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DEL DELITO
I

D

OBLÓ la hermosa cabeza; apoyó la frente en la nerviosa mano y lloró así largo tiempo.

Despues ni un movimiento. Parecía anestesiada; las carnes estaban pálidas y frías. Los grandes párpados, al cerrarse, hicieron caer las últimas lágrimas que habían quedado temblando en las oscuras pestañas.

Y cuando el cadáver del marido de Alicia, llevado á pulso por deudos y amigos, atravesaba el patio de la inmensa casa, ella no exhaló un solo grito, no prorrumpió en una sola queja.

II

Era un desper tar brumoso. De lo alto parecía descender una melancolía infinita. Era uno de esos días grises en que el alma sufre; en que el cielo está triste, la tierra está triste y el hombre está triste.

Paso á paso el cortejo avanzaba. El patio inmenso no acababa nunca.

En el pequeño vestíbulo hubo que hacer una pausa. Varias plantas, colocadas en macetones de piedra, impedían el paso del ancho y pesado féretro.

¿Y ella? Como si el cansancio de sus miembros la impidiera, materialmente, hacer un movimiento, el cuerpo permanecía rígido.

Desencajado el rostro, los lábios secos y la mirada fija, parecía que tambien la muerte estuviera acariciando su rostro que, á pesar de todo, conservaba la belleza en la serenidad de sus lineas.

Y cuando las lujosas manijas de bronce golpearon en la madera dura y lustrosa, sintió el golpe, seco y sonoro, sobre el corazón.

III

De pronto se irguió toda entera. Los músculos faciales contraídos en una extorsión suprema, la cabeza, loca, volcada hácia atrás, y los ojos sombríos en las órbitas dilatadas.

Los dientes apretaron los rojos lábios hasta rajar la piel. Brotó la sangre. levantó las manos crispadas y se abalanzó fuera de la habitación.

El cerebro, débil ya, parecía agitarse en las sombras de la inconsciencia absoluta.

Y entonces el pesar dé la infeliz estalló en el grito de la desesperación. Un rugido salió de su pecho, cayendo otra vez anonadada.

La desgraciada no ha pesado aún la carga de su dolor.

En la confusión de aquellos momentos no puede medir la inmensidad de su desdicha.

¡Oh, implacable destino! ¡Oh, ciego loco que así arrojas, á manotadas, polvos de amarguras!

IV

Han transcurrido seis meses. La escena pasa en el cementerio. Una denuncia que compromete á Alicia ha llegado á manos de un juez. En la muerte de su marido hay que descubrir un crimen; una mano traidora le ha arrancado la vida. Ella es la acusada.

De la triste Necrópolis es exhumado el cadáver. Se le saja el vientre; se le arrancan las vísceras y el análisis químico habla: hay ulceración arsenical. El imbécil delator tiene razón.

Huye la tarde. Las lujosas manijas de bronce golpean en la madera dura y lustrosa y el cadáver es de nuevo acostado en su nicho.

Y la justicia ha terminado su primera misión.

V

Pasan los días. Alicia es llamada á declarar. Serena y altiva al principio hace dudar á los jueces. Despues se confunde. Cae en contradicciones. El imbécil delator la apura en sus interrogatorios. El, como amigo del marido, está al cabo de ciertos detalles abrumadores.

Hace armas de todo, la acosa, no la deja articular una frase sin contradecirla, y al fin ella como una fiera corrida, acorralada y envuelta en sus propias redes, revela su secreto:

—Si! Y qué! ¡Le había envenenado!...