Estación nueva

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-«Tata, este señor que tiene tres galones de oro, ¿es el dueño del tren?

-No, hijo, es el Jefe de la Estación.»

Quizás, esta contestación, hecha con la intención de aminorar en el espíritu del muchacho, la opinión exagerada que por lo reluciente de la gorra, se iba formando de la autoridad de aquel señor, no hará más que aumentar su admiración por él.

¡Jefe de la Estación! nada menos; Jefe, ya es algo; pero jefe de esta casa tan linda, tan elegante, tan bien edificada, mucho mejor, por cierto, que la mejor estancia de estos pagos lejanos, apenas poblados todavía! Y la importancia que así mismo se da, casi sin querer, este personaje tan galoneado, no contribuye poco a infundir en los ánimos sencillos y algo infantiles de los habitantes de la campaña, un respeto instintivo.

Es que se da vagamente cuenta la gente que el Jefe de la estación tiene una autoridad bien definida, sus graves responsabilidades, sus momentos de trabajo penoso, y que merece por esto el respeto que le otorga. Tampoco ignora el vecindario que el Jefe de la estación tiene sus medios de favorecer a sus amigos y de perjudicar a sus contrarios. No será dueño de los vagones, pero lo mismo que en un momento, los consigue en cantidad para el agente de carga don Fulano, lo mismo, don Zutano simple estanciero, y don Mengano, agricultor, tendrán siempre que esperar unos cuantos días para poder cargar la mitad de su lana o de su trigo: y ese poder oculto obliga a los más resabiados a caminar derecho, y a pagar, calladitos, a don Fulano, agente de cargas, una pequeña comisión.

A más, una estación nueva es, al poco tiempo de ser librada al servicio público, el gran centro de reunión para toda la gente que vive en su relativa vecindad. En los pueblitos de campaña, la hora del tren es el gran momento del día, y si no cae muy temprano o muy tarde, si no coincide con las horas del almuerzo o de la comida, el andén de la estación viene a ser el paseo de moda, donde exhiben las bellezas locales, sus más vistosos atavíos, sus más atrevidas elegancias, haciendo gala de arrogantes posturas, al ostentar las últimas obras maestras de sus modistas ingenuas y bien intencionadas.

En campo raso, en tierras lejanas, la estación, perdida en la soledad de la llanura, forma pronto el núcleo de las relaciones humanas. Muchas veces, en los primeros meses de su existencia, sólo pasa por ella un tren de ida y un tren de vuelta, cada dos días, y esa misma escasez de comunicaciones las hace más preciosas.

Mucho antes que llegue el tren, esperado con ansiedad, sobre todo el que viene de adentro, se va juntando la gente en la estación. Unos vienen a esperar a algún pasajero, otro a buscar cartas, aquellos a recibir una carga. Los mayorales de las galeras que de la estación salen a la llegada del tren, para internarse a grandes distancias, donde no alcanzan todavía los rieles, andan atareados, juntando encomiendas traídas por los trenes anteriores. Un mercachifle descarga de su jardinera, en medio de un infernal cacareo, jaulas llenas de gallinas destinadas a la ciudad; los pasajeros esperan que el Jefe se digne abrir su ventanilla, siempre colocada por la sabiduría de los arquitectos especiales, en un zaguán abierto a las corrientes de aire más matadoras, y donde parecen juntarse para pelear todos los vientos de la Pampa.

Las conversaciones hacen pasar el tiempo de la espera; noticias de todas partes y de todas clases se cambian entre los presentes, y basta esta media hora para que cada uno se vaya después a su casa, sabiendo que murió don Juan, que se casa la hija de don Antonio, Josefina, con ese condenado haragán de Basilio, que la mujer de don Juan Bautista ha tenido otro hijo; que las lanas están firmes y que los cueros suben; que el trigo vale poca plata y que el maíz es invendible. También la política da lugar a unas cuantas copias no del todo desprovistas de sabor, y se van formando las opiniones sobre cuales son, de los vacunos o de los radicales, los que han falsificado con más descaro las últimas elecciones.

