XXIX

Retirose el Bailío a su casa recelando que la traviesa realidad no quisiera ponerse de acuerdo con la inspiración profética... «Filiberta, ¿lo soñé yo, o me dijiste tú que en las Brígidas entraría pronto una joven...?».

-El señor lo habrá soñado -replicó la huesuda, tirando de la bota derecha de su amo-. Yo no le hablé de semejante cosa... Pero ahora me acuerdo de haber oído ayer en la plaza...

-¿Ves cómo es verdad? ¡Si yo no me equivoco!... ¿Y oíste el nombre de la nueva monja?

-Lo dijeron. Pero tengo yo mala cabeza para nombres... y el de esa mujer no es de los que oímos todos los días.

-Filiberta -dijo el caballero ya en la cama, cuando con blanda mano le ponía su criada el turbante-, yo te suplico, y si es preciso te mando, que me averigües qué hay de nueva monjita en las Brígidas, y cómo se llama; y si es forastera, de dónde ha venido. Hace días que veo signos próximos y distantes de sucesos de suma gravedad... Retírate, que yo aquí, solo y a obscuras, lo mismo pensaré dormido que despierto, y algo he de ver y he de sentir de lo presente y de lo futuro. Buenas noches, Fili...

Al día siguiente, no llevó la fiel doméstica noticia ni rumor alguno referentes a la nueva parroquiana de las Brígidas. Y como al segundo día ocurriera lo propio, empezó a creer don Wifredo que había fallado su adivinación. En el barullo mental que esto le causaba, no sabía el hombre si desear o temer que fuese verdad la presencia de Céfora en Vitoria. Al tercer día, o tercera noche, la confusión del caballero subió de punto en la tertulia de Gauna, donde el Alcalde don Felipe García Fresca puso el paño al púlpito para referir los horribles desmanes de Valls. La plebe, desenfrenada de toda autoridad, se lanzó a satisfacer sus bárbaros apetitos, a descargar sus odios en personas quizás culpables y en edificios inocentes. Aquí asesinó, allá incendió, ensañándose particularmente en los opresores del pueblo, y entreteniéndose en la quemazón de archivos, así municipales como notariales. Era el furor revolucionario en su mayor delirio, la ciega venganza de inveterados desafueros... Lo que el Alcalde de Vitoria refirió, sabíalo por un caballero de Madrid, testigo presencial de los terribles atentados, el cual llegó a Vitoria por la mañana, marchando por la tarde a un pueblo próximo.

La idea de que el caballero informante era don Juan de Urríes se clavó en la mente del de San Juan, quien se impuso el deber de no dormir aquella noche sin despejar la formidable incógnita. En efecto, así lo hizo, y por el guardia civil Antonio Castro supo que Urríes estuvo aquella mañana en la fonda de Quintanilla dos o tres horas; fue después a la Casa-Ayuntamiento, y a las dos próximamente alquiló un coche por días, partiendo a un pueblo cercano... ¿Ali, Armendia, Gomecha? Esto no se sabía; mas no era difícil averiguarlo. Con tales informes, don Wifredo creyó tener en su mano la mitad de la clave, y por tenerla entera, a la mañana siguiente muy temprano despachó a Filiberta con un recado para la señora Madre Abadesa de las Brígidas, con quien el Bailío tenía conocimiento. Iba el mensaje formulado interrogativamente en un papelito para que la criada no trabucase el extraño nombre. La respuesta fue bien categórica. En efecto, las Brígidas recibirían pronto como novicia a una señorita llamada Nicéfora, catequizada por el padre Beck. Aún no había llegado. Hallábase en preparación o ejercicios...

