan; y el uno y el otro me llevan como de la mano al centro de nuestras almas, donde se encuentra el eje de nuestra vida secular y el secreto de nuestra historia. Un pueblo que concentra todo su entusiasmo en el pan y en el agua, debe de ser un pueblo de ayunantes, de ascetas, de místicos. Y así es, en efecto: lo místico es lo español, y los granadinos somos los más místicos de todos los españoles, por nuestro abolengo cristiano y más aún por nuestro abolengo arábigo.

España fue cristiana quizás antes de Cristo, como lo atestigua nuestro gran Séneca. El cristianismo nos vino como anillo al dedo, y nos tomó para no dejarnos jamás; después de muchos siglos hay aún en España cristianos primitivos, y la mendicidad continúa siendo un modo permanente de vivir, una profesión de las más seguidas. Si la mitad de nuestra nación fuese muy rica y pudiese dar mucho, la otra mitad se dedicaría a pedir limosna. Así, en aquella época de ventura en que nos venía «oro de América», España fue simbolizada por un paisano nuestro, Hurtado de Mendoza, en dos tipos sorprendentes de El Lazarillo de Tormes: el Lazarillo es la mendicidad plebeya y desvergonzada; y aquel hidalgo que se enorgullece del fino temple de su espada y de sus solares imaginados, que sueña grandezas y se nutre -como en broma- de los mendrugos que recoge su criado, es la noble mendicidad. Yo veo en esas creaciones dos figuras más grandes, las mayores del arte patrio: Don Quijote y Sancho Panza.

Pero el cristianismo, al españolizarse, al tomar carta de naturaleza en nuestro suelo, quedó sometido a nuestros vaivenes históricos, y de su lucha con el árabe salió aún más acrisolado, más puro. En los países del Norte degeneró en la concepción fría, razonada, seca, protestante: influencias del clima. En el Sur, se adornó con las pompas brillantes de una liturgia deslumbradora; y en España, además de esto, se remontó hacia su verdadero centro: el misticismo. Y esto, parecerá atrevida la afirmación, se lo debemos a los árabes. Porque el misticismo no es más que la sensualidad refrenada por la virtud y por la miseria. Dadme un hombre sensual, apasionado, vicioso y corrompido; infundámosle el sentimiento doloroso, cristiano, de la vida, de tal suerte que la tome en desprecio y se aparte de ella: he aquí al místico hecho y derecho; no el místico de cartón que el vulgo concibe, sino el de carne y hueso, el que llega a genio y a santo. La gran fe acompaña a las grandes pasiones, y muchos grandes místicos han salido de jóvenes desordenados y calaveras. La rociada de sensualismo que los africanos arrojaron sobre España fue la primera materia que, como abejas, transformamos en misticismo con nuestro espíritu cristiano. Compárese con este delicadísimo trabajo de asimilación la copia grosera de cosas extrañas con que nos adornamos hoy, como se adornaba con sus reliquias el asno de la fábula.

Nuestro misticismo tiene tan hondas raíces, que no damos paso en la vida sin que nos acompañe: cuantas particularidades nos caracterizan arrancan de él; nuestras ideas sobre la familia, sobre las relaciones sociales, sobre la política y administración, sobre industria y comercio, se fundan en él. Se dice que somos refractarios a la asociación, y de hecho cuantas sociedades fundamos naufragan al poco tiempo, y, sin embargo, somos el país de las comunidades religiosas. ¿Cómo explicar esta contradicción? Fijándonos en que esas comunidades se proponen ligar a los hombres para libertarles de la esclavitud de la necesidad material. La asociación es el medio de ser libres, y el capital el instrumento de la libertad. Ante el ideal, la jerarquía es menos opresora; la autoridad no es pesada para el que se somete con humildad. Pero si la asociación es fundada con fines utilitarios, para conciliar encontrados apetitos, y los bienes materiales no son ya el medio, sino el centro de gravedad, el imán que atrae todas las miradas, notamos a seguida el roce del mecanismo autoritario, nuestro espíritu independiente se subleva y cada cual tira por su lado. Comprendemos y practicamos la comunidad de bienes con un fin ideal; pero no sabemos asociar capitales para hacerlos prosperar. Nos rebelamos contra toda autoridad y organización, y luego voluntariamente nos despojamos de nuestra personalidad civil y aceptamos la más dura esclavitud.

