Eskualduna editar

No hay gente más pacífica que los vascos, y no hay gente más conquistadora. Han venido por bandadas a la República Argentina, sin más armas que sus brazos musculosos y sus anchas manos, y por todas partes, se ven a ellos o sus descendientes, dueños de grandes campos, de rebaños tan imposibles de contar como las estrellas del firmamento o los granos de arena del mar; poseedores de capitales enormes que sirven de pedestal a un inagotable crédito, jefes de casas de comercio sólidas.

Unos a otros se sostienen, grandes y pequeños, encadenándose como las montañas aquellas de donde han venido, y franquean las rocas abruptas de la vida, unidos entre sí, como hacen en los peñascos, los arriesgados guías de su tierra, ligados de tal modo que, si uno está por caer, todos los demás hacen fuerza para detenerlo en la pendiente del precipicio y arrancarlo a la muerte, no cortando la soga salvadora sino en casos extremos.

Algo rudos en la forma, su rudeza no es más, en general, que la del sentido común, ese mal criado, que no cree necesario ponerse guantes para derribar de un puñetazo a la dialéctica más argumentadora, a la más seductora diplomacia. Así mismo, siempre saben ceder en tiempo, de sus pretensiones, para no entorpecer un negocio que no sea del todo malo, sin demostrar ese empecinamiento infantil, peculiar de otras nacionalidades, en no vender sino muy caro, o en no comprar, sino tirado.

Sencillos y bonachones, donde quiera que sea, partirán con el huésped de un día, los recursos de su choza, como con su más antiguo conocido, llevando algunas veces esa confianza hospitalaria hasta introducir en la intimidad de su vida, por un momento, malhechores que la aprovecharán para matarlos sin piedad y saquear lo que encuentren a mano.

El vasco, capaz de vencer a Rolando, si le viene a hacer cosquillas, no es peleador por gusto, y, para probarlo, tomó como aliada para sus avances en la Pampa, a la mansísima oveja. Allá, lejos, y cada día más lejos; ayer, en los confines de la región ocupada por los indios; hoy, en todos los campos más desiertos de la Pampa, el explorador que se aventure en ellos, encontrará, cuando más se crea solo entre el cielo y la tierra en que pisa, un rancho, un toldito, una cueva, y en ella un vasco, sólo, con algunos perros, algunos caballos y su majada de ovejas.

No necesita sociedad, no necesita conversación vive con sus animales, sostenido por la esperanza de hacerse con ellos una situación, algún día, festejando la llanura, para sacar de ella con que volver a sus montañas queridas.

¿De quién es el campo que ocupa? Poco le importa saberlo; probablemente de nadie, y, si es de alguien, será de algún pueblero, cuya cara se corre poco peligro de verla tan lejos. Sus ovejas se extienden a sus anchas; viven bien, y sanas, porque nada ni nadie las estorba; no conocen el corral barroso, inmundo, donde chapalean las majadas de adentro; duermen donde les parece mejor, la panza llena, en el declive de alguna loma arenosa en que no se detiene la humedad; para sus crías recién nacidas, tienen el reparo de las pajas altas, que las protegen contra los vientos demasiado crudos de la Pampa y contra esas heladas crueles que las estrellas relucientes, en las noches serenas del invierno, parecen desparramar con su incesante pestañeo, de la bóveda celeste sobre la tierra dormida.

Si llega a faltar el pasto, la mudanza es poco costosa: las maletas se llenan con las pocas provisiones que necesitan estos sufridos solitarios para condimentar la carne, que es su principal y casi único alimento; y, despacito, dejándola pacer, sin que pueda ni sospechar que la mudan de querencia, arrean por los campos la majada dócil.

Hay en la Pampa lejana, verdaderas colonias de vascos, así desparramadas, valiente vanguardia de la civilización, nobles sembradores de población y de progreso. Algunos de ellos andan, ahíncos nómades, con toda su familia, teniendo por casa una carreta de bueyes, joya carcomida del pasado. Llega el día que el eje renuncia, que los bujes ceden, que revientan las pesadas ruedas; la familia se ha hecho numerosa; las ovejas han aumentado; el arreo se ha vuelto pesado y parece advertencia del cielo, la catástrofe.

Ha corrido justamente la voz que en remate público, venderá el gobierno, al mejor postor, y pagaderos con facilidades, esos mismos campos; y en los ranchos, en los toldos, en las carretas, en las cuevas, se han reunido hombres de cara afeitada, con el pito de barro en la boca, de alpargatas y de boina, como vascos que son, y también de chiripá, como buenos gauchos que podrían ser; y se han oído conversaciones animadas, en las cuales han resonado las A, como clarín, roncado las Un, como tambor, en medio del gargareo de los erri, erre, erren, erra, arruá, y la palabra pesos mil veces repetida.

