A París (Gagini)
Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si
quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.
—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.
¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas? —No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.
Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.
El grupo que aguardaba la llegada del tren se acercó presuroso a uno de los balconcillos, sobre el cual acababa de aparecer un joven alto, delgado, de fisonomía franca y agradable, labios sensuales y ojos llenos de fuego. Vestía un largo gabán gris y llevaba en la mano un saco de viaje.
Cruzados los abrazos y preguntas de rigor, se dirigieron todos a los coches alquilados de antemano. El viajero ocupó uno con el joven de bigotillo negro, y en todo el camino no se interrumpió un instante su íntima y animada charla.
—¿Has visto a Luisito?
—He ido tres o cuatro veces a tu casa y tanto él como Adela están perfectamente. Y tú ¿has gozado mucho?
—Bastante, contestó el viajero suspirando; pero te confieso con sinceridad, Ernesto, que me he arrepentido de haber ido a Europa. Antes vivía yo tranquilo en este rincón, que era para mí el más bello de la tierra; pero después de haber pasado seis meses en un mundo tan superior en cultura y de una vida intelectual tan intensa, comprendo que ya no podré resignarme a vegetar aquí como en otro tiempo.
—La canción de todos los que van por allá abajo: se meten en trapicheos amorosos con alguna francesita pizpireta, y vienen luego a renegar de la tierra natal. Tú has tenido algún lío, Federico, no me lo niegues.
El aludido iba a contestar, pero en aquel momento el carruaje se detuvo a la puerta de una casa de bonita apariencia. En el umbral estaba una joven morena, de ojos negros y rasgados, cuyo pecho palpitaba de emoción bajo la suelta bata blanca que dejaba adivinar un cuerpo bien modelado.
Tenía en los brazos un chiquitín rubio y regordete que tendía los suyos al recién llegado.
La cena fué bulliciosa y cordial; sin embargo, una leve nubecilla que no pudo pasar inadvertida para la enamorada esposa, parecía sombrear la frente del viajero.
Retiráronse todos los convidados, menos Ernesto, que permaneció largo rato conversando con su amigo en un extremo del corredor. Aquella noche, cuando Federico y su hijo se hubieron dormido, la pobre Adela ocultó su rostro entre las almohadas para ahogar un sollozo.
Federico Alvarez había recibido de sus padres esmerada educación de la naturaleza una aptitud no común para las bellas artes; desgraciadamente era éste su único patrimonio, y para atender a sus necesidades materiales se vió obligado a dedicarse a los negocios, instado y ayudado por Ernesto Jiménez, antiguo condiscípulo suyo, hijo de uno de los más acaudalados comerciantes de Costa Rica.
Era ya socio de la casa Jiménez & Co. cuándo conoció a Adela Martínez, adorable criatura a quien asediaba un ejército de pretendientes. Más afortunado Federico, logró rendir aquel corazón inaccesible, y pocos meses más tarde la bendición nupcial consagraba la unión de los dos seres más enamorados y felices de la tierra.
Durante dos años su existencia fué un verdadero paraíso, pues no contenta la fortuna con haber derramado sobre ellos salud, bienestar y amor, colmó sus dones con un precioso chiquitín cuyos bracitos formaron nuevas cadenas de flores entre aquellas dos almas.
La primera nube que empañó el cielo de su ventura fué el inesperado viaje de Federico. Uno de los dos socios debía ir a Europa a hacer las compras directamente en las fábricas. Ernesto estaba enfermo. ¿Qué hacer? Los negocios no admiten demora... No había motivo para afligirse tanto. Unas cuantas semanas pasan tan pronto... Tontuela! «La separación es nuevo incentivo para el amor y además, ¡qué inefable placer el del regreso!»
Y amaneció por fin el día fatal: ella, ahogada en llanto, no pudo articular palabra; y él, al tratar de consolarla, lloraba también como un niño.
