Gesta/Cuentos/Del carnaval

DEL CARNAVAL

E

SPLÉNDIDA perspectiva! Una oleada de carne, en un mar de luz.

Doscientas parejas cruzando en raudos giros ante la asombrada vista y entrechocándose, gentiles, en la danza revuelta.

El baile marea. Los rostros se animan. Los corazones se incendian.

¡Soberbio cuadro! Todo gira en la sala, todo baila.

Se ven pasar las parejas rápidas como impulsadas por el vértigo.

Allá van todas, confundidas en el torbellino de la primer galop.

—¡A beber!

—¡Viva la alegria!

Y las parejas enloquecidas, como impulsadas por una sola fuerza, atravesaron la sala del gran teatro yendo á tomar por asalto una de las mesas del hermoso jardín.

—¡Cómo me aburro! díjome al oído, mientras mojaba sus labios en la copita de Kumel, una Safo criolla que había elegido esa noche por compañera.

—Llévate á tu romántica, exclamó mi amigo, el poeta de los versos de colores, al ver el gesto de cansancio que se marcaba en el rostro de su conocida.

—Véanlo si es malo, contestó ella recibiendo la frase con una sonrisa de adorable resignación.

Y el murmullo del baile de máscaras llegaba basta aquel sitio, formando un
solo ruído, como un éco indefinido, vago, algo así como una mezcla confusa de carcajadas y lamentos de carnaval.

—Tú, Daniel, dame tu brazo y saltemos este vals. Y Daniel corrió con Andrea á perderse, dando vueltas, entre la baraunda que danzaba.

En ese momento penetraron cinco parejas en la glorieta de glicinas.

Un payaso con unos cuernos agujereados, de donde pendían dos enormes cascabeles que producían un ruido infernal cuando el cornudo agitaba su colosal cabeza. Un napolitano vendedor de papas; que pregonaba con empeño recomendable la bondad de su mercancía. Un conde á quien un plebeyo atrevido habíale arrancado los faldones del flamante frac, haciendo víctima, al mismo tiempo, á su sombrero de copa del más salvaje de los atentados. Un hijo verdadero de Italia, jigante de veinte años, obeso y sonriente, que parecía gozar como un bendito de todo cuanto veía: y allá, detrás, como rezagado, balanceando el cuerpo que ajustaba un saco que hacía resaltar las formas, el chambergo, alto y de alas angostas, requintado sobre la frente, la bota de una pieza debajo del pantalón y mordiendo entre los dientes un palito de canela, entró mirando con recelo y como quien espía, un tipo completo de compadrito de suburbio del brazo de su Clarisa.

Las mujeres ofrecían un conjunto eterogéneo. La variedad de tintes de sus trajes confundía las miradas.

Todos se sentaron en medio de exclamaciones y gritos ensordecedores.

El compadrito pronunció un nombre y una frase, mientras dirigía una mirada de soslayo á la Safo criolla que nos acompañaba.

Aquello debla significar un insulto porque ésta, rápida y ágil, saltó como una tigre y tomando en sus manos una de las copas vacías, que permanecía en la mesa, asumió una actitud amenazadora.

El compadrito se acercó á nosotros, sonriendo maliciosamente.

El poeta, nervioso y excitado, quiso ]anzarse sobre él. Yo le detuve.

Y enseguida, hablando en un caló especial, aprendido en las tabernas ó en las cárceles, me tendió sus manos de conocido hablándome, al mismo tiempo, de escenas de niños pasadas allá, en su pueblo, hacía varios años y en las que yo había sido uno de los principales actores.

Yo le miraba, oyéndole estupefacto. Después, notando mi asombro ante sus palabras, y, como expresando un sentimiento inmenso, agregó con melancolía: ya no te acordás de mi! Yo soy...

El cojo Lima, le repliqué adelantándome á su revelación. Un gesto había bastado para refrescar mi memoria. ¡Oh, sí que me acordaba! ¿Qué quién era él? Un condiscípulo. El más rebelde, el menos aplicado y el más festejado por toda la clase á quien divertía con sus diabluras.

