Anoche estuviste á visitarme. Te encontré, como otras veces al despertarme, al borde de mi lecho. Al verte me sonreí, mientras tú, de rabia quizás, hacías castañetear tus amarillos dientes.
No te temo y eso es sin duda lo que te irrita. Un día ¿lo recuerdas? desapareció de pronto el brillo de mis pupilas, mis carnes palidecieron y mis músculos se aflojaron. Tú estabas cerca de mí y haciendo un gesto revelador de triunfo me tomaste de la mano, exclamando: ¡Vamos! ¡Ya es hora! Yo abrí los ojos, y te dije: espera, aún no es tiempo... Tú entonces desplegando tus alas de murciélago, que al abrirse rozaron el crucifijo que una mano piadosa había colocado en el respaldar de mi cama, saliste rezongando por la ventana.
Y desde entonces me he formado de tí la más pésima opinión. Porque en verdad que eres algo impaciente y gruñona ¡Oh, vieja fea!...