XXX

-¿Ves, ves?... Lo adiviné -clamó el Bailío radiante de júbilo-. Y el barrunto vino de que recordé haber oído a Servando, seis días ha, que pensaba tomar ese local para poner en él un establo.

-No, señor; establo no... pone almacén de ferretería.

-Eso es... confundí las vacas de leche con las llantas, flejes, clavazón... Lo mismo da. Corre, mujer: dile a Servando que quiero hablarle... Puedes desde luego explicarle tú mis fines y propósitos, que son de la más pura honestidad... inspirados en el supremo bien... En fin, quiero que me dé la llave... Es preciso que esta noche misma me apodere yo de aquella posición importantísima, para sorprender al don Juan, que por allí ha de recalar... Ahora sí que no se me escapa, ¡vive Dios!... Y detrás de la casa hay un campillo mal cerrado de tapias, el cual fue huerta, prado, y hoy es depósito de escombros, lavadero... Allí tenemos don Juan y yo un espacioso y solitario ejido donde plantear el juicio de Dios, si ese andaluz alocado se negase a la reparación que le pido... Filiberta, estoy loco de contento... Vete pronto a ver a Servando. Que me dé la llave... La llave es la clave, y cogiéndola podré exclamar: Eureka... Eureka quiere decir: clave, ya te tengo...

Fue luego el ingenioso Bailío a la casa de Ibero, deseoso de hablar con Fernanda antes de llevar a la realidad su audaz propósito. Pero no pudo ver a la ideal señorita, porque hallándose enferma de fiebre palúdica Sofía Prestamero, junto al lecho de esta pasaba tarde y noche, asistiéndola como cariñosa enfermera. Dirigiose don Wifredo al domicilio de Prestamero, calle del Prado, casi frente al Instituto y muy cerca de las Brígidas; pero en la puerta varió de idea, porque preveía la dificultad de no poder hablar a solas con Fernanda, y porque sus graves quehaceres le pedían aprovechar escrupulosamente el tiempo.

Recibida de manos del propio Servando Arregui la llave del local, y pasada revista a los confidentes y espías que auxiliaban su causa, no quiso demorar la ejecución de sus heroicos pensamientos; recogió al anochecer sus espadas, y llevándolas bien disimuladas con la envoltura de una tela, se fue al escondido palenque donde aguardar a pie firme debía la Hora de Dios.

Aunque el caballero quiso ir solo al puesto de peligro, contra su voluntad le acompañó Filiberta. «Bueno -le dijo el amo en la puerta del local-. Consiento que entremos juntos; pero luego te vas... Quiero estar solo. Las mujeres, con sus arrumacos y chillidos, perturban estos actos de carácter estrictamente varonil... Abramos... Ea, ya estamos dentro...». Era un local vastísimo; gran salón corrido, con dos rejas y una puerta a la carretera, otra al campillo posterior, que por el Norte lindaba con la huerta de las Brígidas. Columnas de hierro fundido sostenían las gruesas vigas de carga del techo; las paredes eran desnudas y sucias, el suelo de baldosín. Del techo pendían aún argollas y cuerdas, resto del gimnasio que allí hubo. En algunos paramentos se veían desgarrados carteles de Ferias y Toros, cuentas trazadas con carbón sobre el yeso. Únicos muebles donde poder sentarse eran un banco de carpintería, otro más pequeño, y algunas piezas de tablazón apiladas contra el zócalo.

Vieron esto a la luz de una vela que con precaución doméstica trajo y encendió Filiberta. «Buena ha sido tu idea -dijo don Wifredo dejando sus espadas en el banco-, y no está mal que yo tenga aquí esa bujía, que podrá ser necesaria en alguna ocasión. Pero yo me propongo hacer mi guardia en completa obscuridad, para evitar el riesgo de que se espante el enemigo y no entre a la suerte». Después de cerciorarse de que el local no tenía comunicación directa con los pisos altos, apagaron la vela, que Fili dejó sobre el banco de carpintería con una palmatoria de barro y caja de fósforos, y saliendo al campillo, reconocieron la puerta que daba salida a los pisos altos, y frente a ella lavaderos y colgadijos de ropa; más allá un estanquillo vacío y seco, y después soledad, árboles muertos, restos de fortificaciones. Una tapia destruida a trozos limitaba el campo a lo largo de la carretera de Madrid a Irún.

