XXXI

Desgracia y fastidio fue para el insigne don Wifredo que el reloj de su ansiedad no anduviese acorde con el del Padre Eterno, pues las horas de aquel pasaban y pasaban silenciosas, sin que llegara la de Dios. Venía, pues, atrasado el reloj divino, o el del Bailío corría furioso, como si adelantara sus agujas el dedo de la impaciencia. El hombre esperaba, sin distraerse un instante de la escrupulosa atención de su acecho, y ni asomos del caballeresco lance aparecieron por parte alguna. ¡Lenta y tediosa noche, engalanada de una dulce claridad que resultó enteramente burlona! Diversa gente vio don Wifredo pasar por la carretera; mas nadie se acercó a la casa de Ezquerecocha después de cerrada la puerta, a las diez y minutos. Arriba sonaron pasos tenues... Murciélagos entraron en el almacén y se colgaron del techo; ratones transitaban bajo las tablas como corredores diligentes que van y vienen a sus negocios.

Ni con las claridades del día se acabó la paciencia del Bailío, pues cuando vio entrar a Filiberta, que sonreía en competencia con la aurora, le dijo: «No ha pasado nadie, ni ha venido el enemigo; pero yo no desmayo. Tráeme el chocolate, que de aquí no me muevo. ¿Quién nos dice que la Hora de Dios ha de ser precisamente una de las de la noche?». Al volver con el chocolate, Filiberta le disuadió de su propósito. No debía esperar que de día hubiese drama. Lo conveniente era descansar en casa, para volver a la noche con los necesarios bríos. Cedió el hombre; se fue, llevando por delante a la huesuda, portadora de la chocolatera y de las espadas... Antes de anochecer ya estaba otra vez el Bailío en su puesto, más alentado aún que la noche anterior, pues algo y aun algos le susurraba la cerebral trompetilla que anunciar solía las grandes adivinaciones.

Varió don Wifredo de táctica en la segunda noche, y dejando las armas en el banco salió a un reconocimiento en el campillo. Cerca de las tapias, cuyas roturas y boquetes permitían la entrada por diversas partes, se le acercó un miñón con el paso y modos de quien encuentra la persona que busca, y cortésmente le dijo: «Señor don Wifredo, ¿no me conoce? Soy Lucas Ciordi, hermano de Pepe Ciordi. Mi hermano, que está de servicio, no puede venir a verle... Por Filiberta supo que estaba usted aquí... Pues me manda a decirle que no se moleste en esta centinela, porque aquí nada ocurre ni puede ocurrir, señor. Para no cansarle, hay paces. Sépalo y alégrese».

-Me alegraré si me traes pruebas de esas paces -dijo el Bailío con entonada gravedad en su voz y continente- o si me señalas dónde podré encontrarlas tan claras como yo las necesito.

«A eso vengo, pues. El señor don Juan de Urríes estaba hace un rato en la Capitanía general. De allí salió para el Gobierno civil, donde ahora se encuentra con el Gobernador señor Ezcarti, el señor de Ayala y don Ramón Ortiz de Zárate... A mi hermano ordenó don Juan que se le diese a usted aviso de que le esperaban en el Gobierno civil... para ir todos juntos a visitar a don Santiago Ibero, Plaza del Machete». Quedó suspenso el ínclito Romarate. En su alma, la desconfianza y el temor suspicaz fueron pronto vencidos por la irrupción de sentimientos generosos, empapados en el dulce humor de la credulidad; y sin más palabra que un vamos decidido y seco, salió como una flecha, precedido del miñón.

Quedó solo el campillo, pues al propio tiempo que don Wifredo lo abandonaban un muchacho y una mujer, que retiraron ropas de las cuerdas de secar, y desaparecieron por la puerta excusada de la casa de Ezquerecocha... Rodaron luego sobre aquella bostezante soledad minutos de silencio y paz... un hombre pasó silbando; sapos cantaban llamándose de una parte a otra con sonidos de flauta dulcísimos... conversación de ranas venía de la parte alta, lindante con las Brígidas. Apareció la luna, ya con la redonda faz más mermada de un carrillo, y su claridad azul pintó fantásticamente los relieves del suelo y los objetos en él esparcidos, recortándolos de sombras intensas... Ya iba la luna bastante alta, despejada de nubecillas stratus, cuando por uno de los huecos de la tapia rota entraron dos bultos, que parecían enlutadas mujeres. El desigual terreno, con fuertes golpes de claridad y sombra, les imponía un andar lento, cauteloso.

Llegaron a la casa; dio Marciana con la puerta, y empujándola dijo a su compañera: «Está abierto... entremos... Aquí no habrá nadie, y si alguien hubiere, será ese ángel de don Wifredo, que cogió las llaves...». Ya dentro las dos, sentose Fernanda en el banco pequeño, y viendo en el de carpintero algo que a la luz de la luna relucía... tocó... era el manojo de llaves... Algo más pudo reconocer: las espadas del Bailío.

