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De los Sueños
De los Sueños

ODOS los días, a la hora en que el sol pone cara amable, enviándonos sus rayos como efluvios ténues de luz reconfortante, Julio, mi más reciente amigo, se entretiene en contarme, con palabra elocuente y fuertemente expresiva, los sueños que han perturbado su cerebro durante la noche anterior.

Como Julio tiene una cabeza que califica de alocada la casi totalidad de los que le conocen, sucede que, casi siempre, estos sueños toman forma de verdaderas pesadillas, absolutamente monstruosas, al par que sin significación, para esa mayoria, aunque estén llenos de interés para todos los que como yo tienen por dichas cabezas un profundísimo respeto.

Al encontrarnos ayer, y después del franco saludo habitual, cordial y sincero, Julio, sin darme tiempo para interrogarlo sobre ningún asunto de actualidad como por distraerlo suelo hacer, comenzó su relato,—que me propuse escuchar con gran atención,—de la siguiente manera:

„Soñé anoche que era yo el muerto detrás del cual iba la pequeña hilera de carruajes ocupados por los que no podían faltar en la ceremonia del entierro.

Y mientras la carroza negra de los difuntos marchaba á saltos por la amplia y desigual avenida que conduce al más triste é inmenso de los cementerios, yo evocaba, con claridad y precisión, todos los detalles de la agonía.

La penumbra misteriosa del cuarto, donde estaban haciendo círculo, la madre reprimiendo el sollozo que ahoga; el hermano, columna altiva y fuerte del hogar, simulando una serenidad de circunstancias; y la compañera asidua del pobre enfermo, —esa flor pura, única, vaso esquisito, alma gemela, que marchaba en la vida á su lado, siguiendo sus inspiraciones, como una luz á otra luz,— trémula, pero sin demostrar, exteriormente, los acongojamientos íntimos de su ser, descentralizado por la primera conmoción. A un lado, deliberando casi en secreto, los tres médicos llamados en la hora suprema, como recurso extremo, para que, juntos, entablaran la batalla decisiva con el terrible é inevitable enemigo; y allá, en frente, en el rincón de la izquierda, sentada en la silla más cómoda de la casa, la grande y noble y vieja abuela, llorando á lágrima viva, apesar de sus ímpetus y de sus energías que, á veces, la transfiguraban.

Por la puerta entreabierta aparecía una figura grotesca: era la buena mujer que hacia de mandadero y que, á cada rato, salía y entraba cargada de cajas y frascos de remedios, horribles brebajes que amargaban, más aún, los últimos instantes del moribundo.

Al hablar en tercera persona Julio daba mayor fuerza de expresión á su relato y su rostro, de líneas pronunciadas, adquiría un relieve tal que llegaba á dar la nota exclusiva de la verdad.

Despues de una pausa y sin que yo lo interrumpiera, posesionado por completo, continuó asi:

El ambiente de la habitación donde expiraba era glacial. Quise incorporarme en el lecho y mi madre se acercó rápidamente.

¡Ay! qué frio.... exclamé, sintiendo una emoción que me corrió por toda la espalda, hasta la nuca, golpeándome en la cabeza. Ella me abrigó y me dió un beso en la frente. Sus lábios debieron helarse.....

En seguida salió apresurada. Yo la miré irse como si ya no fuera á volver nunca. Mi hermano la siguió hasta el comedor vecino y allí hablaron en voz baja,—muy baja—como para que yo no pudiera oirles.

Entre tanto la vieja abuela lloraba en el rincon. Sus lágrimas no tenían fin.

Como obedeciendo á un mismo impulso, sin dirigirse una palabra, ni expresar un deseo con un signo siquiera, dos de los médicos, entreabriendo la puerta que daba al patio, dirigiéronse al jardín, de donde llegaba penetrante olor de violetas y alucemas. El tercero se acercó a mi lecho para darme una inyección. Cuando dió término á su tarea le agradecí con una mirada larga pero débil.