Una vez examinado el terreno, ordenó don Wifredo a su criada que le dejase solo, y como ella se negara, poniéndose un poquito dengosa, tuvo el amo que cuadrarse y hablar recio... Al fin partió la huesuda, haciendo propósito de dar por allí unas vueltas a distintas horas de la noche. Solo en su torre, ufano como un guerrero feudal dentro de los muros que afianzaban su poder, esperó el Bailío los hechos que el reloj de Dios marcaría fijamente en el curso de la noche. Su punto de vigilancia era una de las ventanas enrejadas que daban a la carretera, frente al paseo de la Florida. Desde allí no se le escapaba don Juan, ni nada de lo que ocurriese en las Ezquerecochas. En su acecho le ayudaba una luna hermosa, con sólo dos noches de menguante, ligeramente recortada de un carrillo, y espléndida de dulce claridad. Alumbraba el astro lo exterior, y el caballero vigilaba en la obscuridad. Todo lo veía, y ni de hombres ni de alimañas podía ser visto.

No había pasado media hora desde que en el firmamento apareció la luna, cuando Fernanda Ibero, en un respiro que le dejó el descanso de la amiga enferma, salió a un mirador de los que engalanan la ciudad de Vitoria, con vistoso frente de cristales. Sola un momento ante la hermosa vista del cielo con claridad lunaria, y de las arboledas cercanas, iluminadas de un azul verdoso, el alma de la triste doncella salió a espaciarse en la dulce melancolía de la noche. Pocos minutos llevaba en su contemplación, cuando fue sorprendida por una muchacha de las que servían en la casa, Prudencia, la cual llegose a ella medrosica y vacilante como quien trae un tapadillo. Después de mirar a las habitaciones próximas, de donde salía rumor de niños y criadas, le dijo: «Señorita, para usted traigo una cosa». Tembló Fernanda. ¿Qué sería? El miedo de la criadita se le comunicó, y apenas pudo pronunciar dos palabras. Con un tome, tome, alargando un papel, cumplió Prudencia, que azorada seguía mirando a las puertas por donde venían las voces.

Cogido el papel por Fernanda, vio que era una cartita pequeña con sobre de tarjetas... vio la letra de don Juan en el sobre... le faltó poco para caer sin sentido. «¿Quién te ha dado esto, Prudencilla?». «Mi primo el miñón Pepe Ciordi... Abajo está esperando por si quiere la señorita contestar... Me dio el papel cuando volvía yo de la botica...». «¿Cómo he de contestar si no he leído...? Y no sé si debo leerlo... Dile que se vaya... No, espera... Sí, que se vaya, que no contesto... Aguarda, mujer... que sí, que contestaré... Pero tengo que pensarlo despacio... oye... que pensarlo despacio». No sabía la pobre señorita qué decir, ni qué resolución tomar: tan violenta conmoción le traía el inesperado mensaje, que era como bomba estallante en su alma. Con veloz mano rompió el sobre chiquito, y con mirar de relámpago leyó las seis líneas escritas por don Juan... Leerlas y arrugar papel y sobre, guardándolo todo en el seno con rapidez de prestidigitador, fue obra de pocos segundos...

Inmediatamente se internó en la casa; volvió al cuarto de la enferma, que aún dormía; salió... Marciana, de cuya fidelidad y honradez tenía tantas pruebas, era la única persona de quien se fiaba en el asunto obscuro y delicado que de improviso tomaba tan extraño giro. No hallándose en la casa la confidente, esperó su llegada con cruel ansiedad. En esto, la madre y la hermana de la señorita enferma ordenaron cariñosamente a Fernanda que se acostase, pues había pasado en vela la noche anterior... Aunque no tenía sueño, Fernanda obedeció por estar sola y aislada. Quería zambullirse con libertad en el mar de sus pensamientos.

