XXVIII

Y era verdad que tomaba el billete en la estación de Barcelona; mas no para Zaragoza, como pensó don Wifredo, sino para Tarragona. No iba solo: dos señores le acompañaban. No le movían empeños o compromisos amorosos: empujábanle, con inquietud y curiosidad, móviles políticos y el inmediato interés de la causa dinástica que defendía. Observar quiso la tromba insurreccional que se iba formando en toda España, y con más ímpetu que en parte alguna en las regiones catalanas próximas al Ebro. Era la explosión del sentimiento republicano, el más joven y por tanto, el más vigoroso de los sentimientos políticos en aquella época de pasmosa florescencia vital. Brotaban los nuevos gérmenes con fuerte empuje de la savia, y el poder y virtud de esta se malograban por querer crear el fruto antes de producir las flores... Este arrebatado movimiento tomó la encarnación teórica más atrevida, el pacto federal, y tras él iba con generoso raudal de sentimiento. El federalismo creyó llegar más pronto a su fin batiendo las alas de la razón filosófica que andando modestamente con los pies de la cautelosa realidad. Pronto había de pagar su error.

Como se ha dicho, fueron Urríes y dos más a ver de cerca el ciclón, sin acercarse mucho, por si llovían golpes y tiros. Los compañeros de don Juan eran un señor Angulo y un señor Solís, muy notados de montpensierismo doméstico y público. Lamentaban que en España hubiese tantos hombres que exponían su vida y su hacienda por don Carlos o por la República, y que no saliesen de ninguna parte ni siquiera cuatro gatos armados que mayasen por el de Orleans. En su lista de adictos tenía este generales y políticos de peso; en sus arcas millones que derrochar, si pudiera más la ambición que la codicia, y con tales elementos era el hijo predilecto de la impopularidad. Angulo, Solís y Urríes salieron de Barcelona con objeto de ver si en el revuelto río federal era fácil pescar alguna trucha que pudiese comer tranquilamente el señor Duque.

Vieron los tres caballeros la grande agitación de aquel país, y en un tris estuvo que retrocedieran a Barcelona; pero más pudo la curiosidad que el temor, y adelante siguieron. Sabían que las radicales ideas de Pi y Margall habían cristalizado en los organismos federativos de pueblos y regiones, y que pronto lo harían en la Junta central, común atadijo de los haces regionales. Sabían también que la guerra civil republicana se iniciaba en ciudades populosas y ardientes, como Zaragoza, y en otras que siempre fueron pacíficas. No desconocían que tras ellos quedaban soliviantados pueblos importantes de Barcelona y de Gerona; que Suñer y Capdevila reclutaba hombres a centenares, a miles, para expugnar la institución monárquica todavía platónica y acéfala, pues había trono, mas no Rey que lo ocupase; pero ignoraban lo que podía venir del lado de Tortosa, donde algunos diputados republicanos y otros que no lo eran, hombres de tan viril entendimiento como Valentín Almirall, jóvenes exaltados como José Luis Pellicer, habían adiestrado al pueblo en el arte de la reivindicación y en otras artes complementarias, como el maldecir cantando y el aclamar rugiendo. Inspiraba el gran niño admiración por su infantil fiereza; causaba miedo, porque su inocencia no era ya inofensiva.

Al llegar a Tarragona, nada vieron anormal Urríes y sus acompañantes. Fueron a visitar al Gobernador don Juan Manuel Martínez, hombre tan inteligente como simpático, amigo inquebrantable del General Prim, satélite de adversidad más que de fortuna, pues con alegre constancia le siguió por todos los ásperos senderos y atajos de la emigración... No le encontraron: había ido a Barcelona a conferenciar con el Capitán General Gaminde, y pedirle fuerzas con que contener el nublado que se les venía encima.

Recibió a los curiosos forasteros el Secretario, Gobernador interino don Raimundo Reyes García, el cual no pareció temeroso de que estallasen desórdenes graves a la llegada de los republicanos que vendrían de Tortosa. Según dijo, conocía bien al pueblo tarraconense; teníale por reflexivo, poco dado a excesos revolucionarios; pensaba que arengándole con lenguaje conciliador, invocando su dignidad y cordura, todo se reduciría a un poco de ruido. Contagiados de la tranquilidad del Secretario, se fueron los caballeros a la fonda, luego a un café, Rambla de San Carlos, donde departieron sobre los presuntos alborotos. Seguramente, si estos eran extremados y traían atropellos de la propiedad y ataques a las vidas, más ganaba que perdía la causa del Duque. Convenía que la odiada Interinidad se pusiera su máscara más cadavérica y su mortaja más pavorosa para asustar a la Nación.