Entonces la compañera asídua del pobre enfermo se acercó á la cama y con su palabra de jóven, sonora y fresca, algo temblorosa pero sobreponiéndose á su dolor, como si supiera que así agradaría más, habló:

Hermano, dijo: tú has sido mi luz, mi guía. Tú has sido un bueno. Tú has tenido el impulso bravío de los fuertes espíritus. Has sido un rebelde por que eres un hombre superior. No has transigido con el medio; has apostrofado á los farsantes con los acentos soberbios de tu frase y, al arrancarles la máscara, has dejado sobre sus rostros de comediantes la marca de fuego, que quema siempre; tú has sido un noble; tú no tienes en la frente la arruga de los malvados sino la de los pensadores; tú eres, para mí, la encarnación de la verdad en la tierra, yo te bendigo, porque tu inteligencia es él faro que marca el rumbo de la mía; tú vivirás en mi, yo llevo en mi cerebro los reflejos del tuyo y en mi corazón las bondades de tu corazón; tus virtudes son excelsas.

Y me besó en la frente, como mi madre.

Quise hablar y no me fué posible; estaba, en realidad, conmovido. Balbuceando pude, apenas, preguntarle ¿y ella? ¿adónde á ido?

Escucha, me dijo: ella tiene sus ideas fijas, falsas pero arraigadas; ¡qué hemos de hacerle! tú ya lo sabes. Bueno, ella quiere......

—Ah, sí! ya lo sé; tonto de mi! Pero....

—No te irrites, ten calma; te lo pido. De todas maneras ¡qué importa! mirándolo bien. ¿Te dará él lo que tú no tengas? Te quitará él, lo que sea tuyo?

—Él!

—Él!

Y entonces un hombre, todo vestido de negro, con un libro y un hilo de cuentas en la diestra, penetró en la habitación.


II

Hijo. Te hablo de la vida eterna, del más allá perdurable donde las almas pueden encontrar la bienaventuranza muriendo en gracia de perdon.

Verbo Divino. Hijo Unigénito de Dios que, no contento con haberte hecho hombre para salvar á los hombres, quisiste hacerte su espiritual alimento instituyendo el sacramento augusto de la eucaristia, yo en él te adoro y creo presente con la misma magestad y grandeza que estás á la diestra de tu Eterno Padre, y, considerando que para mayor realce de esta fineza te vas á comunicar como divino viático al enfermo, te doy las más sentidas gracias por este beneficio que vas á hacerle: concédele el don de la perseverancia en tu servicio y amor y tambien la vida temporal, mediante la santa unción que va á recibir, si con ella ha de hacer obras dignas de la vida eterna. Así sea.

Era el sacerdote quien hablaba. Su voz, algo débil y casi sin modulaciones, no podía escucharse con mucha claridad.

Yo, el enfermo, tenía los ojos cerrados. Oía perfectamente. Rodeando el lecho estaban todos los míos.

De pronto alzé los párpados y volví la cabeza hacia el lado donde estaba el sacerdote. Hice un ademán y un gesto. El moribundo iba á hablar.

—Padre...

La atención se condensó en un silencio de sepulcro. Todos los oídos estaban alertas; las miradas eran ansiosas.

—Hijo...

—Padre... volví á repetir con voz desfalleciente.

—Te escucho, contestó aquél, ¿es una confesión? habla: y acercó su rostro al mío.

Reasumiendo todas las fuerzas que quedaban en aquel misero cuerpo claudicante, con el último hilo de voz yó, el moribundo, dije por fin: padre, no creo en Dios.... y doblé la cabeza.... y quede rígido.

......................................

Entonces... te despertaste, exclamó casi angustiado por las palabras de mi amigo.

Nó, agregó Julio. Hay otros detalles que no tengo ahora presentes. Estos son los preparativos del entierro.

Recuerdo, sí, el viaje evocador hasta la Necrópolis, en el cajón estrecho, la llegada y el descenso ante la gran puerta de hierro.

Hizo una pequeña pausa y luego continuó:

Despues la concurrencia acudió presurosa a apoderarse del cadáver y cuando el cortejo avanzaba por el estrecho callejón, circundado de bóvedas, yo sentí las fruiciones nerviosas con que el más amigo de mis amigos apretaba las agarraderas de mi féretro.


III

Yo había quedado suspenso de las frases de Julio. Cuando me hube serenado le dije: Supongo que tú no pensarás morir así, ¿verdad?

¡Pero hombre! — exclamó al ver la impresión que había conseguido obtener su relato, —si este es un sueño no más; y un sueño mío... y despues de todo, tú ya sabes: yo soy.... un alocado....