Una comisión ha sido nombrada para ir a la ciudad, viaje largo y penoso, y llevar allá la cantidad suficiente para pagar la primera cuota anual de las compras que se puedan hacer.

Se ha fijado un precio máximum, como para no correr el riesgo de quedar sin la tierra, precio calculado con el valor que, para estos hombres conocedores de ella, realmente pueda tener; y los anchos tiradores de cuero de carpincho han volcado con liberalidad su contenido en la mano de los comisionados.

Esperanza vana, ilusión de infelices trabajadores que nada saben de la vida de este mundo, y se figuran que tiene que comer las castañas el que las saca del fuego.

En el remate, los han cuestionado hábilmente amables desconocidos, a quienes, por supuesto, no han querido dar sino datos vagos, en esa lengua peculiar de ellos, que simplifica las frases hasta hacerlas todas de tres o cuatro palabras; pero bastaron estas indicaciones, corroboradas por su misma presencia de interesados venidos de tan lejos, y de allá mismo, para comprar, y los especuladores, los capitalistas, los corredores en acecho siempre de lo que pueda oler a pichincha, hicieron subir los precios de tal modo que las bases a ellos fijadas por los compañeros, resultaron lastimosamente bajas.

Los pobres han vuelto allá, entre rabiosos y tristes, a dar cuenta de su cometido, y pronto han venido los agentes del gobierno vendedor a hacer entrega de las tierras a sus nuevos dueños, volteando los ranchos, hundiendo los techos en las cuevas, y obligando las carretas a moverse, con sus ruedas o sin ellas. Nuevamente se desparraman los vascos, buscando campo más lejos, unos; quedándose otros en los mismos parajes, pero ya teniendo que pagar arrendamiento, muchas veces a algún tendero, peluquero o bolsista, que en su... perra vida, (como decían los antiguos), ha visto el campo, y que seguramente, no se atrevería a costearse allá.

Muchos siguen, viviendo así, aumentando siempre el número de sus ovejas, llegando a formar establecimientos, ¡provisorios!, de veinte a treinta mil cabezas, resistiéndose a vender parte de ellas para comprar campo y establecerse definitivamente.

Es que creen, aunque no lo digan, que el día que compren tierra, será el del adiós eterno a las montañas nativas: en el fondo del corazón ha quedado bien guardado el profundo amor, inconsciente quizá, a los Pirineos, y esta nostalgia crónica, ese inquebrantable deseo de volver a la patria, sirve de norte a todos los actos de su vida, hasta impedirles comprender que, en esta tierra, la tierra es lo único que vale; y que ella vale por sí, aumentando cada día ese valor, no en relación a lo que produce, sino a lo que podrá producir, una vez poblada; y que el verdadero modo de adquirir fortuna suficiente para volver a su país, independientes y ricos, no es de criar muchas ovejas en tierra ajena, sino de tener mucha tierra propia, aunque no queden ovejas para ponerle encima.

Los vascos que así han pensado, son los que se han hecho ricos, y cuyos hijos, hoy, predominan en la sociedad, por sus fortunas crecidas, o predominarán mañana.

Estos ya no son, por supuesto, ni se acuerdan que sus padres hayan sido vascos de chiripá, de poncho pampa, de pito delgado y de rebenque grueso, con la tabaquera de vejiga o de cuero peludo arrollado, en la boina azul, guardando en los múltiples bolsillos, cerrados con patacones, del tirador grasiento, los boletos de la marca y de las señales, la papeleta de ciudadano español o francés, y los pesos, ganados a fuerza de sudor y de callos en las manos.

Elegantes en sus trajes y buenos mozos, han dejado también evolucionar, en el roce cuotidiano de las ciudades, ciertas de las cualidades paternas y mellarse otras, de estas que no se pueden conservar intactas sino con plena luz y aire puro, afinándose también a veces la inteligencia nativa hasta puntear en viveza.

Con todo, gente guapa, buena, vivaracha, y alegre; raza fuerte, atrevida y generosa; demasiado consciente, por lo demás, de su propio valor, para que, cuando uno de ellos, llegado a gran fortuna, honradamente conquistada, por su trabajo, pero sin haber querido dejar del todo los atavíos y costumbres tradicionales, la boina y el pito, le dice: «Mire, yo no soy más que un vasco bruto...» haya necesidad alguna de creer que él mismo piensa lo que dice.