LXIV

Luego... apoyó la escultural cabeza

deshecha en bucles, en mi mano fría;

y entornando los ojos con tristeza

miró el sudor que por mi faz corría.


Y me dijo, llorosa

con un acento desmayado y tierno:

–¡Cómo puede tu mano temblorosa

sostener los abismos de un infierno!–