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LA INUNDACIÓN

L

OS pobladores de la costa del Luján se hallan en continua agitación. Hace tres días que no duermen. Ved lo que pasa.

Es en Otoño y ha llovido mucho. El estrecho, tortuoso y pobre hilo de agua, tranquilo y triste en los días abrumantes de la canícula, tiene hoy un aspecto verdaderamente terrible. Es un torrente, formidablemente desvastador, que cruza arrollando viviendas frágiles, árboles añosos, cercos mal construidos. Todo cede á su grito de muerte. Sobre el turbión van las víctimas, siendo tal el ímpetu de arrastre de las aguas, que el destrozo pasa en un vértigo. Y apenas el ojo percibe la forma de un objeto ó cosa, ésta ha desaparecido en la correntada.

Con paso tan rápido avanza la inundación que los habitantes de las casas cercanas al río casi no tienen tiempo de poner en salvo sus vidas. Cuatro ó cinco animosos que pretendieron luchar contra el poder de la furia, han sido rechazados por el torbellino.

Hay quejas en el viento que sopla del sud-este. Diríase cargado con sollozos de madres, vagidos de niños, convulsiones de moribundos. La atmósfera gris confúndese en el horizonte con el color monótono del agua que corre por todas partes, inundándolo todo, barriendo el suelo con impulsos de exterminio. Una fuerza ignota la empuja. Parece que en su seno fuera escondido el rencor.

El cuadro es sombrío y trágico. Ved cómo aquella embarcación miserable, vieja y de pequeños remos, ha sido hecha pedazos, sacudida ferozmente por la masa líquida. Iban en ella dos bizarros mozos, que haciendo esfuerzos inauditos pretenden ahora alcanzar á nado la orilla.

Hay que socorrerles. ¿Qué ánimo noble, qué brazo fuerte irá en su ayuda?

Contemplad la escena. Varios ginetes desenrrollan sus lazos y los lanzan al río. Ellos servirán, tal vez, de cables de salvación. Pero la distancia es enorme. Los bizarros mozos aparecen y desaparecen, como á doscientos metros, sobre el cauce profundo. Los caballos, hundidos hasta el sobaco en un fangal, permanecen allí inmóviles y asustados. De pronto, con movimientos dolorosos, avanzan azuzados por las voces salvajes de sus dueños. Jadean después y lanzan quejidos. Entonces se detienen de nuevo y haciendo girar las caras, ridículamente melancólicas, parecen indicar que les ha invadido la angustia. No pueden más... Y en ese preciso instante los bizarros mocetones desaparecen para siempre en el remolino que ruje. Sus cadáveres surgirán mañana entre el limo del torrente que fecundizará la tierra...