Los corazones, cuando tienen memoria,—y digo así porque, sin duda, los hay que, en absoluto casi, carecen de tan inapreciable facultad,—no olvidan nunca estas cosas, llegando á producirse raros casos de sensibilidad aumentativa de un solo hecho, siempre que sean ayudados por la labor misteriosa de un cerebro meditativo.
Por ello á medida que el tiempo huye,—diríase como un traidor eterno que hiriéndonos vá á mansalva,—veo surgir en mi imaginación, con rasgos cada vez más acentuados, la figura de la pobre muchacha que en un riente amanecer de primavera, tal como el de hoy, se extinguía voluntariamente, agonizaba en su lecho blanco, muy blanco—¡oh glaciales mortajas!—mientras afuera, potente, soberano, parecía que vibraran, en orquestación colosal, las notas de un himno cuyo título podría escribirse repitiendo: Vida! Vida!
Ella servía en la casa. Su juventud y su bondad habíanle conquistado el afecto y la estimación de la familia á cuyo lado,—flor gallarda, por cierto,— fué formándose atando su destino.
Cuando una mala racha azotó el hogar, ella también fué víctima y sucedió entonces que la alegría de sus ojos, claros y luminosos, tomó un tinte de melancolía serena, y que el gesto amable de sus labios tuvo la contracción del pesar. Y, alma generosa, reservó para los niños de la casa todo un tesoro de consuelo, derramando como prodiga luz de esperanza que faltó después á su espíritu.
Y entonces ella, la abnegada, la paciente, la bondadosa, que no pudo ser cruel sino consigo mismo, resolvió entrar en la noche del misterio, mariposa perdida en la espesura, luz pálida anulándose en la sombra.
Había temblado ante el desastre. Presintió algo peor que la muerte, vino el ofuscamiento después de la ruda conmoción, no esteriorizada sino vagamente, del ser psíquico, y la visión del porvenir se alzó como un velo de espanto en aquel cerebro, provocando la tragédia.
—¿Por qué?
Era el niño que interrogaba; pero la cara de la pobre muchacha, sin color de vida ya, no se movía. Y entonces los ojos hablaron. Y los ojos dijeron: ved, yo me voy como esa aurora...
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Y he aquí explicado porque miro con tan amarga melancolía estos rientes amaneceres de primavera. Es que en ellos, con contornos tan netos como los de la realidad misma, surgen ante mi vista todos los detalles de la escena infausta. Y una obsesión me persigue. Aquella faz serena. que la muerte arañaba, aquellos ojos,—esos sus ojos, claros y luminosos,—que habían aprendido á mirar tan suavemente y donde, con energía inaudita, se reflejaba un designio incontrastable, flotan—¡oh, yo los veo!— en la atmósfera transparente, como símbolos del dolor; y me parece entonces que la naturaleza, toda entera, sufre también sonriéndose...
Yo moriré, decían, porque hay almas así que están de paso en el mundo, que vienen para irse pronto; están de prisa porque quieren partir sin contaminarse. Y no se detienen. Por eso aletean un instante sobre el suelo y huyen. Se van temprano, así como la mía, para que nada las manche.
Eso decían aquellos ojos mientras la riente mañana filtraba un hilo de luz á través de un vidrio azul, tan azul como el color del fósforo que quemaba las entrañas de la pobre muchacha agonizante...