¿Qué pensamiento de melancolía podía preocupar á esa cabecita rubia, alegre y risueña á toda hora, y que, á guisa de bibelot, parecía solo hecha para servir de adorno en lujosa sala ó en la mesa de trabajo de caprichoso artista?
Y bien se conocía que lo que trabajaba en aquel cerebro era una idea triste. Como abismada en un recuerdo,—recuerdo de dichas muertas, — la mirada permanecía fija. El gesto de la boca, deformado por la presión de la cara al apoyarse en la mano sostenida por el respaldar de la silla, era doloroso, y se diría que una pena honda había asaltado aquel espíritu, haciéndolo reflexionar por la primera vez.
¡Oh poder del recuerdo! ¡Oh tirano! ¡Cómo invades, posesionándote y dominando, todo el ser! Así has llegado en esta ocasión también, avasallador, único, absoluto, autócrata, á sacudir un corazón que dormía...
Sin embargo, se decía monologando en silencio, el culpable ha sido él. Es un impetuoso y un loco. Nunca me hizo caso. Decía que pensaba por mí; y no supo darse cuenta de que yo no era una voluntad. ¡Y que antes que la suya estaba la de mi madre! Por allí debió empezar. Y no lo hizo. Y un día ella, mi madre, me impuso el olvido. Y ese día yo tuve para él una frase de debilidad en mi cariño. Y él, que era el impulso en la acción, echó el ídolo á tierra, lo arrojó del ara de un golpe y se paró, altanero, á contemplar la obra. En seguida huyó.
y la hermosa cabecita rubia se doblegó sobre el cuello, quedando largo tiempo recostada, como en actitud suplicante...