Con estos comentarios ojalateros pasaban el rato cuando oyeron rumor de marejada popular, y a la calle se lanzaron, siguiendo la corriente que con hervor de gritos descendía de la Rambla de San Juan a la de San Carlos. Por la calle de la Unión precipitáronse a la Plaza de Isabel II, donde ya era menos fácil el paso por lo que iba espesando la muchedumbre. Dejábanse llevar del torrente humano que corría cuesta abajo, y por calles que desconocían, rectas y de anchura diferente, llegaron a una gran explanada, en cuyo término se veía la estación del ferrocarril. Era la escena del drama federal anunciado, que se hallaba en su primer acto, mejor será decir en el único, porque fue tragedia breve, con muy poco espacio entre la prótasis y la catástrofe.

Sobre la multitud que ondeaba con hinchazón rugiente, como un mar tempestuoso, se destacó la figura arrogante de un militar anciano que subió a un coche. Su hermosa barba blanca dábale aspecto de un gran Rabino, con ros y levita galonada... Era Pierrad, hombre valiente en la guerra, desgraciado en la paz, y en toda ocasión política enormemente inoportuno; tardío cuando debía llegar pronto, prematuro cuando su tardanza podía ser un suceso favorable. No se sabía si a la multitud arengaba, o si oía su bronco alarido sin comprenderlo... El General era sordo.

Entre don Blas Pierrad y la Estación, el Gobernador interino arengaba en otra forma y con mejor sentido a la brava multitud. Esta, también un poco sorda como su ídolo en aquel momento, no se enteraba de las sensatas exhortaciones de la autoridad... se arremolinó en torno al señor Reyes; este cayó al suelo... La fiera se inclinó sobre él... Era como el niño recogiendo el juguete que se le ha caído... Los niños, en sus juegos inocentes, inventan diversiones crueles y hacen simulacros de maldades... Ello fue que la iracunda caterva popular echó una cuerda a los pies del infeliz Gobernador interino y le arrastró, no sin tropiezos y dificultades, porque el suelo estaba muy mal empedrado... Los arrastradores, con incierta marcha de niños embriagados por la travesura, tiraban hacia el puerto... Pierrad fue y vino en su coche... los caballos encabritados, parecían luchar con las olas, como caballos de Neptuno. Alguien gritaba junto al General refiriéndole lo que ocurría; mas él no parecía comprenderlo bien.

Urríes, Angulo y Solís no creyeron prudente marchar a la cola de la bárbara tragedia que se alejaba; y deseando apartar de sus oídos el espantable resuello de la plebe, mezcla de carcajada hombruna y de aullar de canes, retrocedieron calles arriba...

«Filiberta -dijo don Wifredo a su criada, abriendo los ojos y requiriendo el libro que había dejado sobre sus rodillas-, ¿has oído un estrépito como de loza que cae y se rompe en mil pedazos?».

-No, señor -replicó la mujer huesuda, que entró de puntillas cuando su amo dormitaba en el sillón-. Nada oigo, y en casa no se han roto tazas ni pucheros.

-Pues creí... Estaba yo leyendo unas historias del País de los Volcanes... cada casa tiene su cráter... país de terremotos... el suelo está siempre bailando... Pues leía que estalló una gran erupción... no sé más, porque me amodorré... Dime, Filiberta, ¿fue ilusión mía, o en la calle había bullanga? ¿No pasó un grueso gentío alborotando?

-No, señor: no ha pasado más que el carromato de Estella con cuatro mulas... Alboroto hemos tenido en Vitoria; pero ello fue anoche... En el teatro se juntaron esos locos republicanos, y estuvieron echando prediques hasta las once o más. Luego, a la salida, hubo lo de que si tú, que si yo; vivas y mueras, y empujones muchos que por poco se vuelven palos.

-Fuera de don Pedro la Hidalga, varón respetable, aunque de cáscara más amarga que la hiel, todos los republicanos de acá son niños echados a perder por el estudio... Entre ellos hay muchachos listos... simpáticos. ¡Ricardo Becerro, Daniel Arrese, Sotero Manteli, ángeles de Dios!... Antes de irme a Madrid discutía yo con ellos, y les volvía tarumba, despedazándolos con sus propios argumentos... Ahora, los ángeles se han quitado de cuentos, y tratan de traernos el Caos. ¿Sabes tú, Filiberta, lo que es el Caos?

-Señor, como saberlo, no lo sé... pero ello debe de ser algo parecido a la República Federal, porque esta no se les cae de la boca... Pues el otro Cao, el de Carlos VII, también tiene pelos... Y para que estemos más divertidos, Cao de Montpensier, Cao de Espartero y del Demonio coronado. Digo, señor, que no ganamos para Caos.

-Es verdad; no ganamos... Y a propósito, Fili: estoy algo inquieto... El corazón, desde anoche, me dice cosas tristes. Todo cuanto leo me hace pensar en trifulcas lejanas, en calamidades y sucesos sangrientos... en volcanes y cataclismos. ¿No te parece que...?