Voy a citar un hecho que patentiza cómo las sociedades que nosotros formamos con algún objeto útil se disuelven por asco recíproco de sus miembros. Estando yo en Madrid fue fundada una asociación de doctores y licenciados en filosofía y letras -una de tantas, pues han sido muchas- para defender los intereses de nuestra respetable clase, y con la secreta aspiración de dar el asalto al Presupuesto, por la puerta falsa para mayor comodidad. Aquellos hombres no eran cabezas ni corazones: eran bocas y estómagos; allí no había ideas, sino apetitos. Los que más alto pensaban, pensaban asegurar un sueldo de seis u ocho mil reales para contraer justas (y rápidas) nupcias. Aquella asociación duró una semana, porque quiso el azar que fuese yo el designado para presidirla, y me di tal maña para disolverla, que a los pocos días no quedaban ni los rabos. ¿Hay cosa más triste que una reunión de sabios, impotentes para ganarse el sustento?

Hace algunos años se avivó en Granada la comezón de los negocios -que en tiempos normales no pasan de la categoría de fantásticas combinaciones-, y se llegó a dar vida a algunos de ellos. Nuestra tendencia constante es montarlos en pequeña escala para asegurar el pan de cada día, y esa tendencia quizás es la mejor, porque así, mal que bien, se deja hueco para que todos vivan; pero como no es posible que nos mantengamos aislados; como hay que hacer frente a la competencia de fuera, las empresas han de subir de punto, hay que «obrar en grande», hay que salir de la rutina. Y, sin embargo, es tan insuperable la fuerza con que nuestro carácter rige todos nuestros propósitos, que, en lo nuevo como en lo viejo, somos siempre lo mismo. Antes hacíamos las cosas en pequeño y con ánimo de que duraran; ahora las hacemos en grande «para dar un buen golpe» y «endosarle a otro el muerto». No concebiremos jamás el negocio en serio, a la manera inglesa, y cuanto hagamos será transitorio, de aluvión. Nuestra fuerza está en nuestro ideal con nuestra pobreza, no en la riqueza sin ideales. Hoy que los ideales andan dando tumbos, nos agarramos al negocio para agarrarnos a alguna parte; pero nuestro instinto nos tira de los pies, y así «vamos naufragando». Curiosa manera de ir.

