O dejes de venir hoy. Ya sabes que te espero á comer. Tienes un tren de regreso á las cinco. Puedes, muy bien, estar á las siete en tu casa.
— No faltaré, Luisa. Ya sabes que nunca lo hago. Ahora déjame, tengo, apenas, veinte minutos para llegar á la estación, y el asunto que me obliga á realizar este viaje es importante, como te consta. Adios.
—Hasta luego.
Y un beso sonoro y rápido corta el diálogo.
Segundos después se oye un portazo, un chasquido de látigo; y el coche que lleva á Antonio Aubert hasta la estación del Norte rueda, serena y velozmente, sobre el pavimento de madera.
Luisa está nerviosa. Reflexiona. De todos modos, dice, ésto tenia que suceder, tarde ó temprano. Yo no sé si lo quiero. Creo que nó. El hábito. la costumbre, cierto afecto, tal vez... Hace trece años que al despertarnos, todos los días, nos vemos la cara. Yo lo miro, él me mira; y siempre igual, hasta llegar á convencernos que esto sería eterno. Pero cariño, en realidad, ¿habremos sentido nunca?
¡Oh sí! exclama después con un gesto, mezcla extraña de triunfo y de remordimiento: ¡él no miente, él me quiere! Y así me lo demuestra á toda hora, en todas las formas, con todos los tonos, perpetuamente, hasta que, convertido en mi sombra, ha llegado á ser mi pesadílla... Mas yo... yo no lo quise, yo no lo quiero, no lo querré nunca.
¡Y he pasado, trece años, los mejores de mi juventud, los más bellos de mi vida, engañándolo, á él, que es bueno, engañándome á mi misma, engañando á todo el mundo, á mis amigas, á sus compañeros, á su madre, en fin, que ha llegado hasta perdonar, merced á esta pasión, á mis súplicas, á mis ruegos, á mi constancia ejemplar, á la sinceridad de este amor!...
Y hoy. por último, decidida á romper estos lazos, para ser consecuente con el pasado, lo he engañado también al despedirlo.
Hasta luego, dijeron mis labios. Mientras, mi alma decía: ¡hasta nunca!
El vapor que debía conducir á Luisa á Río de Janeiro tenía fijada su partida para las seis de la tarde. Recién una hora después. Antonio estaría en su casa. Había tiempo suficiente pará huir á mansalva. El golpe estaba perfectamente calculado. Hasta el pasaje, por lo que pudiera acontecer, estaba tomado bajo nombre supuesto. Aquello era un crimen—¡bien lo comprendía ella!— con premeditación y alevosía. Pero Luisa estaba en su ley, era lógica consigo misma. Lo que hacia estaba bien hecho.
Un momento antes de salir á la calle para encaminarse á bordo ocurrió algo imprevisto. El hermano de Antonio llegó en su busca. Solía quedarse á comer, y el pensar en ésto la contrariaba visiblemente.
Tratando de disimular, Luisa le dijo que su amante estaba ausente, en viaje á un punto cercano, del que no regresaría hasta el próximo día. En cuanto á ella, tenía que partir en el acto, á cumplir un encargo que él la hiciera. De este modo salvaba la dificultad sin dejar traslucir su proyecto de huida, que empezó á poner en práctica.
Al trasponer la puerta del dormitorio para salir al patio, su pié fino y breve, aplastó la cola dé la perra Diana, guardián solícito y temible de aquella casa. El hermoso animal ni aulló siquiera. Desde hacía largo rato miraba con tristeza los aprestos de su dueña. Al levantarse, sacudiéndose, ella lo golpeó con rabia.
¡Qué espléndida era aquella tarde! El cielo parecía un inmenso cristal azul doblado en comba magnífica. Una serenidad imperturbable descendía de lo alto impregnando el espíritu de soledad y dulzura. Cuando cruzó la ámplia avenida, que divide la parte central de la ciudad, Luisa vió cruzar un grupo de niños pequeños, que saltaban riendo. ¡Si hubiéramos tenido hijos! pensó. Y algo como una lágrima asomó á, sus ojos azules, de mirada húmeda. Después se encogió de hombros, se arrellenó en el asiento del viejo coupé, que alquilara momentos antes y haciendo un mohín que expresaba indiferencia, dijo: quizá así sea mejor.
Seguía andando. Como si nunca las hubiera visto, las calles le parecían nuevas. Leía, maquinalmente, sin darse cuenta, los letreros de las casas de comercio ante las que iba desfilando. De pronto se asombró del paso que daba. Se veía, se juzgaba, como si fuera otra persona. Analizaba el acto, llegando á este resultado: había obrado bajo una influencia poderosa — que no podía explicar, — única, imperativa, irresistible. ¿Era culpable? No. Cualquiera otra, en su caso, habría hecho lo mismo. Pero, ¿tenía perdón aquello? Tampoco. No encontraba, en verdad, ninguna causa atenuante. Y sin embargo, ¡no era culpable!