«Sí, sí: me parece que debe el señor arreglarse, vestirse y echarse a la calle -dijo la mujerona con regaño y mimo, a la par severa y cariñosa-. ¡A lucirla, a pintarla... a que diga la gente: 'Ahí va el primer caballero, y el caos de la pura elegancia'! Fuera murrias, y viva mi dueño». Fácilmente persuadido por este exabrupto de cariño maternal, don Wifredo despachó sus lavatorios matutinos; con media hora más quedó de punta en blanco, y a la calle... ¡Albricias! El gran Romarate reaparecía como el sol después de un largo y triste nublado.

Entrada la noche fue al palacio de Gauna, donde halló más gente que de costumbre, y la novedad de que estaba allí el Gobernador contando el trágico suceso de Tarragona. Un cronista muy autorizado fija en la noche siguiente la visita del señor Ezcarti. ¿Qué más da? Y en último caso, con correr una fecha queda la Historia en su punto... Al entrar don Wifredo, el digno Gobernador, rodeado de graves señores y algunas damas, iba ya muy adelantado en el relato del espantable motín, que sabía por telegramas oficiales: La autoridad militar, General Acosta, no dio señales de vida hasta que le llevaron noticia de que el pobre señor Reyes había sido arrastrado. Antes de que llegara la escasa tropa que guarnecía la plaza, algunos guardias civiles y carabineros lograron contener a la salvaje plebe; pero no salvar a la víctima, que aún estaba entre la vida y la muerte, yacente en la Plazuela de San Fernando, cerca del mar, a donde los arrastradores querían arrojarla...

-¿Y el Gobernador civil?

-Llegó de noche... pudo recoger el cadáver del desgraciado Reyes, espantar a don Blas, que se volvió a Tortosa, y dar principio al desarme de los voluntarios de la Libertad. Don Juan Manuel hizo prender en Tortosa al general Pierrad, y le trajo a la cárcel de Tarragona; después, reuniendo toda la fuerza disponible, persiguió a los amotinados. Estos se corrían a Reus, a Valls, a Montblanch... En fin, que había para rato, y aquella insurrección daría mucho que hacer al Gobierno.

Los comentarios fueron, como es de suponer, vivos y medrosos. Algunos, encastillados en la rutina, creían que sólo al carlismo correspondía la especialidad, casi casi el derecho, de la insurrección. Romarate oía y callaba, pues había perdido el hábito de las disputas políticas. María Erro, Gracia y la señora de Prestamero no extremaban su indignación, y sólo veían en la tragedia el peor síntoma de la gravísima dolencia de España, llamada Interinidad. En cambio, las añosas damas doña Manuela Tirgo y doña Rita de Landázuri sacaban de sus amojamadas laringes voces de ultratumba, para pedir un régimen absoluto sin Cámaras, aunque con camarillas, que pusiera freno a tantos desmanes. Luis Trapinedo, Ezcarti, Santiago Ibero y otros, pedían represión por los medios constitucionales, y los que blasonaban de católicos antes que políticos, como don Ramón Ortiz de Zárate, don Francisco Juan de Ayala y el valetudinario don Tirso Pipaón, ex-Provincial de la Orden de Predicadores, afirmaron que la tragedia de Tarragona y otras que se estaban preparando tenían por único fundamento la relajación de los principios religiosos.

Oídas estas sesudas razones, se arrimó el Bailío al grupo de las muchachas, que al otro extremo de la sala picoteaban con cuatro mozalbetes. Al mirar a Fernanda, los ojos de ella le salieron al encuentro, mirándole a él. ¡Y con qué expresión tan rara! Asustados pedían auxilio, informes, luz, con ser tanta la que ellos despedían. Fácilmente se puso el caballero al habla con la señorita, y aprovechó ella el ruidoso charlar de la gente moza para decir quedamente al de San Juan: «¿No sabe? Ayer estuvo aquí de visita la Marquesa de Subijana... me lo ha contado Luisa. Esa señora quiere ahora reanudar sus amistades del siglo pasado, o de no sé qué siglo, con estas venerables momias. María Erro le preguntó por la sobrina... por esa...».

Comprendió don Wifredo la repugnancia a pronunciar el nombre. Él revolvió el Céfora entre los dientes, y después, mirando al suelo, lo escupió sin saliva... Y Fernanda siguió: «La respuesta de doña Carolina fue de lo más chusco... Que la chica esa... entra en un convento».

-Ya lo sabía yo. Es achaque antiguo en ella la falsa santidad.

-¡Monja!... ¿Pero es burla, es ironía?... ¿Y en qué Orden?

Como don Wifredo no toleraba que los informes reales se anticiparan a su prodigiosa facultad de adivinación, contestó sin vacilar: «En la Brígidas de Vitoria».