Después de examinar el local y de asomarse a una de las rejas, volvió Marciana junto a la señorita, diciéndole con voz sigilosa: «No se ve, no se siente nada». Y Fernanda: «Habrá que esperar. Creo que debemos apostarnos fuera... en este campo abandonado... Por ahí saldrán, creo yo...». Y Marciana: «Estate ahí sentadita; yo miraré por una parte y por otra. Ten sosiego, hija mía; no olvides lo que me has prometido: ser prudente, no alborotar...». Y Fernanda: «No puedo decirte hasta dónde llegará mi prudencia... Tales cosas puedo ver que...». Y Marciana: «Pues nada; un paso de novela, tonto de puro viejo. Ella estará preparada... Llegará él con un coche... Lo probable es que deje el coche a distancia... Lo que no sabemos es si ella saldrá por alguna puerta, o si se descolgará del balcón».

Callaron. Fernanda permanecía sentada; a su lado Marciana en pie... En el oído tenían las dos su alma, acechando rumores del piso alto y de la calle. La primera que dio un alerta como susurro casi imperceptible fue la hija de Ibero: «Arriba, pasos...». Marciana susurró negando: eran ruidos de fuera. Insistió Fernanda: «De fuera no; de arriba... Son pasos... y pasos de mujer... Aguarda... Ahora abren la ventana o balcón con mucho cuidado para que no chillen las bisagras...». Y Marciana: «Te equivocas: es el chillido de alguna lechuza en los árboles de la Florida...». Nueva pausa... minutos que se coagulaban en las venas del tiempo, y no querían correr... De pronto Marciana delató, con el gesto más que con la voz, una sombra, una figura que pasaba ante una de las rejas. Sin decir nada, Fernanda empujó a su confidente para que a la reja se acercara y... Antes de que la criada volviese a la reja, el bulto volvió a pasar: iba en sentido contrario. Acudió también Fernanda, y como la otra retrocediera, en medio del local encontráronse las dos... Marciana la abrazó, le sujetó los brazos, aun hizo ademán de taparle la boca... «No te arrebates, hija; no hagas caso... Es él».

Más prudente fue la señorita de lo que creyó su antigua niñera. Caricias tiernísimas le prodigó esta para sosegarla y evitar una explosión dolorosa. Por señas le aseguró Fernanda que sabría contenerse. Segundos después vieron a don Juan de Urríes plantado frente a la reja, la cabeza echada atrás, atento a una voz que del balcón descendía... Desde el centro del local donde las dos mujeres estaban, no oían los conceptos de arriba; oían tan sólo sonidos dispersos, sílabas aperladas que rebotaban en el cristal de la noche. La voz y los conceptos de don Juan sí que los percibían claramente. «Me has dado la razón, vida mía -dijo el galán-. Tu carta de hoy es el mayor alegrón que podrías darme. Resueltamente arrojas de tu alma el último sedimento de esa estúpida manía monjil...». Algo dijo ella, y el caballero respondió: «Sí, sí: mi amor será inextinguible; te hago mía, te llevaré a Madrid. Serás dichosa, yo también...». Habló Céfora. La réplica de don Juan fue así: «Antes de recibir tu carta, tenía yo preparado todo para mañana, y a eso he venido, a decirte que todo está dispuesto para mañana... ¿Te parece bien esta hora?». Poco antes de decir esto don Juan, Fernanda, retirada al fondo obscuro del local, dejábase caer en el banco donde antes estuvo. Con violentísimo esfuerzo sobre sí, pudo contener su angustia y desesperación, y sofocar las voces furibundas que de su boca querían salir. Marciana, en tanto, permaneció junto a la ventana para no perder nada de lo que hablaran... Y en esto, retirose el andaluz vivamente, más pronto de lo que las mujeres esperaban.

«Llora, hija de mi alma -murmuró Marciana besándola con efusión-; llora un poquito... Esto ha concluido...».

«¿Pero se fue... se ha ido él?». La interrogación de Fernanda era estupor, espanto, sospecha de mayor desventura.

-Sí... Te contaré. Sosiégate... Pues según parece, don Juan tenía dispuesta para mañana la función de robar a esa berganta. Pero ella ¿sabes lo que ha dicho? Que mañana no podrá ser, porque el Padre catequista, que está en Tolosa, vendrá en todo el día de mañana, y con el dichoso clérigo aquí no puede haber fuga sin escándalo... Tiene que ser la función esta noche. ¿Ves qué pillos?... Oí bien claro lo que la pájara dijo desde el balcón... Que esta noche, en cuanto esté dormida la vieja que arriba manda, podrá escabullirse sin ruido. Tiene llave para salir por la puerta que da a los lavaderos.

-¿Y él?

-Se fue corriendo... No tenía nada preparado... Dijo así: «Si nos quedamos aquí esta noche, ¿dónde nos guarecemos?... Si nos vamos, preciso es que ahora mismo alquile un carruaje... Esto será lo mejor; nos iremos a Miranda...».

-¿Eso dijo?...

-Esto, y algo más.

