Esbozos y rasguños/Las tres infancias

Las tres infancias



Al señor don Tomás C. de Agüero



He de decirlo, aunque el atrevimiento me cueste una multa municipal: para un hombre de mi temperamento, por no decir idiosincrasia, tiene gravísimos inconvenientes la amistad de un señor alcalde, a cuya persona se profesa un arraigado y (por desgracia mutuo) ya viejo cariño, afianzado con el doble remache de sus raros talentos y no comunes virtudes. Cuando un amigo semejante se nos acerca, y, otorgando a nuestro ingenio una alcurnia que no tiene, nos pide una chispa de su luz para convertirla en pan para los menesterosos, no hay medio de resistirle, ni de negarle un esfuerzo heroico en pro de su noble intento. Y entonces se llama a las puertas del ingenio, holgado y desprevenido; pero el ingenio, que parece fundido en corazón de avaro, echa todos los cerrojos de su mazmorra, y más se esconde cuanto más se le invoca.

Y aquí las perplejidades y las angustias; porque la súplica es mandato, y el tiempo avanza, y el término fatal se acerca, y lo que era crepúsculo en la mente, llega a hacerse noche tenebrosa.

Expongo estos hechos ante el insigne jurisconsulto, para que en aprecio los tome el magistrado, como razones atenuantes, si mi franqueza llega a parecerle merecedora del papel en que se saldan con la autoridad las cuentas del desacato a ciertos preceptos de sus Ordenanzas; o no la halla bastante castigada con haberme sacado al palo, que no otra cosa es, en sustancia, poner a un hombre avezado a la oscuridad de todos los aislamientos, en estas alturas por tantos soles alumbradas y expuestas al rigor de los huracanes de la crítica.

Siguiendo en mis propósitos, digo que es fama que el aire libre, sin los ruidos ni el vaivén de la civilización, es un gran inspirador de ideas y un desinteresado y docto consejero. Yo no lo dudo, aunque tengo para mí que con esta receta se han cogido más catarros que pensamientos. Pero es innegable que hay un instinto que le arrastra a uno lejos del rumor de las gentes cuando tiene necesidad de reconcentrar las fuerzas del espíritu; y que ese instinto me sacó de mi guarida en la ocasión citada, y me condujo, si no al campo, porque estaba éste lejos y yo perezoso, a cosa que en algo se le parecía, bien que no en colores, en aromas ni en frescura. Sentéme al pie de añoso tronco, como dicen los bucólicos; y no en mullida y olorosa alfombra, sino en duro y empedernido banco, a la sombra del escueto Y desgarbado ramaje, porque las tiernas hojas aún dormían arrebujadas en los pliegues entreabiertos de sus yemas.

La condición humana tiene tendencias inexplicables. En los conflictos más graves del espíritu, suelen los hombres preocuparse con los sucesos más triviales. El reo que aguarda la sentencia del tribunal que puede enviarle al patíbulo, acaso se entretiene en contar los clavos de la puerta tras de la cual deliberan sus jueces, o en traer a su memoria el día y el precio en que compró los zapatos que lleva puestos. No hay ejemplo de persona que al resbalar en la calle y caer al suelo y quedar en él descalabrada y quizá sin sentido, no trate de indagar, antes que la gravedad de su herida, la causa del resbalón, ni que deje de disputar acaloradamente sobre si la cáscara que pisó es de limón o de naranja, como haya quien sostenga lo contrario.

Solicitado yo de la propia inexplicable tendencia, al sentarme aquel día en demanda de una idea adecuada a mis intentos, comencé por hacer rayitas caprichosas en la arena del suelo con mi bastón; después puse todo mi conato en demostrar prácticamente, sobre el propio terreno y con la misma herramienta, la exactitud del teorema geométrico que dice que la superficie de un rectángulo es igual al producto de la base por la altura, cosa que siempre me tuvo sin cuidado, como ustedes pueden comprender, sin que yo lo afirme; después tracé caprichosas cifras, y dibujé barcos, y hasta retraté de perfil a mis amigos.

