o quiero, no; rechazo esas migajas de cariño que, como á una pordiosera de amor, me entregas en tus ratos de ócio. Prefiero el aniquilamiento doloroso de mi ser en la abstención absoluta de mis facultades. El horror del vacío me estremece, pero más torturante aun es la conmiseración conque me humillas. Yo bien me sé que, en el fondo, tu proceder es honrado. Tú te conduces para conmigo como los abnegados que llegan al sacrificio. Te considero como á uno de eses triunfadores de la gloria que se sienten abrumados por los halagos de la multitud á quien, sin embargo, se obligan por agradecimiento. Yo te abrumo con mi cariño y tú te sientes obligado hacia mi por agradecimiento tambien. Tú eres el triunfador; yo la multitud. ¿Me explico?
Tal vez al leer estas líneas y al encontrarte descubierto cruce por tu imaginación la idea de ocultarme tu pensamiento. Pero es inútil: tú no puedes esconderme tu alma, para mí desnuda en lo que á amor se refiere. Sé lo que hay en ella, hasta en sus pliegues más secretos. Y ésto no es una pretensión sino una verdad, que no has de negarme.
Escúchame: Esta carta te la escribo sin lágrimas. pero con el desconsuelo de un espíritu abatido para siempre. Convencida de mi infelicidad, he resuelto aceptarla, cortando de un solo golpe este lazo, ahogador, que nos ata. Tú no puedes quererme y mis orgullos de mujer amante estallarían ante la negación de esta realidad terrible. ¿Para qué provocar, entonces, una situación desesperante? El grano de filosofía que existe en mi espíritu es el que me aconseja en esta circunstancia. El me empuja á la adopción de este temperamento.
Siendo yo la única víctima de esta resolución, no espero de tí una respuesta que encierre una esperanza. Ten por seguro que ella holgaría en esta emergencia: estaría demás.
Y ahora: para siempre, adios!»
Cuando Diego Rosas leyó la carta de Sarah, el primer impulso que tuvo fué de ira. Despues se contuvo exclamando: ella no tiene razón pero ¡se lo juro! sucederá lo que manifiesta desear. Y desde ese instante forma un propósito: olvidar; olvidar sí, á aquella mujer cuya belleza había llegado á inspirarle un amor grande y extraño.
Es una alma enferma, se dijo. Ignoro qué destino la arrastra. Sabe que no es cierto lo que expresa y yo sé que no alienta poder humano, fuera de su capricho, capaz de torcer su intento.
Ha demostrado por mí una especie de furia eroticamente espiritual, erotismo de alma y de cuerpo, único apto para producir la emoción total del amor, y hoy, porque sí, sin que haya un motivo real, ella resuelve el suicidio de ésta pasión que convierte en juguete peligroso para mi suerte y la suya.
No encuentro un solo indicio en el pasado de nuestras relaciones que hubieran hecho suponer al hombre más experto en lides de amor esta determinación curiosa. Despues, como acordándose de un hecho al que, infundadamente, no hubiera dado importancia agrega: á no ser que mi brusca partida de anoche cuando la dejé para concurrir á la cita de mis amigos; las palabras, un tanto ágrias, con que contesté á sus súplicas cuando pretendía retenerme... pero no, no puedo creer que ésta actitud tan propia de mi carácter cuando me contrarían, de este carácter que ella conoce, que se precia de haber profundizado, sea la causa exclusiva de su designio. Sin embargo, francamente, no acierto con la verdad. Ella experimenta la necesidad de declararse víctima y así lo hace. ¿Efectivamente sufre? Tal vez; no lo sé. ¿Pretende hacerme sufrir, engañándome? ¿Es una perversa ó una desequilibrada? No lo sé tampoco; y yo no puedo, no quiero calificarla!
Y abrumado en análogas reflexiones permaneció como en sueños.
Una ilusión pareció alentarle en medio de su nostálgia. Y entonces se entregó, en absoluto, á la labor ruda y sin trégua. En su mesa de estudio se amontonaban las cuartillas. Escribía, escribía sí, atropellada, febrilmente, en arrebatos de inspiración que se subleva.