Seguía andando. Por un fenómeno cerebral, adelantándose al porvenir, Buenos Aires figuraba en su pensamiento como un recuerdo. Una cosa que había visto, una ciudad en la que había vivido. Ya no estaba en ella. Se consideraba á inmensa distancia, en tierras nuevas, desconocidas, lejos, muy lejos, ¡como que iba huyendo!...
¿Sufría? Ella no sabía cómo clasificar una especie de sentimiento muy íntimo que iba posesionándose de su sér. Era el dolor prematuro, la nostálgia anticipada de las cosas idas, de lo que se abandona para siempre, de lo que se ha perdido, de lo que no volverá á verse jamás, sabiéndose que existe. Era el dolor que sentimos por las cosas.
—Lista?—pregunta la amiga desde la barandilla, sobre la que está coquetamente apoyada.
—Lista—contesta Luisa. Dá tres brincos de gata, pasa el puente, casi sin tocarlo, y cae sobre cubierta con la sombrilla en la mano, cuya seda, de acres tonos, brilla á los reflejos del sol que muere.
Momentos después el vapor parte.
Antonio Aubert no ha podido esta vez cumplir su compromiso con Luisa. ¡Y ella que lo habrá esperado hasta tarde! ¡Malditos negocios!
Ha tenido que comer en un hotel detestable y caro. Se ha disgustado con los mozos porque no le servían bien, y todo por no poder ir temprano á su casa. Perdió el tren de las cinco y tuvo que esperar hasta las nueve de la noche para emprender viaje de vuelta á la ciudad. Total, cuatro horas mortales de espera, pasadas incómodamente en un pueblo triste y sin amigos, cuando el nido lo esperaba apacible y amoroso.
Felizmente ya está en su casa, frente á la felicidad. Adios pasado. Llama á la puerta. Ha olvidado la llave. Como iba á volver temprano, no se acordó de echarla al bolsillo. Pero Luisa estará atenta.
El timbre parece que no suena, puesto que no han respondido. Apela al llamador y dá dos golpes. Diana le contesta con raros ladridos, como si tratara de anunciarle algo. Pero la puerta no se abre.
Entonces gólpea fuerte. Una, dos, tres veces. Diana vuelve á contestarle. Se agita en el zaguan, corre hasta el patio y vuelve. Se azota entonces contra la puerta, como deseando abrirla, y aulla extrañamente.
Antonio Aubert siente que el corazón le palpita con fuerza inusitada. Presiente algo malo. No sabe qué. Luisa estará enferma, piensa. Pero si así fuera, Juanita, la muchacha de servicio, se habría quedado esa noche. No puede ser. Y una sombra nubla su frente.
Ahora apela á sus fuerzas. El abrirá la puerta; ¡ya lo creo! Pone el hombro á la altura de la cerradura, se encoge bien, y el haz de músculos, todo el cuerpo, empujan. Cruje la falleba, salta un tornillo y el pedazo de hierro, que ajusta el pasador, se tuerce. Aun otro esfuerzo, y la puerta, con el empellón brutal, vá á estrellarse contra la pared que se hunde.
Diana lo abalanza. Parece que no quisiera dejarlo entrar sin explicarle algo. El la hace á un lado y sigue. No hay luces en ninguna parte. Vá al dormitorio. Ahora grita:
—¡Luisa! ¡Luisa!
Nadie le responde. Diana signe abalanzándolo. Está loca. Va á morderlo Se ha enfurecido.
El corre á su escritorio. Allí hay dos líneas de Luisa, escritas al partir, sobre un papel de oficio, en letras muy grandes. ¿Qué le dice? Que no la busque: ¡Ha querido evitarle esa . tarea!
Antonio Aubert sale al patio de su casa. Se asfixia en el interior. Tiene un papel en la mano izquierda, la carta de Luisa, y en la otra su revólver. ¿Qué vá á hacer? Diana no puede contenerse; lo salta, le impide accionar. Le rodea las piernas, le coloca sus patas en la mano que empuña el arma, y sigue aullando, extrañamente.
Antonio Aubert vá á matarse. Pero Diana es un obstáculo para la realización de este intento. Ahora el cañón niquelado del Smith - Wesson brilla con resplandores fugaces, sobre el pecho negro de la perra, que detiene el impulso instintivo del brazo que quiere alzarse hasta la altura de la cabeza del dueño. Suena un tiro; un cuerpo cae al suelo y un ladrido de angustia llena el espacio.
Antonio Aubert está de pié. Entre tanto, la sangre de Diana corre abundante manchando el mármol del patio. La carta de Luisa ha caido sobre uno de los coágulos rojos que se van formando.Antonio Aubert está ahora en la puerta de calle. Teme que el disparo de su revólver atraiga curiosos.
Nadie llega. Entonces esconde el arma, cierra á medias la puerta y se aleja despacio de aquella casa, nido ayer de sus amores, compéndio de su alegría y adonde, en realidad. Sólo queda el cadáver de un perro!