La solitaria meditación fue para la enamorada doncella tormento, del cual provenían goces del espíritu, y ensueños que acababan en cruel suplicio de incertidumbres. En su breve carta, don Juan le proponía restablecimiento de relaciones, olvidando todo lo pasado. El galán reconocía el inmenso mérito de la que fue su novia y prometida, y renegaba de sus pasadas locuras. Momentos hubo en que Fernanda, que aún conservaba la carta en el seno (se acostó vestida), sentía que el papel le comunicaba un calor dulcísimo; sentía renovado su amor ardiente, y veía posibles la confirmación y realidad de las esperanzas que alimentaron su alma desde que don Juan emergió en La Guardia hasta que se hundió en Bergüenda. El recuerdo de la parábola del Hijo Pródigo la alivió de sus dudas. Antes de media noche, disparada la imaginación de la señorita en velocísima carrera, llegó a ver cosas y personas tal y como fueron en los primeros meses del año. La ilusión de amor, el porvenir risueño... el matrimonio, el esposo, los hijos... hasta la remota esperanza de los nietos, revivieron como una vegetación milagrosamente cambiada de las zonas frías a las tropicales... Don Juan, curado de sus travesuras solteriles por los goces de la familia y por la paz doméstica, era un modelo de esposos, de padres... ¿por qué no ya de abuelos?...

Una brusca regresión, un repentino salto atrás, llevaron el alma de Fernanda hacia otras ideas. Obra fue también de la imaginación, que es juntamente veleta y viento, pues a sí propia se cambia... Vio la señorita cómo se ajaba de súbito aquel rosado ensueño... pensó que la enmienda de don Juan sería difícil, y temió que si en efecto se arreglaba todo y con él se casaba, había de ser infelicísima. Acordose luego de su hermano Santiago, de sus aventuras, de su vida irregular, de su felicidad presente, y se dijo: «Quizás mi destino y el de mi hermano sean igual destino... No podré llegar a la paz sin que antes pase por mil pruebas, sufra desdichas y afronte horribles tempestades». Santiago y Teresa eran para ella un símbolo más admirado que comprendido, un mito que representaba la humana vida en su primordial concepto. Veíalos como un grupo de clásicas figuras, imponentes por su belleza y noble gravedad. Sin que hubiera en torno a ellos palabras escritas ni grabadas leyendas, algo decían... Invisibles trompetas de oro daban al aire estas voces: Energía, Dignidad, Amor, Justicia, y alguna más que no se oía bien...

Cansada de buscar enseñanzas de vida en la vida de su hermano, pasó Fernanda otra vez a lo fácil, próximo y tentador, a la fascinación donjuanesca. ¡Era tan interesante y galán el travieso andaluz!... Su carta revelaba propósito de enmienda... En el mundo no son raros los casos de pecadores súbitamente convertidos... Con estas generosas ideas se adormeció, ya de madrugada, y su caldeado cerebro tuvo algún descanso... Al despertar, su primer pensamiento fue para Marciana... Por fin, ¡ah!... Eran ya las nueve bien dadas, cuando la señorita pudo hablar con su leal servidora y confidente.

La primera observación de Marciana, en cuanto se enteró de la cartita, fue de una lógica intensa: «¿Por qué no le dice eso a tu padre? A tu padre debe dirigirse ahora, no a ti... No te fíes... lo que quiere es marearte, trastornarte, sabe Dios con qué idea». Protestó Fernanda tímidamente: tomaba la defensa del burlador por estímulos hondos del alma y nerviosos estímulos que enlazados subían a inspirar su pensamiento. Cariñosa rebatía Marciana sus débiles razones. Era una buena mujer, cuarentona, gordezuela, corta de estatura y de inteligencia, graciosa de cara, la mirada picante por causa de un ligero estrabismo, como gancho malicioso. Amaba con ternura maternal a Fernanda, de quien fue niñera, y no había olvidado el tutearla; no quería más a sus hijos. «Ten calma, cordera -le dijo-. Yo me enteraré hoy mismo. De ese Ciordi no debemos fiarnos, porque está vendido enteramente al don Juan, y no nos cuenta más que lo que le conviene... Pero mi Antonio sabe o puede saber lo que Ciordi nos oculta. Volveré por aquí a primera hora de la tarde, y te diré lo que Antonio averigüe».

