Actor en cien combates, conserva el recuerdo de sus temerarios arrojos en cicatrices que constituyen su mayor orgullo y que ostenta, con arrogancia, al par de sus medallas y cordones de Curupaytí y Río Negro.
Es el prototipo de nuestro soldado de línea: obediente y pasivo en el cuartel; borracho y pendenciero en la calle, léjos del alcance de la disciplina bárbara y humillante. Hay en él dos entidades: una que obra por cuenta propia, cuando la voz de la consigna no suena amenazante y fatal en sus oídos y los artículos de la ordenanza no cruzan ante sus ojos como cosas incontrarrestables; cuando obra llevado puramente por el instinto, influenciado por la levadura salvaje de su naturaleza, por la sangre con mezcla indígena, que corre por sus arterias con impulsos homicidas siempre. La otra es la entidad de cuartel, el hombre máquina, hecho, formado al igual de todos los compañeros, bajo la férula terrible de la espada, nivelado por el cañón del fusil, modelado á golpe de culata y cintarazo; que vá al martirio infame del cepo sin que se le conmueva un músculo y sufre el azote denigrante con una resignación estúpida, impuesta por algo que á él,—ignorante é ingénuo,—le han hecho creer que es sagrado: el deber militar!
Por todo ello comprenderéis que esta faz de la vida de mi héroe, á la antigua, no puede presentar singularidades dignas de gran atención.
Es domingo y día franco para el soldado.
Serrano tiene madre y piensa ir á visitarla. Sale del cuartel después de la diana. Antes de partir, la china,—su abnegada compañera de 20 años,—lo ha cepillado, lo ha aseado y lustrado hasta dejarlo hecho un buen mozo. El le agradece estas atenciones con expresivas muestras de alegría. ¡Pobre Carmen! ¡tan buena siempre con su sargento!
—Hasta luego; esperáme con mate; ya sabés.
—Hasta luego, no me faltés; y cuidao con descarrilarte.—No seas sonsa! Dejáte de consejos. Eso está bueno pal cura.
Y se despiden.
Son las diez de la mañana. La escena pasa en la trastienda del almacen vecino. Serrano está charlando con un amigo del barrio. Beben ajenjo.
—Pa donde vas, hermano?
—A ver á la vieja; estoy franco y vos ya me conocés; yo no paseo nunca; cuando más una copita...
El soldado llama con ímpetu al mozo y hace servir otra vuelta. El paga todo el gasto; está franco.
Pasa el tiempo.
—Qué horas son, hermano? pregunta el sargento.
—Las onse.
—¡Bueno! ya no voy a ver á la vieja. Se enojaría conmigo. Me descarrilé... ¡Malaya mi suerte negra! ¡Qué va á decir la china!...
Y llama de nuevo:
—Moso, sirva y cobresé.
Ahora tiene el gesto airado y no pide sino que ordena con ademanes imperativos.
El moso no tiene cambio.
—No importa, contesta Serrano, guarde la plata; despues arreglaremos...
Son las dos de la tarde. La escena pasa en la trastienda del almacen vecino. Serrano está charlando con un amigo del barrio. Beben ajenjo.
Serrano no ha almorzado; el amigo tampoco.
Cuando él está así, ya saben:
—Naide le dice nada!—Jesús ¡Qué miedo! ¡Se va á cair la casa! contesta el imprudente amigo.
En la mirada del soldado hay algo de siniestro.
—Mirá, hermano, no me faltés; por que sinó ya sabés: yo no conosco á naide.. ni á mi madre!
—Dejáte de hacerte el malo! ¿No sos mi amigo? Entonces no hagás paradas; si tenés algo, decime...
—Vos no sos mi amigo; maula! y pá enseñarte quien soy te é castigar como á hijo...
Y Serrano avanza ciego, impulsivo, blandiendo el arma filosa que ha sacado con rapidez admirable; tiene el salto del tigre, certero, brutal, infalible; pero antes de llegar al lado del adversario que, obligado también, se apresta al combate, tropieza en un ladrillo roto y rueda por el suelo con el cuchillo empuñado.En este momento el almacen es invadido por un grupo de paseantes. Estos impiden el choque bárbaro entre aquellos hombres y ahora el drama promete no pasar del prólogo.
El vecindario se ha alborotado con este incidente y el dueño de casa, un hijo de Italia, prudente en extremo, dá cuenta del hecho al representante de la autoridad más cercano, quien pasa la voz de alarma con la premura requerida. El sargento Serrano es mentao como guapo y cualquiera no se le anima solo.
Llegan los gendarmes y Serrano siente una voz que le grita:
—¡Dése preso!
—No me entrego á ningún lata, contesta subido en colera; soy sargento del onse y le tallo al más pintao; conque mosito: hilar fino y menos énfulas. Vaya á mandar á su casa!
—Dése preso ó le acoyaramos las manos como animal arisco.
—Hasé la prueba mijito y te hago asender á cabo...
Los curiosos forman rueda.
Recién ahora el soldado se dá cuenta de su situación, verdaderamente critica. El círculo que lo encierra se convertirá, en breve, en barrera infranqueable y tendrá que rendirse como un mándria. Y eso ¡primero muerto!
Entonces toma una determinación suprema. De un empellón voltea á un hombre, y, con violencia inaudita, sigue abriéndose cancha hasta la calle, seguido por los guardias.
—Aura si ¡bellacos!
Allí se para y el impulso homicida vuelve á cegarlo. Desnuda de nuevo el arma que eternamente lleva en la cintura, en sus días francos,—su gran cuchillo, de hoja ancha, de acero puro y de un filo, templado por él mismo—y se dispone á la batalla, feroz, loco, animado por aquel ardor único, aquella ira roja que lo poseyó tantas veces en los campos sangrientos...
¿Quién dió aviso á la china Cármen de lo que pasaba? ¿Quién corrió al cuartel, presuroso, conductor de la nueva?
Ella ha contado, después, que nadie. Un presentimiento la impulsó á salir de la cuadra y, al asomarse á la calle, vió el tumulto; y entonces fué cuando el corazón le dió un vuelco anunciándole algo malo. Y se lanzó sobre el grupo; y arrolló á la gente; pasó adelante como una sombra, y se enfrentó con Serrano cuando éste desnudaba de nuevo su arma, frenético, enloquecido.
Y ahora estaba allí, cuadrada delante de él y desafiando sus iras en medio del asombro de todos. ¡Podía atrevérsele, á ella, la hembra, á quien golpeaba por celos!
—Largá el cuchillo!
Y y con la mano izquierda la china cogió á éste por la hoja, que penetró honda en sus carnes.
—Largá, te digo! ¡Qué te has creido! Conmigo no vas a compadriar ¿entendés?
Y forcejeó con bríos.
Cuando el oficial de turno acudía al llamado de auxilio, el sargento estaba completamente desarmado y rendido.
¡Malaya su suerte negra! La china estaba allí; y él se había descarrilao!
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Y así fué cómo, restablecido el órden y tomadas las anotaciones del caso por la autoridad respectiva, los curiosos, azorados, pudieron ver á Serrano, el temible sargento, encaminarse al cuartel, custodiado por su china, rezongando y haciendo mohínes, como un niño á quien reprende su madre después de una travesura.