¡Mas ay! al volver, en aquella melancólica tarde de Octubre, sólo ella vertió lágrimas de gozo.
Con esa perspicacia natural de las mujeres en achaques del corazón, aguzada por la idólatra devoción que la costarricense profesa a su marido, comprendió Adela que Federico no era ya el mismo. La encontraría fea y cursi, él, que se había codeado allá con tantas damas bellas y elegantes!
Era preciso luchar a todo trance con los recuerdos del distraído esposo, hacer que la imagen de su mujercita volviera a ocupar el santuario que la habían usurpado aquellas parisienses embadurnadas de colorete.
¡Cómo se cuidó en adelante de los detalles del peinado, del corte irreprochable del vestido, de los secretos del adorno puesto con estudiada coquetería! ¡Con cuánta habilidad fué sonsacando a su marido las cosas que más le habían agradado, los platos más sabrosos, el arreglo de los muebles, los refinamientos de la vida parisiense! ¡Cómo se coloreaban de placer sus mejillas cuándo él consagraba un cumplido a la elegancia de su traje o al arte exquisito con que disponía la mesa!
A mediados de Diciembre anunció Federico a Adela un nuevo e inesperado viaje: la casa iba a entablar demanda contra una compañía francesa y era preciso que uno de los socios dirigiera en París el litigio, pues no era cosa de perder así no más cien mil francos. Tampoco esta vez podía Ernesto encargarse de la comisión, pues su padre estaba gravemente enfermo.
La noticia fué una cruel puñalada para Adela. ¿De manera que toda su paciente labor de reconquista iba a resultar estéril? ¡Volver Federico a París cuando aún no se habían borrado de su memoria aquellos malditos recuerdos ni de su frente aquella nubecilla que desesperaba a su afectuosa compañera! Un ominoso presentimiento le decía que de esta vez iban a robárselo para siempre aquellas aborrecidas mujerzuelas. Pero, ¿cómo impedir el fatal viaje?
Quedaba un recurso: ir ella y llevar también a Luisito...
No, jamás se atrevería a proponérselo a su esposo: no eran ricos, y un viaje de algunos meses cuesta mucho dinero. Además, la estación no era la más propicia para ir a Europa, y la crudeza del invierno sería talvez mortal para el niño.
Y la pobre desde entonces vertió amargo llanto, y sólo tuvo un momento de consuelo cuando vió que su marido partía conmovido y lloroso. ¡Benditas lágrimas que fueron para ella un rayo de esperanza!... Sus temores eran, pues, absurdos... El la amaba todavía.
Nevaba. Los carruajes que desembocaban sin ruido en la calle de Richer se detenían en el círculo luminoso que proyectaban los faroles de «Folies Bergeres», para vaciar bajo la marquesina del teatro su cargamento de mujeres alegres.
De un cupé descendió una pareja que atrajo las miradas de los curiosos. Ella, era alta, blanca, de pelo castaño, hermosos ojos pardos, agrandados por rizadas pestañas, cuerpo airoso y andar de reina; él, bien formado, de rostro varonil, correctamente trajeado, pero con ese algo indefinible que en París delata a la legua al forastero.
Así que se hubieron despojado de sus abrigos de pieles, se sentaron en un diván y pidieron una copa de menta. — Hoy te encuentro triste, chiquillo, dijo ella; ¿estás fastidiado ya de tu gatita?
El joven la oprimió cariñosamente la mano y respondió.
— Esta tarde encontré en el hotel una carta en la cual me anuncian que mi Luisito está enfermo.
(Por un resto de pudor, Federico se había hecho pasar por viudo cuando en su primer viaje se enamoró de Marta).
Seis semanas hacía que estaba en París y era ésta la segunda mala noticia que le llegaba de Costa Rica. La primera fué el telegrama en que le anunciaban la muerte del padre de Ernesto.
— No te aflijas por eso, le replicó Marta, los niños enferman a menudo, pero rara vez de cuidado.