La señal ha dejado caer su brazo; la campana sonó; el tren no puede tardar. Allá, a lo lejos, siguiendo con la vista la doble hilera de rieles que se van juntando en la lontananza, se divisa un bultito, al parecer inmóvil, y que sin embargo se viene ligero. Pero por ligero que venga, la llanura es tan llana, la línea tan recta, y se ve desde tan lejos que parece que nunca llegará. Poco a poco, sin embargo, crece, aumenta; se divisa el humo, se oye el silbido prolongado, se percibe el sordo rumor de la máquina en marcha y del deslizamiento pesado de los vagones sobre el riel; y pronto llega, y se para en medio de una nube espesa de polvo, haciendo temblar los vidrios de la estación y llenando todo el andén de un movimiento desordenado, de gritos, de llamadas, de carreras, de atropellos, al cargar y descargar las encomiendas que se van y las que llegan, recados, baúles, catres, atados de colchones, muebles primitivos, cajones de comestibles, herramientas de trabajo, marcas de hierro para la hacienda. De los coches de pasajeros, bajan uno que otro estanciero, una o dos familias, todos cubiertos de tierra, una bandada de napolitanos que vienen mandados por la Inmigración y que quedan azorados, con sus lingeras a los pies, y suspirando, desconsolados: «¡América, América!»

Sonó la campana; y el guarda-tren gritó: «¡Listóoo!» contestó el silbido de la locomotora; una pitada más, y, refunfuñando, la máquina mueve sus ejes y toma su vuelo para más allá, dejando en el silencio, en la soledad, por dos días eternos, la estación y su jefe, con la sola sociedad de su peón y de su manipulador.

Pronto se extingue hasta el ruido del tren; allá, a lo lejos, se va perdiendo en el horizonte el bultito envuelto en su nube de tierra, y se vuelve a oír clarito el susurro trémulo, monótono, incesante del viento que cuchichea, cambiando chismes con los hilos del telégrafo.


* * *


Cinco minutos después que salió el tren, cruza el paso a nivel una linda tropilla de buenos caballos, arreados por un estanciero de afuera y su peón.

Ha salido de su estancia lejana, al aclarar; pero son veinte leguas, era la primera vez que iba en busca de la estación nueva, y hubo vacilaciones en el rumbo, hasta que por fin, vio colocar en el horizonte, a tres leguas de distancia, como un meteoro enorme y raro, de un rojo turbio, como el sol, al ponerse, en tiempo de seca: adivinó el techo de tejas de la estación, agrandado y deformado por el espejismo.

Apuró sus caballos, todos buenos, sanos y fuertes, pero algo pesados por la marcha y el calor, admirando desde lejos, la importancia de los edificios hechos por la compañía: un castillo colosal, una torre altísima, con un globo grande en la punta; otras torres más delgadas, y blanqueando en una extensión considerable, muchos edificios de varias formas, con techos altos unos, con techos bajos, otros.

A medida que se vino acercando, conoció el viajero que el castillo colosal no era más que el depósito de agua; la torre con globo, uno de estos molinos de viento que si bien tienen pintado en las alas que el viento es barato, no dicen que las composturas son caras; que las otras torres eran semáforos, y los demás edificios simplemente un galponcito, un corral de embarque para la hacienda y unos cuantos vagones esperando carga.

...También vio salir el tren, cinco minutos antes de llegar, a pesar de sus desesperados esfuerzos para alcanzarlo.

¡Paciencia! y tomarlas como Dios las manda.

-«¿Cuándo saldrá tren ahora para afuera? preguntó al jefe de la estación.

-Pasado mañana, a la misma hora.

-¡Caramba! he llegado con mucha anticipación.»

Se sonrió y se fijé a desensillar en un boliche vecino, embrión recién brotado de la futura populosa ciudad que quizás, algún día, rodee la estación solitaria de hoy.