Hospitalidad editar

Desde las cinco de la mañana que habíamos salido, mi peón Pancho y yo, arreando la tropilla, sólo habíamos descansado tres horas en la siesta, volviendo en seguida a pegarle fuerte y parejo; no que nos corriese ninguna prisa, sino que, por la edad, ni uno ni otro habíamos aprendido todavía a andar despacio con caballos buenos. Con todo, eran las siete, de noche casi cerrada, y empezábamos a sentir la vehemente necesidad de echar algo al buche; las ganas de descansar vendrían seguramente después.

Pero, ¿dónde? ¿cómo?

En estancias grandes, siempre dispuestas a darse aires feudales, ni pensarlo; y la casa de negocio más cercana quedaba muy lejos. Ir allá quebraba nuestra cortada de campo en línea recta hacia nuestros pagos.

También era más fácil encontrar verdadera hospitalidad en el simple rancho de algún hacendado pobre que en las mismas casas de negocio, que siempre tienen el recelo de ser una presa tentadora para los aventureros, y que por esto se contentan con edificar a cierta distancia de la casa, y cerco afuera, una ramada sin puerta, donde el viajero nocturno encuentra lo necesario para cebar mate, -si es que trae yerba,- y... el suelo, para tender la cama.

Poblaciones, había pocas, en aquel tiempo, por allá, y tan pobres, algunas, que más valía tender el recado entre las pajas que pedir semejante hospitalidad.

Vimos, por fin, en medio de las sombras ya espesas de la noche, una luz que pareció un sol a nuestros estómagos hambrientos; pues no sólo brillaba en un ranchito que tenía que ser cocina, ya que estaba al lado de otro edificio más grande, sino que, a veces luz de candil, también resplandecía, por momentos, como fuego de asar carne.

Nos acercamos, y en medio del bullicio de los perros, pedimos licencia para desensillar, al dueño del puesto, que acababa de encerrar su majada.

Era uno de esos buenos criollos que, con su pequeño haber y su familia numerosa, viven sin pensar demasiado en el día de mañana, porque les parece bastante pensar en el de hoy, y en los cuales la cordialidad lleva el lugar de la codicia ausente. Nos ofreció la casa y nos convidó a pasar adelante.

Desensillamos, se mancó la yegua, y, arreglada la tropilla, llevarnos a la cocina nuestros recados.

Allí nos encontramos con la patrona, que con dos de sus hijas, estaba preparando la cena, y después de cambiar con ellas los apretones de manos del protocolo campestre, empezamos a saborear el mate amargo que nos alcanzaban las muchachas.

¡Cosa rica, un cimarrón, después de un buen galope!

Libre ya de sus quehaceres, pronto se juntó con nosotros el dueño del puesto, y quedamos charlando con él hasta que se sirvió la cena, a la cual hicimos el debido honor, siguiendo nuestra conversación sobre los campos de afuera, de donde veníamos y a donde nuestro huésped pensaba ir.

Pero las sobremesas son cortas, en el campo; los ojos que se han abierto temprano, temprano también se cierran, los cuerpos que desde la madrugada, se han agitado sin cesar, en movimientos violentos de todo género, apenas han tomado su frugal alimento, aspiran al reposo.

Bien lo vio la buena señora y le dijo al marido:

-«Bueno, Antonio; mira: este señor querrá descansar. Dejáte de conversaciones y ayúdame a sacar el catre.

-¡Qué catre, señora, ni que catre! Puedo dormir en mi recado. No se tome tanta molestia.

-Ninguna, señor. No somos muy ricos; Vd. dispensará; tenemos pocas comodidades, pero siempre estará Vd. mejor que en el suelo.»

¿Quién no se hubiera dejado hacer? Un catre no es, por cierto, cama de sibarita, pero me tendí voluptuosamente entro las limpias sábanas de algodón, sin tener tiempo de fijarme que eran cortas y que olían a jabón, pues el sueño que me acechaba, apenas hube descansado la cabeza en la almohada, se apoderó de mí. No sé si el catre soñó, esa noche; puede ser, pero yo, no.

Y el día siguiente, al amanecer, volvimos a emprender la marcha, llevando de esa pobre morada el inolvidable y grato recuerdo, lleno de tierno agradecimiento, que siempre deja al huésped que se va, lo que, sin más obligación que el impulso de su buen corazón, ha hecho por él, el huésped que se queda.

A éste, lo llena de íntimo gozo la satisfacción de haber cumplido con su deber de sociabilidad; a ambos les queda la firme y fundada convicción de que, cualquier día, y en cualquier circunstancia que se vuelvan a encontrar, tendrán un amigo con quien contar. Y esto basta para explicar por qué ha sido siempre sagrada la hospitalidad, desde los tiempos más remotos.

Apenas habíamos hecho cinco cuadras, cuando me dijo mi peón:

-«Patrón, he dejado la tabaquera en la mesa del comedor; siga no más Vd. arreando, por favor, que ya vuelvo.»

¡Mentira! -me acordé que durante la cena, los ojos negros de la hija mayor de don Antonio habían cambiado tiros con los ojos pardos del amigo Pancho; y pensé que lo que había dejado allá, no era la tabaquera, sino, -colgado de alguna mirada,- un jironcito de su incauto corazón.

Cuando volvió, le pregunté si había encontrado lo perdido, y me contestó que no, pero que le habían prometido, si lo encontraban, de guardárselo.