La novedad del espectáculo y la animación del publico no tardaron en disipar la melancolía de Federico; y cuando se separó de su amada, después de cenar con ella en el café «Terminus», su rostro había recobrado su habitual jovialidad. Los pensamientos siniestros volvieron a asaltarle en la soledad de su habitación. Allí sobre la mesa estaba la fatal carta. «Luisito está muy enfermo: hace tres días que no me separo ni un momento de su camita; hoy no ha hecho más que repetir: ¡quielo vel a papá! y yo no he hecho más que llorar al oirlo. Por Dios, Federico, vuelve pronto, si no quieres que me muera de desesperación». Este grito de sincero dolor le barrenaba la conciencia. ¿Cómo había podido envilecerse tanto? ¿Cómo había podido olvidar tan completamente a los seres queridos que al otro lado del Atlántico suspiraban por él a todas horas?
Ah! si Ernesto y sus amigos le vieran por las tardes en el bosque de Boulogne, reclinado en una carretela con la hermosa Marta, por las noches en el fondo de un palco, siempre con ella, como una pareja de recién casados! Y acaso en aquellos mismos instantes, allá en Costa Rica, una mujer pálida y llorosa se postraba ante la imagen de la Virgen para orar por él, o se inclinaba ansiosa sobre una camita blanca, en donde se consumía un chiquitín angelical devorado por la fiebre!
Y Federico se reprochó su infame conducta y maldijo la hora en que se dejó aprisionar en la sedosas redes de una mercenaria del amor. Su presencia no era ya necesaria en París, pues el litigio iba pronto a terminar favorablemente. ¿Por qué no partir?...Sí, estaba resuelto; tomaría el primer vapor... Pero en la mañana siguiente, cuando quebrantado por el insomnio se levantó decidido a preparar el viaje, un perfumado billete de Marta desbarató sus propósitos con la misma facilidad con que el sol de la mañana derrite la escarcha de los prados.
Pasó el invierno y el lozano Abril cubrió de yemas las escuetas ramas y de pajarillos el bosque. La luz entumecida comenzó a desperezarse en los cielos, llenando de sonrisas los campos y los corazones. Por las arterias de la gran ciudad discurría más apretado y bullicioso el gentío, ansioso de respirar el aire vivificante de la primavera. Y aturdido, embriagado, prisionero en las sedosas redes de la cortesana, Federico fué dejando en los tortuosos senderos del vicio elegante los últimos jirones de su virtud. Ya no pensaba en regresar a su patria: y escribía muy de tarde en tarde cartas frías y lacónicas. ¡Cosa extraña! Los párrafos le salían demasiado cortos y su pluma se resistía a las ternezas: no encontraba qué decir, y las frases cariñosas sonaban en sus oídos como los versos huecos de un drama romántico, recitados por un actor desmañado. ¡Qué diferentes las cartas de Adela! Largos pliegos nutridos de amor, de fervientes votos, de dulces recuerdos, de apasionadas súplicas. Luisito seguía muy delicado de salud y los médicos consideraban mortal una recaída. Ernesto se había mostrado tan servicial y solícito durante la enfermedad del niño, que jamás podría agradacérselo bastante. Una sospecha cruzó por la mente de Federico. ¿No sería aquella enfermedad una piadosa invención de su mujer para obligarle a regresar más pronto? Esta duda contribuyó no poco a prolongar su estada en París.
Repentinamente las cartas de Adela fueron menos frecuentes y más cortas: la última, la más breve, glacial e incisiva como una espada, contenía frases enigmáticas que sumieron al esposo infiel en un mar de confusiones. Una de Ernesto recibida por el mismo correo, dio la clave del enigma. Adela lo sabía todo.
De vuelta de una jira por el Viejo Mundo, unos caballeros josefinos refirieron que habían visto repetidas veces a Federico acompañado de una linda parisiense a quien hacía pasar por su esposa, y que indignados por tal escándalo se habían abstenido de visitarle. Sin duda una amiga indiscreta y oficiosa se había apresurado a llevar la noticia a Adela, con esa malévola presteza que pone la humanidad en sus acciones siempre que se trata de amargar la felicidad del prójimo.
