Granada la bella: 05

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Granada la bella
de Ángel Ganivet
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No hay que ensancharse

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Conociendo la sutileza que el abuso del agua da al ingenio de los granadinos, no ha de extrañarme que alguno me diga que en realidad nuestras veraniegas ciudades han tenido algo y mucho que padecer a causa de los ensanches; pero que por fortuna existe un recurso eficaz contra el exceso de sol, de luz y de calor: el toldo. Ensanchámonos, pues, y entoldémonos. -Contra un pueblo que renuncia a ver el agua que corre a sus pies y el cielo que tiene sobre sus cabezas, no queda más recurso que echarse a llorar. Y, sin embargo, yo voy a ver si le toco en la cuerda sensible.

La idea de agrandar una casa no debe ser artificial, sino impuesta por la fuerza de los hechos. Un sastre os va agrandando vuestros trajes conforme vais creciendo o engordando; si se anticipa un año siquiera y os deja espacio para el buche antes de que le tengáis, salís hechos unos payasos. Un pueblo moviéndose marca él mismo el trazado de una ciudad, y rompe él mismo cuando es preciso el trazado de una ciudad. Los arquitectos deben estudiar mucha psicología: si abren grandes calles y para unir estas calles una gran plaza, y la gente no «va por allí», en vez de embellecer una ciudad han metido en ella un cementerio, y han contribuido a que se arruinen muchos que creen que cuanto más ancha es la calle, el negocio es mayor y más seguro. ¿Cuál ha sido el éxito de las varias tentativas que se hicieron para descentralizar el comercio de Granada, sacándolo de los diversos puntos en que está localizado y quitando al Zacatín su reconocida supremacía? ¿Por qué tenemos nosotros en muy buenos sitios «casas de mala suerte»?

La vida social de Granada es todavía muy moruna. Nuestra mujer no es mujer de lujo, de calle o de salón. Su colección de trajes no es muy complicada, ni tiene muchas ocasiones para lucirlos. En el ajuar de una novia de la clase media (no hablo de las señoritas modernizadas, porque el equipo de éstas no forma parte del ajuar, sino que se llama «trousseau»), los vestidos se cuentan por los dedos de la mano, y casi nunca se pasa del primer dedo, y las camisas y enaguas se cuentan por docenas, y no se acaba nunca. Nuestra mujer ama con amor entrañable la ropa blanca. Así es que cuando tiene que salir a compras, ya sea porque los trajes no abundan, ya porque no tiene ganas de emperejilarse, sale casi siempre de «trapillo» y huye de las tiendas de relumbrón.

Y luego esta mujer está amaestrada por su madre en la ciencia de darle cien vueltas a un duro y en el arte del regateo, y necesita, antes de comprar una vara de cretona, ver todo el surtido de cretonas de muchas tiendas donde vendan cretonas, para volver a casa con la conciencia tranquila. Por eso las tiendas de un mismo artículo o análogo deben estar reunidas en un «pie de pava», donde sea fácil recorrerlas en poco tiempo, y los que saben apreciar sus intereses no las abren en sitios que, aunque sean muy céntricos, estén apartados del foco de la guerra.

Hasta aquí, resulta comprometido el interés individual; veamos el interés colectivo. No hace mucho tiempo los filántropos idearon con excelente intención algo nuevo: las ciudades obreras, y para construir casas baratas tuvieron que irse a las afueras de las poblaciones. Hoy el movimiento se ha parado en firme, porque se ha visto que el único resultado conseguido era poner frente a frente dos centros de combate. El pobre se contenta con ser pobre, siempre que no se le eche fuera. Un hecho que noté el mismo día de mi llegada a la capital de Finlandia me hizo formar un juicio favorable, ampliamente confirmado después, del sentido político de los finlandeses, y me explica por qué aquí no hay ladrones ni asesinos. Vais a tal número de tal calle, y halláis que el mismo número está sobre dos puertas muy próximas de la misma casa, aun de casas muy suntuosas: una puerta da entrada, por lujosísima escalera, a habitaciones de gente rica; otra da acceso a un patio o corralón, con diversas escaleras, que conducen a cuartos pobres. En un mismo edificio, bajo el mismo techo, está el palacio junto a la casa de vecinos; no hay barrios ricos y barrios pobres: en cualquiera de los nueve de la población se puede vivir sin desentonar.