-Lo demás, fácil es de adivinar... Quedaron en que él vendría con el coche y aguardaría en la carretera. Tratar coche a esta hora, prepararlo, enganchar, y venir aquí, será cosa de cuarenta minutos... algo más quizás... ¿Vendrá a esperarla, o saldrá ella a un sitio de la carretera que él fijó?... Se irán por abajo, por el paso a nivel...

-Algo de eso dijeron... no pude enterarme bien. ¡Buena tengo yo mi cabeza para retener palabra por palabra!... Un oído tenía yo puesto en ellos, otro en ti, por si salías chillando y moviendo gresca... Y sobre todo, ¿qué nos importan ya esos últimos requilorios? Ya has visto lo que querías ver; ya tienes la verdad que buscabas... Vámonos a escape, hija, y demos gracias a Dios por no haber tenido ningún tropiezo.

Permanecía Fernanda inmóvil, y con su inercia taciturna decía claramente que aún era pronto para partir. La impaciente comezón de Marciana no dio resultado alguno, y en esto transcurrió un buen cuarto de hora, veinte minutos que a la buena mujer se le hicieron larguísimos. Al fin, la joven, poniéndose en pie, dijo a la que bien podría llamar su escudera: «Adelántate un momento, y mira si hay alguien que pueda vernos». Salió Marciana, y volvió al poco rato diciendo que no había nadie; en la puerta encontró a Fernanda que también salía, muy envuelta en su negro mantón... Ya en el campillo, la señorita se encaminó a la derecha, hasta llegar a una puertecilla que era la comunicación de la casa con los lavaderos... Detúvose junto a un poste de los que mantenían las cuerdas de colgar ropa, y a las indicaciones apremiantes y temerosas de la escudera, contestó muy quedamente, pero con voz firme: «Déjame; es entretenido ver la puerta por donde ha de salir este diablo hecho mujer... No, no temas nada... no chillaré, no alborotaré si la veo salir... no haré más que reírme, Marciana; reírme de estos horribles sainetes del infierno... No es esto para llorar ni para encolerizarse; es para reír... para que nos hartemos de echar burlas y salivazos sobre un hombre más falso que Judas y una mujer sin pudor».

A fuerza de amantes ruegos logró Marciana separarla de aquel sitio; pero no tardó Fernanda en rebelarse de nuevo y volver al lugar que con fuerte atracción la llamaba... Pausa y silencio, que cortó bruscamente un ruidillo metálico... llave requiriendo una cerradura... cerradura que chilla... puerta que gime y se abre lentamente, dando paso a un bulto, a una mujer... Esta salió rígida, cautelosa... No vio a los que la veían y pudieron reparar que vestía de gris, con un abrigo en el brazo luciendo su airoso cuerpo; en la mano derecha traía un envoltorio, un saquito, no podía distinguirse bien; en la cabeza nada... Echó sus miradas hacia la derecha buscando un sendero, y en aquella dirección anduvo hasta llegar fuera de la zona de sombra. Creyó sentir pasos; asustada miró hacia la parte desolada del campillo; pero no venía por allí el miedo; venía detrás de ella, con paso vivo, y en forma de una figura esbelta y obscura que al aproximarse le arrojó estas palabras, como saetas voladoras: «Señorita Céfora, va usted equivocada. No la espera a usted don Juan por esta parte. Es por la otra... hacia el ferrocarril. Párese un poco. ¿Quiere hablar un rato conmigo en tanto que...?».

Céfora se paró en firme. Había llegado a la zona de iluminación de la luna; la angelical figura y sus cabellos de oro se destacaron en la plateada noche. «¿Quién es usted?... ¿qué me quiere?» dijo asustada y desdeñosa.

-Quiero -replicó Fernanda, también parada en firme- que reflexione usted, que se vuelva por donde ha venido, que entre en su casa y no salga de ella esta noche.

Cuando esto decía, fue reconocida por la otra, que lanzando terrible chillido salió disparada en carrera velocísima por el primer sendero que encontró delante. Tras ella corrió Fernanda igualándola en velocidad, y detrás, a bastante distancia porque su gordura y corto aliento no le permitían más, Marciana que gritaba: «Hija, cordera, déjala, no seas loca... Por tu madre, ven, aguarda».

Las dos jóvenes corrían a competencia con gallardos quiebros y brincos, salvando las desigualdades del terreno como gacelas perseguidas. Iban locamente al acaso, y sin darse cuenta recorrían todo el campillo, internándose en el recodo solitario próximo a la tapia de las Brígidas... A Céfora se le acabó el resuello antes que a Fernanda, y fue alcanzada por esta, que con mano vigorosa la cogió del brazo y la detuvo, quedando ambas frente a frente... Céfora gritó despavorida: «Juan, Juan, ven a mí...». Y Fernanda con más furia, blandiendo la espada que traía en su mano derecha: «Llámale, llámale. Juan, ven a este infierno, que es obra tuya». Frenética cerró contra ella, y ¡ras!... allá fueron al suelo Céfora y espada, aguja clavada en un acerico... La diablesa pasó de este mundo al otro sin decir apenas ¡ay!