¡La carta de Ernesto! ¡Cuántas veces la leyó aquella noche el pobre Federico, repitiendo con lágrimas en los ojos las severas reconvenciones que le azotaban el rostro! ¿Permanecería sordo al vigoroso llamamiento de la amistad? ¿Tan degradado estaba que no podía quebrantar las vergonzosas cadenas con que le había uncido a su carro una mercenaria del amor?
Otra vez, tras largas horas de insomnio y de lucha, le sorprendió la aurora, armado de la firme resolución de marcharse; y otra vez las lágrimas y los besos de Marta le retuvieron con su invencible hechizo. Su pasión se avivó desde entonces, cual si atormentado por la conciencia quisiese ahogar en el placer sus recuerdos y en las copas de champaña sus remordimientos.
Una mañana, al volver a su cuarto después de una orgía, le entregaron en el hotel un telegrama de Costa Rica. Estaba firmado por Ernesto y contenía sólo dos palabras: Luisito murió.
Pasaron las frescas auras de la primavera y caldeó el suelo el sol abrasador del estío. Los parisienses comenzaron su peregrinación anual a las estaciones balnearias y a los rincones de provincia en busca de una atmósfera menos sofocante; pero Federico,—cada vez más enamorado de aquella mujer que había tenido la delicadeza de vestir de luto por Luisito,—no pudo ir con ella a Biarritz.
Desde el fatal telegrama no había vuelto a recibir noticias de su patria. El silencio de Adela era explicable; mas, ¿por qué había pasado Ernesto tanto tiempo sin escribirle?
Se acercaba ya la época de la liquidación de la casa Jiménez & C.° y era indispensable partir para Costa Rica; así lo exigían además sus propios negocios, un tanto embrollados por los fuertes gastos de los últimos meses.
Trabajo le costó convencer a Marta; el viaje era inevitable, pero una vez arreglados sus asuntos volvería a reunirse con ella. ¿Llevarla? no, era imposible, la travesía es larga y penosa y además, él no se atrevería a desafiar las preocupaciones de una sociedad mojigata. ¿Olvidarla? Nunca. ¿No había desatendido por ella sus propios intereses y permanecido en París más de lo conveniente?
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El transatlántico Normandie, que zarpó de Burdeos el 8 de Setiembre, llevaba a su bordo gran cantidad de pasajeros; pero ninguno de ellos dio tantas señales de tristeza al perder de vista las costas de Francia, como aquel joven costarricense que dejaba en el torbellino de París los jirones de su virtud y las ruinas de un hogar antes inmaculado y venturoso.
El vapor avanzaba rápidamente, cortando sin cabecear las rizadas ondas y las blancas rayas con que las corrientes interrumpen a trechos la tersa llanura. Dentro del círculo perfecto del horizonte no se divisaba ni una vela ni la sombra de una costa. El océano presentaba ese color gris mate que le comunica el cielo encapotado.
Diseminados por la cubierta, los pasajeros dormitaban en sus sillas de lona. El capitán inmóvil en el combés miraba fijamente, al oeste, con el anteojo apoyado en uno de los obenques. En la proa, de codos en la borda, un viajero recorría con ojos meditabundos la lejana curva. ¿En qué pensaba? Diez meses antes se había alejado por segunda vez de aquellas playas que de un momento a otro iban a surgir ante su vista; diez meses hacía que embriagado por la perfumada atmósfera de la Babilonia moderna, había arrancado de su mente el recuerdo de la tierra donde nació, donde amó, de aquel rincón bendito que guardaba las cenizas de sus mayores y también ¡ay! las de su hijito. ¿Cómo presentarse ahora ante la santa mujer cuyo corazón había destrozado tan villanamente? ¿Le perdonaría ella el insulto, la traición y sobre todo el silencio, el inconcebible silencio que guardó al saber la muerte de Luisito? Ahora, libre de la fascinación de la ciudad maldita, al respirar de nuevo las brisas de la patria, pudo comprender Federico toda la monstruosidad de su conducta. Por su memoria desfilaron como en la cinta de un cinematógrafo, las escenas de su niñez y de su juventud, las imágenes de las personas queridas, el cuadro del hogar venturoso, el bello y moreno rostro de su compañera y aquella cabecita rubia que ya no volvería a cubrir de besos.
