Gotas de sangre/Refuerzo por retaguardia

Refuerzo por retaguardia


El infecto proceso de Berlín ha producido en la Prensa y en el público de casi todas las capitales europeas profundísimo efecto, exteriorizado en comentarios amargos y tristes, que reflejan sorpresa y decepción. Por tratarse de alemanes, del ejército alemán, de hombres guerreros que dejaron un rastro de sangre y lágrimas en la tierra francesa, parecía natural y lógico que París, siempre dispuesto a reír de cuitas, no sólo ajenas, sino también propias, aprovechase una ocasión tan propicia a la chacota y el escarnio. Pero no es así, al menos hasta hoy.

¿Tan inusitada circunspección responde a respeto a un enemigo formidable o a cortesía tributada a un adversario en desgracia? Ni a lo uno ni a lo otro, a mi juicio. La agonía y muerte de Bismarck fueron comentadas con una rechifla en los bulevares.

Lo que hay, como explicación del caso actual, es que París es una ciudad muy vieja en escándalos de todos calibres, una anciana que ha visto muchas cosas, que sabe de todo y que no se asusta de nada...

Si el proceso de Berlín entrañase una traición de oficiales alemanes contra el Ejército, por ejemplo, una venta de secretos de guerra, París, comentando la traición, sacaría consecuencias y provecho; pero de lo que se trata es de un proceso de malas costumbres, y necesariamente tiene que dejarlo indiferente. De las malas costumbres de la camarilla del Kaiser, el acusador Harden deriva muy graves consecuencias para la política imperial; pero la mentalidad de París no es, en este punto, la del periodista alemán, porque París entiende que nada tiene que ver aquello con las témporas del año.

Basta leer las descripciones que frecuentemente hace Drumont de la actual sociedad para convencerse del desbarajuste que existe en punto a moral. Basta recordar los estudios que Fouquier hizo del matrimonio moderno para convencerse de que las sucias escenas que hubo entre el conde de Moltke y su esposa divorciada, la señora von Elbe, ni son nuevas ni tienen importancia en el bulevar. Basta recordar que París le abrió los brazos a Óscar Wilde, cuando Londres lo echó de su seno; que los procesos de costumbres se sustancian aquí entre risas y bromas, precursoras de fallos absolutorios en su mayoría, y siempre indulgentes; que los crímenes contra la infancia tienen castigos irrisorios y ridículos; que los Soleilland son admirados y solicitados hasta en las Audiencias, y las Juana Weber tienen protección y amparo...; basta recordar esto, no más, para convencerse de que en el medio ambiente de los baroncitos de Aldelwards y de las Merelli, la mentalidad del Kaiser, en el proceso de Berlín, no resulta...

Hay una tendencia general, que tiene puntos y ribetes de artística y literaria, a considerar la moral como manifestación vulgarísima y cursi que afea y denigra a quien la cumple. Matar padres, violentar ancianas, estuprar y estrangular niñas, abandonar la mujer después de estafarla y mancillarla, expulsar la prole después de martirizarla y encanallarla, ser sádico con niños, traidor a la amistad, fullero en los negocios, simoníaco, prevaricador, y manos puercas en todo y por todo, y andar como traviata desabrochada, con la perfidia en el corazón, el ajenjo en el cerebro, la impudicia en los labios y en las manos la llave ganzúa del chulapo cómplice, son manifestaciones de esprit fort -¡byronianas!-, y quien pueda alardear de alguna de ellas recabará bien pronto el lauro de la Fama por genial.

El proceso de Berlín resulta, pues, en este orden invertido, un aliciente y un acicate. Los geniales de París, los exquisitos, los superhombres, están muy satisfechos de sumar a sus fuerzas en bandidaje y crápula los nombres de un Moltke y de un príncipe de Eldinburg, como tributarios del talento, de la fantasía, de la despreocupación y del copurchic.

Y el escándalo de Berlín es otra invasión alemana de un nuevo género, neutro, porque no viene, a tambor batiente y con bayoneta en ristre, a dar disgustos, sino a recibir.

Es, pues, un refuerzo por retaguardia.


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La absolución de Harden ha vuelto locos a los reaccionarios de la Prensa parisiense. Napoleonistas y orleanistas llegan, en su delirio, hasta querer rasgar el manto imperial del Kaiser. Éste, a juicio de ellos «ha dejado abrir una brecha en el edificio del Imperio y por ella se colarán los revolucionarios.» Lo prudente hubiera sido dejar impunes las brechas que la «camarilla» del Kaiser abría en el cuerpo de granaderos con blancos calzoncitos y botas altas de amazona...

Otra cosa atroz para dichos reaccionarios es que los jurados que formaron tribunal para juzgar los más altos nombres de la aristocracia y del ejército son un carnicero y un lechero. ¿Adónde -preguntan los napoleonistas y orleanistas,- adónde se va a parar en Alemania? ¡Todo un Moltke juzgado y condenado por un lechero!

Sólo por Moltke protestan, porque éste ha pagado por todos. «Las acusaciones de Harden contra el general conde de Moltke -dice la sentencia- han sido suficientemente probadas por los testigos». ¡Ah! ¿por qué se querelló Moltke? ¿quién le sugirió la idea loca de querellarse?

Pues, sencillamente, el Kaiser. Él, Moltke, no se hubiera querellado en su vida, porque harto sabía que donde las dan las toman. Pero el Kaiser, que no es rana y, por no serlo, dista mucho de creer que un proceso contra unos cuantos puede desprestigiar la masa del ejército, exigió una limpieza a fondo, y como a él mismo se la exigiese el Kronprintz, asqueado de oír porquerías en el Casino militar, y el Kaiser recordase lo que él hizo, siendo Kronprintz, con su señor padre, no había escapatoria posible.

Harden, discípulo de Bismarck, sombra suya, es un gran alemán, un gran patriota, y el conde de Moltke es un símbolo de degeneración... ¿Qué mal hay en ello para la patria alemana? ¿En qué puede perjudicarla? La perjudicaría la impunidad si la camarilla orgiástica hubiese continuado informando el criterio del Kaiser sobre la política de Europa.

Pasarán para Alemania, virilizándola, estos momentos difíciles, y sólo quedarán como recuerdo algunas frases jocosas.

Un periódico berlinés refiere que de la guardia de Postdam se dice:

-La guardia se rinde, pero no muere.

Y el Taglebatt dice que un oficial del cuarto regimiento de granaderos de Koenisberg ha sido condenado a siete meses de prisión «por tratos contrarios a los reglamentos en la persona de sus subordinados»; lo cual es un delicado modo de señalar.

Bueno, ¿y qué? Nada de eso vale nada contra el ejército alemán.

El único perdidoso en este caso es el general conde de Moltke, porque hasta ayer las gentes se descubrían respetuosamente al oír decir:

-Ahí va un Moltke...

Y ahora se envuelven en la capa y echan a correr cuando les dicen:

-¡Que viene Moltke!...