Exclamaciones o meditaciones del alma a su Dios/Capítulo XI
1. ¡Oh, válgame Dios! ¡Oh, válgame Dios! ¡Qué gran tormento es para mí, cuando considero qué sentirá un alma que siempre ha sido acá tenida y querida y servida y estimada y regalada, cuando, en acabando de morir, se vea ya perdida para siempre, y entienda claro que no ha de tener fin (que allí no le valdrá querer no pensar las cosas de la fe, como acá ha hecho), y se vea apartar de lo que le parecerá que aun no había comenzado a gozar (y con razón, porque todo lo que con la vida se acaba es un soplo), y rodeado de aquella compañía disforme y sin piedad, con quien siempre ha de padecer, metida en aquel lago hediondo lleno de serpientes, que la que más pudiere la dará mayor bocado; en aquella miserable oscuridad, adonde no verán sino lo que la dará tormento y pena, sin ver luz sino de una llama tenebrosa! ¡Oh, qué poco encarecido va para lo que es!
2. ¡Oh Señor!, ¿quién puso tanto lodo en los ojos de esta alma, que
no haya visto esto hasta que se vea allí? ¡Oh Señor!, ¿quién ha
tapado sus oídos para no oír las muchas veces que se le había
dicho esto y la eternidad de estos tormentos? ¡Oh vida que no se
acabará! ¡Oh tormento sin fin!, ¡oh tormento sin fin! ¿Cómo no os
temen los que temen dormir en una cama dura por no dar pena a su
cuerpo?
3. ¡Oh Señor, Dios mío! Lloro el tiempo que no lo entendí; y pues
sabéis, mi Dios, lo que me fatiga ver los muy muchos que hay que
no quieren entenderlo, siquiera uno, Señor, siquiera uno que ahora
os pido alcance luz de Vos, que sería para tenerla muchos. No por
mí, Señor, que no lo merezco, sino por los méritos de vuestro Hijo.
Mirad sus llagas, Señor, y pues El perdonó a los que se las
hicieron, perdonadnos Vos a nosotros.