En el confín del horizonte, hacia el poniente, surgió de pronto una línea oscura: poco a poco sus borrosos contornos se fueron dibujando con más precisión, y por último los azules picos de las montañas costarricenses aparecieron sobre las aguas.
¿Volvería a surgir de sus ruinas el dulce hogar tan torpemente destruido? ¿Encerraría tal tesoro de abnegación el alma de su esposa que pudiese él esperar el olvido de lo pasado? ¿Le rechazaría al verle arrastrarse a sus pies, dispuesto a borrar con su sangre tantas infamias? ¿Se atrevería él a arrostrar la mirada de desprecio de Adela y a profanar con su presencia aquella casa que manchó con su adulterio?
Percibíase ya con toda claridad el puerto de Limón con sus techos grises y rojizos, sus diminutas banderas y sus muelles semejantes a las delgadas antenas de un insecto: el sol de la mañana bronceaba la cabellera de humo de los vapores anclados y hacía resaltar los verdes abanicos de las palmeras de Piuta y de la Uvita.
¡Benditas brisas de la patria, que traen consuelos al corazón dolorido! El pobre viajero aspiraba embelesado, acariciando con la vista la tierra natal, la única que hace desbordarse del pecho la emoción y de los ojos las lágrimas!
¿Qué vértigo le había acometido al dejarla? ¿Cómo había podido vivir tantos meses sin tenerla a todas horas presente en su pensamiento? ¿Qué infernal obcecación le había hecho preferir las caricias de una cortesana al casto beso de una esposa enamorada y bella?
Había estado loco, sí, y al recobrar ahora la razón se despreciaba a sí mismo y se proponía reparar el daño con una vida de expiación y de ternura. Iría a hospedarse en un hotel: Ernesto se encargaría de preparar la reconciliación... ¿Por qué no habrían de brillar nuevamente los días felices de otro tiempo?
El vapor ancló a las nueve de la mañana. Un tren expreso estaba listo para conducir a los viajeros a la capital: apenas el tiempo indispensable para sacar de la aduana el equipaje y prevenir con un telegrama a Ernesto. Federico no encontró en el puerto ninguna cara conocida. Mejor.
El tren llegó de noche a San José, bajo una lluvia torrencial. La estación estaba desierta: una berlina condujo a Federico al Hotel Imperial, en donde se hospedó con un nombre supuesto. ¿Habría recibido Ernesto su telegrama? Estaba impaciente por verle para pedirle noticias de Adela.
Dieron las ocho, y no pudiendo dominar su ansiedad, resolvió interrogar mañosamente al camarero que le sirvió la cena.
¿Qué le contó aquel hombre? ¿Conversó realmente con alguien aquella horrible noche? ¿No era todo una espantosa pesadilla?
Bajó las escaleras como un loco y se lanzó a la calle azotado por el viento y por la lluvia; corrió a su casa y la encontró cerrada, oscura y triste como una tumba; voló a la de Ernesto y un criado confirmó la fatal noticia.
Regresó al hotel tan anonadado que ni siquiera se le ocurrió quitarse la vida para librarse del dolor y de la vergüenza. ¡Oh! los miserables!...
Hacía apenas algunas semanas que ella había partido para Nueva Orleans, bajo el pretexto—según los decires callejeros,—de reunirse con el único pariente que le quedaba en el mundo, una anciana, casada con un comerciante norteamericano; él, para salvar las apariencias se había marchado unos días después.