Seguro de poseer ya la clave entera, apresurose el Bailío a construir a su modo toda la historia, con potente imaginación y lógica un tanto poemática. Conocía bien a Céfora, y se sabía de memoria las dos naturalezas que estrechamente enroscadas una en otra componían su carácter. Incompatible con Carolina, se había declarado independiente, haciendo la comedia del monjío para escaparse con Urríes en pos de goces y aventuras, menos secretas que las de Madrid. La que lloraba oyendo relatar la muerte de la Reina doña Francisca y poco después reía locamente repitiendo donaires picarescos; la que frecuentaba la iglesia, y dolorida de las rodillas por larga humillación ante el confesonario, se iba con don Juan a misteriosos nidos o burladeros, no era susceptible de enmienda ni reforma.

Era el Diablo mismo en su duplicada encarnación histérica y romántica; era la infernal Antarés, que a don Juan ofrecía sus formas seductoras cuando se hallaba dispuesto a variar de conducta. Con ser tan malo, don Juan era mejor que ella. El caballero andaluz volvía seguramente, como había previsto o adivinado don Wifredo; pero no volvía llamado por la virtud de Fernanda, sino por la sensualidad de Céfora. Según las presunciones del cruzado de Jerusalén, el burlador había tenido un instante de arrepentimiento: rayo del Cielo penetró en su alma, iluminándola con divinos resplandores; pero acudió Antarés con las tinieblas y el vicio, y don Juan perdió la vía del bien a que su vaga intención más que su rígida voluntad le encaminaba.

Ultimatum. -En cuanto se pudiese averiguar dónde moraba o se escondía don Juan, el Bailío de Nueve Villas le plantearía con arrogante severidad la cuestión caballeresca en esta concisa fórmula: «Usted, señor de Urríes, está obligado a casarse con Fernanda, no por reparación del honor de esta, que no ha sufrido ni podía sufrir ningún detrimento, sino por dar al alma nobilísima de la doncella de Ibero la paz y felicidad a que es acreedora. Padece la demencia de amar a usted. Su corazón pertenece a su verdugo». Si a este requerimiento respondía el andaluz con un , todo estaba felizmente terminado. ¿Respondía con un no iracundo o siquiera displicente? Pues el de San Juan con la misma o mayor entereza, le diría: «Aquí traigo dos espadas de fino temple: escoja usted la que quiera, y solos, sin testigos, vámonos a resolver en Juicio de Dios, cual cumplidos caballeros, esta grave contienda».

Al trazar con mente fervorosa este soberbio plan, el alma del caballero ardía en loco entusiasmo. ¿Qué mayor gloria que consagrar los últimos días de una vida intachable (salvo las canitas echadas al aire con la Africana) a una empresa de rehabilitación tan grande y bella? Y pensando en esto, a su mente traía la imagen de Fernanda, adornándola de innúmeras piedras preciosas que representaban otras tantas prendas morales. O devolverle su don Juan, o morir por ella... En la mansión de los justos se encontrarían, limpios ambos de toda terrenal impureza, y contemplándose extáticos, gozarían eternamente el premio de sus virtudes... y a Dios vería cada cual en las pupilas del otro... Alargando después sus brazos para alcanzar al cuello de Filiberta, que en estatura le ganaba más de un palmo, le dijo con desbordada vehemencia: «Abrázame, mujer, y abrazándome reconoce que tienes por amo al caballero que más alto pica en la abnegación. Abrázame, a ver si se te pega algo de la grandeza de mis fines... y aprende, Filiberta, aprende a sacrificarte por la belleza y la virtud. Este arranque gallardo que en mí ves, lo debo al cataclismo de mi cerebro. Dios me turbó y desconcertó, para darme después un natural y temple más varoniles, infundiéndome la querencia de los actos heroicos. Al propio tiempo me hizo más poeta que Cristóbal de Pipaón, y con esa ventaja me encontré de añadidura».

Derramando lagrimas, le abrazó Filiberta, diciéndole entre babas que si el señor moría en duelo, o como Dios quisiera, ella no se quedaba por acá. A su don Wifredo se pegaría como una lapa, y juntos subirían a la Gloria eterna.

