LXXXVIII

Al escuchar mi apóstrofe, dijiste:

–¡Mi vida es agua clara!

¡Sí, muy clara... aunque triste!

¡Si a ella te asomas... te verás la cara!–


Yo me asomé; pero al hurgar su fondo,

en apariencia plácido y sereno,

debajo de aquella agua, en lo más hondo,

¡hallé un montón de pestilente cieno!


No me detengo en el principio apenas

desde entonces; me agrada verlo todo:

porque ya sé que a veces las arenas

no son arenas... ¡sino inmundo lodo!