Pensó que en pocas horas podría dar fin á aquella obra comenzada hacía años y en la que fundaba sus mayores glorias de escritor y artista. Para ésto pondría en ella toda la intensidad de su congoja, los desgarramientos de su espíritu atormentado; haría vibrar en ella toda la desesperación de sus ánsias, la vehemencia de sus pasiones, todo el afecto, en suma, que se iba detrás de aquella mujer loca, cuya resolución lo desconcertaba, exacerbándolo á la vez, hasta provocar el desquicio de su ser moral.
Como todos los grandes enardecimientos este pasó tambien dejando una sensación de cansancio. Y otra vez el pasado surgió, vivo y anonadador, en su cerebro. Y entonces se confesó abatido, débil, sin fuerzas, sin energías: cosa sin rumbo, sin objeto, marchando en el arroyo á merced de un viento de muerte. Lloraba sus amores...
—¿Sufres?
Él creyó soñar. La voz suave que así lo interrogaba era la de Sarah. Sus manos, sus pequeñas manos, de dedos finos y nerviosos, que siempre, al acariciar, producían estremecimientos de voluptuosidades únicas, eran las que se posaban sobre sus hombros. Era ella la que llegaba sorprendiéndole en su meditación. Y al mirarla, al encontrarse sus rostros, sintió él algo así como, una estupefacción deliciosa que le proporcionara un bienestar infinito; y se dió entonces cabal cuenta de la influencia enorme que aquella mujer debía ejercer en el mecanismo de su alma. Y olvidó por completo su propósito reciente para dedicarse, con empello vivaz, á la reconquista de su dicha que, hacía un momento, consideraba naúfraga, á inmensa distancia de puerto amigo.
Arrobada, como en éxtasis, le contemplaba Sarah.
—Pero, dime, dijo él, de pronto, esa carta...
—Te lo diré; todo eso es cierto; eso es verdad, porque yo así lo he sentido. Esa carta es sincera: mi sufrimiento ha sido una realidad, porque lo cierto, lo verdadero, en fin. es solamente aquello en que uno crée. Y piensa que no se llega á tener, como yo, la convicción del dolor sin que este sea un hecho. La causa yo la habré forjado, quizá, ayudada, un poco, por tí. Pero ella existió, pequeña, en gérmen imperceptible, si te parece, pero en gérmen que mi imaginación fecundó de una manera monstruosa.
Diego Rosas observaba á Sarah con curiosidad creciente. Jamás se le ocurrió imaginar que aquel cerebro tuviera tantas complicaciones, siendo capaz de argumentar con tan especial filosofía. Sin embargo, resultaba de innegable interés todo aquello y, por su parte, con tal que á ella no se le antojara privarle de sus caricias en lo futuro, podía muy bien continuar razonando, discurriendo, en su charla pizpireta, aunque no del todo exenta de profundidad.
—Ahora bien, siguió Sarah, como todo eso es cierto, como yo, aunque no lo parezca, soy lógica, á mi modo, te repito que esa carta no tiene contestación, puesto que no la acepto y que, por lo tanto, ese, nuestro amor de ayer, ha fenecido.
Él, proseguía mirándola con mayor asombro cada vez, sin darse cuenta ya de lo que quería, de lo que pensaba Sarah.
—Por fin, exclamó, sulfurado casi, quiero imaginarme que no habrás llegado hasta aquí con el deseo de burlarte. Y si esto es verdad, si, como manifestarlo parecen tus ojos, aun piensas en mi cariño, no sé, realmente, como vas á componértelas, en esta ocasión, para ser lógica.
—La explicación es sencilla, replicó Sarah. Mira: aquello ha existido, es decir, ha sido, ha pasado. Lo que pueda venir, todo, es nuevo: yo recien te conozco...
Y mientras él la contestaba con una sonrisa de agradecimiento, ella lo envolvía, mareándolo, en una mirada de ensueño, ébria de promesas.
Después, mientras el crepúsculo invadía la habitación confortable del artista, en el ambiente perfumado y tibio, resonó con ecos inefables de alegrías resucitadas, el primer beso de aquellos nuevos amores...