XIV

Cuando la madre murió,

la huérfana Margarita,

para consolar su cuita

a muchas puertas llamó.


Pero la desventurada,

sin pan, sin luz, ni calor,

a su constante clamor

¡toda puerta halló cerrada!


Se acordó entonces del río...

y en él ya se iba a tirar,

cuando comenzó a temblar

de miedo... de horror... de frío.


De su intento arrepentida

esa noche recorrió

la ciudad, y se quedó

en una calle, dormida.


¡Despertola un caballero;

le ofreció placer y lujo, y a su casa la condujo;

es decir, al matadero!


De allí salió aquella flor

de blancura inmaculada

toda roja, toda ajada,

toda llena de rubor.


Después, sin rumbo ni apoyo

apuró toda la hiel:

fue a la cita, fue al burdel,

fue a la cárcel... fue al arroyo.


Y aquel ángel sin candor,

de la orgía en el estruendo,

¡se fue muriendo, muriendo

de vergüenza y de dolor!


Pero halló la última puerta,

la puerta del más allá...

¡la puerta que siempre está

a todo mortal abierta!


Y al cabo curó su mal,

sus males (porque eran mil)

una mañana de abril

murió en un viejo hospital.


Perdónala, pues, Dios mío;

imploro en vano tu apoyo;

y si se tiró al arroyo...

¡fue por no tirarse al río!