¿Es que nos falta aptitud para la explotación de la riqueza? ¿Es que nos falta capacidad para el cultivo de las ciencias aplicadas? No nos falta: nos sobra, que viene a ser lo mismo que si nos faltara. No existe ciencia española, dice alguna eminencia oficial. Tenemos sabios sueltos; pero no hemos podido formar un cuerpo de doctrina. Por lo cual somos tributarios del extranjero en todos aquellos ramos que derivan de las ciencias de aplicación. No hemos inventado ninguna máquina notable, ni hemos tropezado con ningún astro nuevo, ni siquiera hemos descubierto ningún importante microbio, o al menos el virus para acabar con él. Es verdad; pero hemos tenido fe y valor, hemos descubierto y conquistado tierras, hemos peleado en todas las partes del globo; y para reposarnos en la paz hemos creado la alta sabiduría mística, y para distraernos un arte de elevada concepción, y para enardecernos las corridas de toros. Quien una vez se remontó a las regiones ideales, ¿cómo queréis que se entretenga después en examinar y clasificar las circunvoluciones del cerebro? Al que la sangre le pide pelea, ¿cómo le exigiréis el sacrificio de pasar las horas muertas mirando por un telescopio los cambios que ocurren en las manchas solares? Existe una ciencia española, precisamente porque no es como las demás. Nuestra ciencia está en nuestra mística hasta tal punto, que cuando algún sabio español, como Servet o Raimundo Lulio, ha hecho un descubrimiento, le ha hecho incidentalmente en una obra de discusión teológica o filosófica, porque nuestra naturaleza repugnó siempre la ciencia de segundo orden, que ahora ha venido a ocupar el primer lugar. Hoy mismo creo yo que los hombres de ciencia que en España la cultivan con criterio moderno, lo hacen a disgusto, por punto de honor, cansados ya de ser desconocidos o menospreciados, siendo, como es, tan fácil conseguir nombradía con sólo tomar los rumbos que están a la moda. Pero quizás muchos de ellos emplean los nuevos procedimientos para engañar al público, y continúan pensando con su cabeza todo eso que después nos ofrecen como descubierto tras experimentos prolijos. Hay que precaverse contra ese y otros engaños. Yo he asistido a algunos congresos internacionales, y lo celebro, porque así podré dar un consejo a mis lectores: no crean en los progresos que se dice han de traer esos órganos de la ciencia. De cuatro sesiones que celebre un congreso, la primera se dedica a pelear por los puestos de las mesas. Yo he oído a un congresista español lamentarse de que a España, es decir, a él, no le hubiesen dado más representación que una cuarta secretaría; y lo digo para que conste que hay ya españoles que se descuernan por ser secretarios cuartos de una mesa. La segunda sesión se dedica a distribuirse el trabajo. La tercera a discutir el lugar donde se ha de celebrar la próxima reunión del congreso. Por fin, en la cuarta se habla algo del asunto; pero resulta que la mitad de los congresistas no saben nada de la materia, y han tomado la reunión como pretexto para viajar de balde, y que la otra mitad se expresa en varias lenguas, pues no todos aceptan el francés, y no pueden entenderse; por lo cual se decide que el conocimiento del asunto quede pendiente hasta tanto que los trabajos sean impresos. Y como no se da el caso de que nadie los lea después, resulta, en resumidas cuentas, una pérdida considerable de tiempo y de dinero, que podrían ser mejor empleados.

Para entretener mis ocios estoy escribiendo un libro que trata de algo parecido a esto de que ahora hablo: de la constitución ideal de la raza española. Al componerlo podría haber empleado el sistema moderno: me hubiera dirigido a todos y cada uno de los españoles, les hubiera tomado las medidas; los hubiera clasificado, como se clasifica a los criminales según Bertillon, y hubiera deducido el tipo medio de nuestra raza. Algo me hubiera facilitado el trabajo dirigir una circular a todos los sastres y sombrereros de España, pidiéndoles las medidas de sus clientes. Después hubiera compuesto un formidable volumen, que nadie hubiera leído, pero que, como justa compensación, quizás fuera traducido a una o varias lenguas, y me abriera las puertas de alguna Academia. Yo renuncio tanto honor, y empleo los viejos recursos: viajo por todas partes, y pongo en ejercicio a la buena de Dios mis cinco sentidos. Ver, oír, oler, gustar y aun palpar, esto es, vivir, es mi exclusivo procedimiento; después esas sensaciones se arreglan entre sí ellas solas, y de ellas salen las ideas; luego con esas ideas compongo un libro pequeño que, sin gran molestia, puedan leer una docena de amigos; y de ahí no pasa la cosa.

En buen hora que se estudie y enseñe cuanto las necesidades vayan exigiendo. Necesitamos maquinistas, electricistas, obreros mecánicos; créense escuelas, y tengamos todos aquellos órganos útiles para la vida colectiva; pero que el organismo principal, con su viejo carácter, quede en pie; que la introducción de una cosa nueva no lleve consigo la destrucción de una vieja. No hay que destruir nada; lo que no sirve ya, se cae sin que le empujen. En España se han creado cátedras de gimnasia a expensas del latín; pronto se crearán escuelas de telefonistas a expensas de la Facultad de Filosofía. Si un maquinista llega a descubrir una nueva válvula de seguridad, cerramos la mitad de las Universidades; y si cualquier desocupado por casualidad -que de otro modo no puede ser- descubre la dirección de los globos, nos dedicamos todos a volatineros, creamos una Escuela de Aeronautas en el Monasterio del Escorial y escribimos de una vez el Finis Hispaniae.