Todo San José comentaba el escándalo, no sin disculpar hasta cierto punto a la esposa que, herida en su dignidad, despechada, abandonada cruelmente, había puesto los ojos en el único hombre que solícito, delicado y cariñoso, la había colmado de atenciones y consuelos.
Recorriendo su cuarto como un tigre enjaulado, rumiaba Federico mil proyectos de venganza. ¡Matar a la adúltera y al amigo desleal!... ¿Y por qué? ¿No había sido él el autor de su propia deshonra al dar ocasión a Adela de comparar la bajeza de su marido con la nobleza del otro?...
Al amanecer su resolución era irrevocable: volvería a París y fijaría allí definitivamente su residencia. Ese mismo día podría reembarcarse, pues el Normandie estaba aún en el puerto.
Y llegó a París una melancólica tarde de Noviembre; y obedeciendo al inexorable destino que le arrancó de su patria para lanzarle en el torbellino de la ciudad perversa, fué a buscar en los brazos de Marta el olvido de sus dolores.
En el lujoso entresuelo que en la calle de Lamartine ocupaba la aventurera, le contaron que ésta había partido para Londres en compañía de un opulento norteamericano.
La misma semana que vio alejarse a Federico reservaba a los maldicientes de San José un terrible desengaño. Ernesto regresó de Nueva York, a donde había ido con dos comerciantes de Cartago a arreglar las bases de una importante negociación.
No había estado, pues, en Nueva Orleans, en donde residía Adela en el seno de una familia respetabilísima; no había pasado siquiera por allí y de ello daban fé sus dos compañeros de viaje. La murmuración despechada, no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia.
¡No! La abandonada esposa, tan casta como bella, no había profanado el santuario en que guardaba las reliquias de su amor, cubiertas con el negro velo de sus dolores...
¡No! El leal amigo, inocente de la villanía que con harta ligereza le había imputado la sociedad, abrigaba en su pecho sólo un propósito: el de no descansar un punto hasta devolver a aquellos dos seres queridos la felicidad perdida.
Escribió a su amigo por todos los correos; y sus cartas, en las que resplandecían la sinceridad, la nobleza y el cariño, obraron al fin el milagro de volver al redil la oveja descarriada.
Federico estaba gravemente enfermo en San José. En su delirio llama sin cesar a Adela, la pide perdón, la ruega que no lo deje morir abandonado... ¿Qué se hicieron los propósitos de la ofendida esposa al recibir en Nueva Orleans la noticia de la inminencia del peligro? Se había jurado no volver a Costa Rica; pero él, su Federico, su único amor, estaba moribundo!... ¡Oh!... Ella lo olvidaba todo, lo perdonaba todo, ¡todo Dios mío! con tal de llegar a tiempo.
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En una de las largas noches pasadas a la cabecera del enfermo, Ernesto, adormilado en un sillón, percibía vagamente el ir y venir rápido de una esbelta figura de mujer, que ora se inclinaba ansiosa sobre el rostro del paciente, ora rondaba en torno del lecho o del velador cargado de medicinas, siempre incansable y solícita, siempre callada y triste. Y luchando con el cansancio que le cerraba los párpados, el fiel amigo pensaba con fruición en la obra ya medio realizada, en aquella enfermedad ya dominada por la ciencia, y también ¡ay! en aquella otra enfermedad, la herida del alma, mucho más difícil de sanar.
De pronto, cuando vencido por el sueño cerró los párpados, se figuró oír rumor de sollozos en la callada estancia; le pareció entrever—a la escasa luz de la lamparilla—los labios de la enfermera y los del enfermo unidos en un beso largo, muy largo, humedecido por las lágrimas... Y creyó sentir por sobre su cabeza el aleteo de una armonía dulcísima, que poblaba de promesas el ambiente, mientras iba difundiéndose por el cielo la claridad precursora de un nuevo día.