A una demostración más patente se llega si se pone en parangón las dos primeras ciudades de Europa: Londres y París. Londres es una ciudad irregular, confusa, en la que lo pequeño y lo feo anda revuelto con lo bello y lo monumental. Toda la fuerza de los ingleses reside en su respeto a lo que existe, malo o bueno: crean mucho y destruyen poco; zurcen mucho y fuerte; sus leyes y sus ciudades carecen de simetría, pero no son artificiales. De donde resulta que en una aglomeración monstruosa de más de cinco millones y medio de habitantes, entre los que ha de haber muchos descontentos, no existe jamás un peligro serio para el orden, una turbulencia que haya de ser reprimida por la fuerza de las armas. En París la evolución ha obedecido a un criterio radical. La ciudad es armónica, y vese flotar sobre toda ella un mismo espíritu, un espíritu absorbente, modelador, que cuanto coge en sus garras, personas y cosas, las transforma en breve tiempo en parisienses; pero las clases han quedado separadas, y las más pobres han ido corriéndose del centro a la periferia, hasta dar con sus huesos en los bulevares exteriores, centro de la pobretería y de la invisible hampa social, que en los momentos de peligro saca la cabeza y hace una de las suyas. Quizás esas guaridas de la miseria sean el factor más importante de la historia moderna de Francia.

La apertura de grandes calles en sustitución de calles pequeñas, trae consigo un encarecimiento artificial de la vida, una penalidad más agregada a las muchas penalidades que, por nuestra desgracia, llevamos ya a cuestas. Si allí donde vivían dos mil pobres edificamos casas que éstos no pueden continuar habitando, dicho se está que se les obliga a huir de aquel centro; y si la operación se repite varias veces, se llega, como si se le diera vueltas a la población, dentro de un tamiz, a la separación de clases.

En cualquiera ciudad esa separación es peligrosa; pero en Granada es asunto de vida o muerte. Porque nosotros no peleamos sólo por ideas, sino que peleamos también por pan, y contra esta clase de luchas no se conoce más recurso que impedirlas a tiempo, pues cuando estallan, todas las artes de la política son impotentes para dominarlas. Nuestros combates en pro de las ideas no son muy feroces: yo no he visto ninguno, y sólo recuerdo por referencia el famoso ataque del barro, que terminó en retirada angustiosísima por el mal estado de las carreteras. En trabajos de fortificación, el más audaz fue el emplazamiento en el Cerro Gordo, frente a San Cristóbal, del cañón «Barba Azul», que no sólo no llegó a disparar, sino que ni siquiera lo cargaron, bien que este último punto no haya sido aún suficientemente aclarado por los cronistas. En cambio, una revolución de ¡pan a ocho! servía para la computación cronológica. Estas revoluciones han sido nuestras olimpiadas.

Hoy, con el sistema decimal, el pueblo ha perdido la cuenta: sabe que come poco y caro; pero no acierta a formular su antiguo grito de guerra ¡pan a ocho! en el equivalente ¡kilo a veintiséis céntimos! En lo antiguo, el pan era caro en pasando de ocho cuartos la hogaza mejor o peor pesada; se sufría refunfuñando los nueve y diez cuartos; se insultaba al panadero al llegar a los once o doce, y en subiendo de ese punto, venía la revolución. De los barrios extremos y de los pueblos del llano, dos o tres leguas a la redonda, esas gentes que, cuando nos visitó Edmundo de Amicis, no se habían enterado de la llegada de Amadeo, y ahora quizás no sepan que se ha muerto Alfonso XII, calan sobre la ciudad pidiendo pan y tomando todo lo que encontraban. Todos armados: los unos con estacas, con tijeras de esquilar, con hoces, hachas, rejones, paletas de atizar la fragua, martillos, almocafrones, piquetas, calderas, sartenes, badilas y almireces, instrumentos de guerra y música; los otros, los peores, los de las armas más peligrosas, embozados en sus capotes, prendas de abrigo que en Granada son armas de combate, por lo mismo que no se va a matar, sino a recoger. A recoger digo, y no a robar, aunque esto parecía lo propio, porque el pueblo amotinado, al suprimir el principio de autoridad, cree de buena fe que funda un estado de derecho -estado fugaz, pero estado al fin- en el que todas las cosas se convierten en cosas «nullius», como si volviéramos al sistema hebreo del año sabático. En tal situación todos recogen lo que pueden, y los de los capotes son los que recogen más.

Este género de revolución, ¿ha desaparecido para siempre? Por lo pronto, bueno será ser prudentes y no reforzar más las hordas extranjeras; no creemos alrededor de Granada un círculo cerrado de miseria que algún día nos ahogue. El amor al pan sigue en pie, quizás más desordenado que nunca, y mientras la causa subsista no hay que cantar victoria.