Tan ufanado con su caballeresca resolución llegó a estar el Bailío, que le aterraba la idea de que un soplo de prosaica realidad deshiciera el hermoso castillete. Al regresar de su paseo una mañana, pensando en la ideal doncella por quien se desvivía, la encontró con su hermano Demetrio y con María Erro, que iban hacia la Plaza Nueva. Galantemente se agregó a las damas y al caballerito, y creyó ver en los divinos ojos de Fernanda sombra y luces que decían: «temo y espero». Al entrar en la Plaza, halláronse de manos a boca frente a un clérigo joven, vivo, con acento extranjero, el cual se enganchó en saludos amables con María Erro, después con Fernanda, Demetrio y la compañía. Era el Padre Beck, uno de los dos jesuitas que estuvieron con don Wifredo en La Guardia, en la primavera de aquel mismo año. Saludáronse todos, y particularmente extremó el clérigo sus cortesanías con el Bailío, no sin recordarle las caminatas que juntos habían hecho por Estella, Viana y Logroño, preparando el terreno y las almas para el levantamiento carlista. Con sonrisa de conejo respondió don Wifredo a las remembranzas del ignaciano, que se despidió relamido y afable, ofreciendo su domicilio, una hospedería muy recatada, próxima al convento de las Brígidas.

Siguieron las damas y su acompañamiento. Al despedirse Romarate en la puerta de la casa de Gauna, Fernanda le recomendó, con expresivo acento de tímida confianza, que no faltase aquella noche... ¿Qué había de faltar?... Llegó el primero, y aun pensó que llegaba tarde. Apenas vio a la gentil doncella de Ibero, pudo advertir en ella un ardiente afán de ponerse al habla. Ambos se dieron sus mañas para encontrar la ocasión que deseaban. La sorpresa del caballero fue grande cuando la señorita le dijo con balbuciente voz: «Ya sé, don Wifredo, dónde está esa... esa... En Vitoria la tenemos ya».

-¡Céfora!... ¿Dónde?

-¿Se fijó usted en las señas que dio de su casa el clérigo de esta mañana?... Pues allí... allí.

-Ya lo sabía yo... -replicó el caballero en un rapto de vanidad adivinatoria-. Digo: como saberlo precisamente, no... Lo había pensado, lo sospechaba. Ya sé, ya sé: la hospedería de las señoras de Ezquerecocha, a donde sólo asisten personas recomendadas, comúnmente sacerdotes, beatas...

-Dijo el Padre que es al lado de las Brígidas.

-Está esa casa en lo que fue Hornabeque de la Victoria... ¿Sabe usted?

-¿Qué he de saber?... En mi vida oí tal nombre.

-¡Oh, yo de chico he jugado allí más veces...! Ya el Hornabeque o fortín estaba en ruinas... Pues el año 50 construyeron allí varias casas: una de ellas es esa, con sólo dos pisos altos, que ocuparon las Ezquerecochas, excelentes señoras a fe mía... Guadalupe, que era una santa, murió del cólera; Eduvigis está baldada... Hoy gobiernan la posada unas sobrinas de poco juicio según entiendo. Por esto ha perdido la casa su antiguo crédito y respetabilidad... En el bajo, que es un local muy espacioso, hubo hace años un almacén de granos; luego un gimnasio, que tronó hace dos meses. La semana pasada, esos locos republicanos quisieron alquilarlo para celebrar allí sus reuniones o metingues; pero las vecinas de arriba pusieron el grito en el cielo, y el propietario se negó... Ahora que me acuerdo: días ha me dijo Filiberta que los valencianos de la Plaza Nueva alquilan ese local para depósito de loza y esteras... Amiga del alma, noto en usted un sobresalto que no tiene razón de ser... Estamos próximos a la Hora de Dios... Como dice muy bien Filiberta, el reloj de Dios es distinto del de los hombres, y cuando nosotros decimos temprano, él dice tarde, y cuando decimos ahora, él dice todavía no... Aguardemos con fe y serenidad.