Entre la primera y la segunda visita de Marciana, las horas, invisibles ruedas del tiempo, corrieron con doloroso engranaje en el corazón de la señorita. Adormeció esta su ansiedad asistiendo a Sofía, recibiendo las órdenes del médico y aplicando sus manos al trajín de la casa. A las tres llegó Marciana con cara fosca, y a solas hablaron después de esperar ocasión favorable. «Hija del alma, lo que pensé ha resultado cierto. Tan engañada como yo lo estuve cuando te calenté la cabeza con lo de que volvía don Juan, lo estás tú ahora con la ilusión que te ha traído esa carta de brujería... No viene, no, con buen fin... Si viniera de buenas, se habría dirigido a tu padre... Lo que quiere es perderte, arrastrarte a sus locuras...».

Rechazó Fernanda estas suposiciones que creía malévolas. Imposible que existiera en un hombre tanta maldad. Palideció en la protesta, como si las palabras de la confidente desgarraran sus sentimientos más vivos. Marciana, que blasonaba de su veracidad así como de su amor a la señorita, se aventuró a desembuchar la peor parte de las nuevas que traía... «Pues sabraslo todo, para que te desengañes de una vez. El don Juan juega con cartas dobles... Y esa que estudia para monja es tan santa como yo emperatriz... Don Juan y ella están de acuerdo, se escriben, se hablan... Todo lo tiene preparado para sacarla de aquella casa... La roba... se la lleva a Madrid de contrabando... Y no ha de pasar de esta noche».

De la ira quedó Fernanda un momento sin habla; apretó los puños, y al oír a Marciana repetir sus últimos conceptos, rompió en acerbas negativas: «¿Cómo he de creer esas atrocidades? Marciana, te tuve siempre por leal; ahora te tengo por mentirosa... No es buena esa Céfora... pero sería un monstruo si de la puerta del convento se volviese atrás llamada por el vicio... No, te digo que no es la humanidad tan perversa... no, no... ¡Y el don Juan escribirme lo que has leído, para salir luego con...! ¡Oh, no! Marciana, no me harás creer que Dios permite infamias tan horribles... no mil veces».

Acabó su protesta llorando amargamente. Marciana, con dignidad de mujer que no sabía mentir, replicó así: «Pues, hija, no estás poco romántica... Te traigo la verdad y dudas; no me crees... ¿Lo creerás si lo ves?».

-Sí, sí -dijo Fernanda, y el fue como un grito en que echaba toda su alma-. Marciana, llévame.

-Bien cerca estamos... pero es un compromiso... ¡Si tus padres lo saben!...

-Quiero verlo... La mayor vileza, la mayor abominación que Dios permite a sus criaturas, quiero ver.

Hablando así, avanzó con tal fiereza hacia la pobre mujer, que esta retrocedió asustada. «Bueno, paloma, no te pongas así -dijo apretándole las manos, que Fernanda soltó en seguida con tirón vigoroso-. Si te empeñas en ello, iremos... ¿No calculas que nos será difícil salir de noche... y dar una razón de nuestra salida?...». Y Fernanda, despreciando con gesto altivo los escrúpulos de la otra, contestó: «Digan lo que dijeren, y pase lo que pase, yo voy... Si no quieres ir conmigo, iré sola... Sé a dónde tengo que ir... Es muy cerca».

Vaciló Marciana. El fuego que despedían los ojos de Fernanda prendió pronto en ella. Próximas la una a la otra, ya no se oyó más que un cuchicheo de ladrones en acecho: «Tráete tu mantón negro de crespón para mí...». «¿Fingiré un recado de tu madre llamándote a casa?...». «No es preciso...». «¿Sabes que tengo miedo?...». «Yo no...». «Bien mirado, ¿qué vamos a buscar allí?...». «La verdad: ¿te parece poco?».