No pude reprimirme, y, á trueque de sufrir un reproche enérgico de mi poeta, me levanté y abracé al compadrito de bota de una pieza y de sombrero requintado sobre la frente.

Se sentó y bebió con nosotros. Al poco rato mis compañeros me abandonaron, quizá avergonzados por la presencia de aquel antiguo camarada que me hacía revivir toda una época.

— Vamos, cuéntame !qué es de tu vida! ¿en qué te ocupas? ¿qué has hecho? Y le hablaba, olvidándome de la sorpresa del encuentro, de la impresión que me causaran sus modales. su jerga imposible y su chambergo requintado sobre la frente.

Lo acosaba á preguntas que no esperaban contestación, y, sin dejarle articular una palabra, le inquiría datos, sobre los antiguos compañeros.

Le hablaba de nuestros profesores, del maestro Chapa á quien había visto hacía algunos días, aquel alemán malo como un dolor, eterno fantasma de los discípulos y cuya voz estentórea, que imprimía orden y silencio, era siempre escuchada por nosotros como una maldición.

Y él, aturdido, sin darse cuenta de mi exaltación y entusiasmo, me miraba escuchándome sin entenderme.

¡Qué lejos estaba para él todo eso! Me contó su vida. Había salido del pueblo hacía mucho tiempo. Su padre había muerto y él, libre ya de su mano de hierro, salió á rodar tierras.

Después... y antes de continuar yo vi cruzar por su frente una sombra siniestra. ¡Qué querés, hermano! dijo y golpeó la mesa con sus puños fornidos. Soy un desgraciado.

¡Si supieras! He muerto á un hombre. Hace tres meses resien que la justicia no me persigue.

—¿Cómo fué eso? Cuéntame.

Él me miraba con recelo. sin creer en la sinceridad con que le escuchaba.

Sí. Lo maté; lo maté en un atrio por maula. Nos querían ganar una elesión con trampas y con fraudes. Yo reuní mi gente; era fiscal y no podía permitir que nos robaran los votos. Atropeyamos las mesas, arrebatamos los registros y nos agarramos á balasos. El comisario cayó en mis manos. Yo lo buscaba. Me había ultrajado muchas veces. ¡Oh! y el golpe fué seguro; lo abrí como á un sapo!

Y el recuerdo de esta muerte producíale algo semejante á una alegría extraña, sintiéndose más hombre por haber consumado aquel delito.

Y siguió contando la odisea de su vida. Un tajo al sargento de policía un día que éste quiso castigarlo como á hijo; una puñalada á un jai-laife que pretendió robarle la querida; un balazo á ésta porque un día se fué á un baile sin su consentimiento: he ahí su historia. Consecuencias de estos hechos otras tantas condenas que pesaban sobre él y de las que se enorgullecía con fruiciones de bandido.

El instinto del crímen dominaba su organismo. Pesaba sobre su destino como una ley fatal é inevitable. Había nacido criminal. El fantasma rojo se le aparecía en sus noches, le cubría los ojos y le ponía en las manos una copa de sangre.

—¿Te acuerdas? Iba á preguntarle no se qué... tal vez por su madre, la pobre viejecita que nos agasajaba por las tardes, de regreso de nuestras tareas estudiantiles.

Pero no tuve tiempo. En ese momento entró mi poeta que venía á buscarme, á arrancarme de allí, aunque fuera á viva fuerza, para continuar la tarea de divertirnos...

—¿En qué puedo serte útil? le dije. Él me estiró su mano. El poeta, impertérrito, sin comprender el drama que yo acababa de oir relatar, me tomó del brazo.

Yo, rojo de cólera, partí.

Y más tarde al contemplar el desfile de aquella mascarada, cópia fiel de la vida, pude ver á mi condiscípulo atravesar la sala del baile, quebrando el cuerpo, sobre el taco de su bota de una pieza, llevándose á los concurrentes por delante y esperando que alguien lo mirara fuerte para tener ocasión de desnudar su puñal.