Hubiera desentrañado Fernanda estas sutiles razones; pero por atender más al pensar propio, no quería salir del alcázar de su silencio. Despidiose el Bailío con efusión concisa, y algo aturdido salió a la calle; mas en cuanto las auras frescas de la noche orearon su frente, sintiose poseído de ardimiento belicoso, y espoleado por febril actividad. Apenas encaró con Filiberta, dio órdenes semejantes a las de un caudillo que reúne a los jefes de cuerpo para dar comienzo a una fiera batalla. Al punto quiso ponerse al habla con la Marciana, con su marido Antonio Castro, con Matías Calero y con un miñón llamado Ciordi, que según Filiberta era el individuo mejor informado de los pasos de don Juan. Anhelaba don Wifredo conocer sin demora el paradero del andaluz, para irse derecho a él y plantearle la cuestión caballeresca en términos de inexorable precisión.

Divagando en conjeturas y sin resolver nada, se pasó la noche, y a la mañana siguiente, dadas ya las ocho, sólo pudo averiguarse que la Marquesa de Subijana, desentendida ya de Céfora, se había ido a San Sebastián con su amiga la Villares de Tajo: ambas habían estado tres días en Quintanilla, donde tuvieron la dicha de alternar con los Marqueses de Beramendi y otras aristocráticas familias. Carolina Lecuona era feliz entre las damas elegantes y los señores ricos, que habían erigido en ley de buen tono el repudiar a todos los candidatos a la Corona de España y envolver en flores de simpatía al niño don Alfonso... También había partido de Vitoria el padre Beck, creíase que a Tolosa, dejando a Céfora bajo la custodia y gobierno de una grave señora piadosísima, que habitaba en la misma casa.

Daban las diez cuando se supo que don Juan había pasado de Ali a un caserío cercano. Era inútil buscarle allí. Más práctico sería salirle al encuentro en Vitoria, a donde venía en cuanto cerraba la noche. El miñón José Ciordi, conocedor sin duda de los pasos, ya que no de las intenciones, del caballero, se encastillaba en una discreción a prueba de halagos. Era indudable que entre don Juan y Céfora mediaban cartitas. Desesperado don Wifredo ante la imposibilidad de apoderarse de alguna de ellas, invocaba y sutilizaba su poder de adivinación, tratando de penetrar ideológicamente el delicado arcano de las letras que iban y venían por el aire, como efluvios telegráficos. Pero esto no le valía, y los esfuerzos de una imaginación potente y ágil no servían más que para internarse en enredosos laberintos... Por fin hubo de comprender que su fantasía deliraba, y que los monstruosos absurdos por ella engendrados eran obra de unos traviesos diablillos que se introdujeron en su magín, y allí jugaban con el aparato de adivinar.

Para librarse de esta diabólica sugestión, se fue el hombre a San Vicente, y ante el altar mayor oró devotamente una media hora, de rodillas. Muy consolado y fortalecido en sus pensamientos salió de la iglesia para su casa, y antes de llegar a esta sintió que en la bóveda de su cerebro llamaba con fuertes golpes el verdadero y genuino poder adivinatorio, como diciendo: «Atención: aquí estoy... abrid, abrid...». La grande adivinanza de origen divino entró en el cerebro precedida de espléndidas luminarias. Vedla aquí: El nuevo alquilador del local vacío, planta baja, en la casa de las Ezquerecochas, era Servando Arregui... grande amigo de Romarate, moralmente ligado a este por el cariño y la gratitud...

«Fili, Filiberta -dijo el Bailío con fuertes voces entrando en su casa-, averíguame al instante si los valencianos de la Plaza Nueva han alquilado el bajo de la casa... ya sabes...».

-Señor, le estaba esperando para decirle que ayer alquiló el almacén Servando Arregui, y que hoy le han dado la llave.