CXXXII

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había

su tez apenas marchitado; hacía

tanto... que ni de lejos la veía...


Vago tinte de aurora su semblante

inundó de repente, en el instante

en que me vio tan cerca... ¡y tan distante!...


Las luchas interiores, no los años,

revelaban también sus desengaños,

que absortos tuvo a todos los extraños.


Llevaba en el regazo un pobre niño,

trémulo y silencioso y sin aliño,

pero bello, y más blanco que un armiño.


¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa

que fue hasta ayer inmaculada rosa,

única a quien llamado hubiera esposa...


pero que nunca a mi reclamo vino,

que me odió y en mi lóbrego camino del desprecio glacial sembró el espino;


aquella esquiva flor que en una grieta

de mis ruinas nació, cual la violeta,

y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,


en el momento en que los rayos rojos

del triste sol de ocaso, los despojos

de la tarde alumbraban, de sus ojos


vertió al bajar del tren, como rocío,

un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!

Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!