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DEL CASTIGO
I

Llevaba sobre su espíritu toda la amargura acumulada durante cinco años de miseria.

La terrible enemiga, hecha de garras y de sombra, se había abatido sobre su cuerpo, esquilmándole, y sobre su alma poblándola de nubes. Podía decirse de él que era un resíduo humano arrojado con rabia al pudridero.

Allí, en el conventillo del suburbio donde comía limosna de pobres, no tenía, de noche, luz para sus ojos ni ropas para sus carnes.

De día, cuando cruzaba las calles, era siempre objeto de las señales de algun transeunte. El gesto de éste parecía decir: aquel fué un poderoso. Y entonces se le miraba con el aire conque se mirarían las ruinas de soberbio palacio cubiertas de moho y de orín.

Marchaba con el cuello doblado, volcada al lado izquierdo la cabeza grande y calva. Iba á pasos cortos, los brazos á la espalda, unidas atrás las manos; el vestido raído y sucio hasta dar asco; la barba, ancha y blanca, pese á la higiene, le cubría el pecho flaco y hundido.

Se diría que miraba sin ver, tal era de marcada la indiferencia del rostro, la impasibilidad del ademán. Indudablemente aquellas pupilas no funcionaban; al menos la vida exterior no pasaba á través de ellas. El ser interno, podía afirmarse, no recibía reflejos de afuera.

Una vez, al doblar una esquina, un hombre jóven, fuerte y gallardo, le dió un encontrón. El cuerpo endeble del viejo bamboleó hasta perder el equilibrio. Iba á caer cuando una mano robusta lo sostuvo. Dos rostros se encontraron en este momento: el del mendigo, macilento y triste, y el del jóven fuerte y gallardo, fresco y sereno.

La apacible atmósfera de la tarde permitió que, á la distancia, se escuchara sin dificultad este diálogo, tan rápido como trágico, sostenido entre aquellos dos hombres:

¡Hijo! dijo el viejo, asiéndose con fuerzas al cuerpo robusto.

¡Mientes! contestó el jóven, sosteniéndole aun; yo soy hijo de ella, la mártir. Tú, no dejas descendencia.

Aquí pudo verse que el jóven, fuerte y gallardo, sacó de su cartera un billete y lo introdujo en un agujero del levitón del mendigo.

Y sin pronunciar más palabras continuó andando.
II

Esa noche tiene el mendigo un sueño horrible, tan horrible como la realidad misma. Es una vision dolorosa: Una cara de mujer, bella y triste, como si fuera la personificación del pesar, flotando en las tinieblas.

Aquella cara está como petrificada. Los labios, entreabiertos, no se mueven y del cuello blanco pende una cuerda en forma de lazo del que una mano oculta parece tirar formando nudo inviolable. Despues el mendigo vé algo más extraordinario aún. Un niño, con cara de hombre, que él conoce, se acerca á la efigie triste, corta la ligadura y entonces la boca aquella sonríe melancólicamente y habla.

El mendigo implora y los écos de un grito jigante repercuten en el patio del conventillo. ¡Perdon! ¡Perdon! dice el grito. Y nadie hace caso porque nadie oye; que el sueño de la pobreza es parecido al de la muerte!

La cuerda rota cae en ese instante del cuello; y el niño, con cara de hombre, desaparece. La vision dice ahora:

—¿Perdon? Sí. Yo te perdono porque he amado mucho; y quien ama perdona. Pero él, él no te perdonará nunca. Y la vision señalaba el lado por donde partiera el niño con cara de hombre. Despues continuó, implacable. El, cumpliendo un designio, te encontró hoy en la calle, te trató como á un pordiosero y te dió la espalda. El no te perdonará nunca. Ese será tu castigo.

Yo era joven y hermosa, dijo después aquella boca triste. Entregué mi vida en holocausto á un amor que tú asesinaste. Fuiste perjuro. Faltaste á tu fé y á tu alma. ¿Te acuerdas? Cruzaste ante mi cadáver llevando al lecho de esposo vendido un cuerpo viejo y sin savia. El amor y la compasión habían huido de tí al batir sonoro de los treinta dineros.

Y la voz implacable continuó así: perjuro y traidor tuvistes días de triunfo mundano y estéril; te erguiste sobre la multitud con la arrogancia de los victoriosos; te erguías sobre mi cadáver; yo era la víctima: había caído en tu camino. Mi memoria fué pasto de imbéciles y de malvados. Perjuro y traidor tú también la escarnecías...

El mendigo implora de nuevo. Ha levantado las manos en cruz y al extenderlas hacia la visión cae de la cama con estruendo.

Se arrastra de rodillas. En el piso áspero, de ladrillos, se abren sus carnes; al roce brutal cede el cuerpo; la cabeza, en vértigo espantoso, se inclina adelante y el armazón, todo entero, de aquel ente miserable que claudica, se desploma, acostándose para siempre, en el cuarto del conventillo maloliente y glacial.
III

Encontrar muerto á un mendigo, ya sea en el bulevar ó en su covacha, es algo tan general que á nadie asombra ni conmueve. Sin embargo, aquel cuerpo herido, que amaneció rígido, la cara contraída en una mueca horrible, fuera del estante de tablas que le servía de lecho, llamó la atención de los vecinos. Uno de estos, joven y locuaz, insinuó una acusación diciendo: este hombre tenía ayer dinero. Él me lo anunció agregando: ya tengo para mortaja... Han querido robarle y lo han asesinado.

Esto era una suposición lógica, que resultó infundada como sabéis, lector, pero que consiguió prosélitos, pues eran muchos los detalles que concurrían á hacerla viable.

Sin embargo, en honor de la verdad, á la que siempre respetamos los poetas, adivinadores de sueños, diré que, registrados los agujeros del levitón del mendigo, no pudo encontrarse en ninguno de ellos el billete que recibiera en la calle, siendo en este sentido inútiles todas las gestiones hechas por una investigación policial tan activa como secreta ...