Cuando me cansé de dibujar, di en el ansia de reparar en los transeúntes; si eran rubios o trigueños, si altos o bajos, si pobres o ricos; en qué iría pensando el de la cara hosca y encorvada cerviz; de dónde vendría la que a tales horas tan menudito pisaba, y con empeño recataba la faz; adónde iría a comer, qué comería, qué habría cenado, en qué lecho dormiría aquel infeliz de rostro macilento, mal calzado y peor vestido, en cuya mirada triste y angustiosa parecía reflejarse el deseo de trocar la memoria de pasadas abundancias por un mendrugo de pan y una camisa; cómo y de qué viviría el exótico chulo de ceñidos pantalones, charolada bota, rizada pechera, relumbrante leontina y exagerado chambergo; por qué funesta preocupación juzgaría un mozuelo sin chaqueta y desaseado, que el ser descortés y blasfemo, al pasar por delante de mí, le daba gran importancia y respetabilidad; por qué no hay leyes que castiguen a los blasfemos como a los ladrones, mientras llega a ser un hecho que la cultura no es enemigo mortal de la taberna, como aseguran los que dicen entender mucho de achaques de moralizar sin Decálogo ni carceleros...; por qué el mísero jumento que por más allá pasaba zarandeando las orejas, con una carga que le doblaba el espinazo, no recibía de su ingrata conductora, en recompensa de sus fatigas, más que una lluvia continua de varazos; si, bien pesados el entendimiento de la una y el instinto bestial del otro, no tendría la balanza el capricho de inclinarse hacia el platillo del cuadrúpedo; qué papel le estará destinado en el sublime escenario de la creación, donde nada huelga, al diminuto insecto que se retorcía, esforzándose por apartar un grano de arena que le obstruía su camino... Preocupéme, en fin, con todo menos con lo que debía preocuparme en aquellos momentos, cuando acertó a pasar por delante de mí un verdadero enjambre de niños, corriendo como liebres perseguidas por un galgo. Habíalos rubios, morenos, rollizos, cenceños, y el más talludo no pasaba de esa edad encantadora de la sinceridad y de la inocencia; niños, verdaderos niños, libres, sueltos, revoltosos y bullangueros, que gritaban saltando, y, corriendo sin cesar, sudaban más por los gritos que por lo que corrían. No podía ofrecérseme tentación que más lejos de mis intentos me arrastrara.

Mi vista se fue tras ellos, y con la vista el último recuerdo de mi compromiso. Jugaban al marro, y me interesé en el juego lo mismo que si en él tomara yo parte.

De pronto observé que los gritos crecían, que los dispersos se agrupaban, y que del grupo salía uno como disparado hacia mí, con la hermosa faz desencajada y los ojos anhelantes, perseguido por un camarada, que, según apretaba los dientes y la carrera, debía tener gran empeño en alcanzarle. Al ver la expresión angustiosa de aquella linda criatura, y temiendo lo que al cabo le sucedió, levantéme para salir a su encuentro. Pero ya era tarde. El pobrecillo dio un paso en falso, y cayó al suelo; y únicamente pude evitar que se lastimara la cabeza con los guijarros. El otro niño retrocedió como una exhalación, en cuanto vio caer al fugitivo.

Apresuréme a levantar a éste, y procuré consolarle, esperando que tan pronto como se incorporara empezaría a poner el grito en el cielo. No bien estuvo de pie, fijó en mí sus grandes ojos azules, de los que se escapaban dos enormes lágrimas, y lanzó de lo más hondo del pecho un suspiro trémulo e interminable.

-Ahora empieza -dije para mí-. Pero me llevé chasco. El atribulado niño sorbió sus lágrimas en cuanto llegaron a perderse entre los húmedos corales de sus labios, y devoró otro suspiro que aún se le escapaba.

-¡Bravo! -exclamé dándole un beso-. Así se portan los valientes. ¿Te has hecho daño?

Y el chico, sin contestar a mi pregunta, se sacudió el traje precioso de terciopelo que vestía, con el gorrito escocés que se quitó de la cabeza, y se limpió el sudor de su linda cara con un pañuelito que a duras penas, y después de meter el brazo hasta el codo, sacó del bolsillo de su pantalón bombacho. Limpiábale yo también y le arreglaba los desordenados rizos de su cabellera rubia, cuando, después de lanzar el tercer suspiro, me dijo, poniéndose muy cuadrado:

-¿Ve usté qué taidoría?

-Pero ¿qué te ha pasado, hijo mío? -le pregunté.

-¡Ese Gabielón!... -me respondió con ira-, que estábamos juegando al marro, y salí yo, y dipés toqué; y como él me pillaba, ya no me podía pillar, porque yo toqué... y dipés saqué un poquitín el pie... así, así no más; y porque le saqué, dice que no toco, y me pilla, y dice que ¡apillao!; dipés digo yo que eso no vale... y me escapé... y va él y me quiere pillar otra vez; y como me tiene tirria... me caí.

-¡Picardía como ella! -¿Y por qué te tiene tirria?

-Porque esta mañana sabí el Feuri mejor que él, y a mí me dieron vale, y él echó tes borrones en la plana... Por eso.

-¡Dígole a usted con Gabielón!... ¡Habráse visto envidioso y desaseado!... ¡Tres borrones en una plana!... ¿Y qué le dijo el maestro?

-Le pegó tes coquetazos.

-¡Bien hecho!

-Y dipés le volvió a palotes.

-¡Chúpate esa!... ¿Y de qué escribes tú?

-De Zaramagullón.

-¡Hombre!... ¿Y qué es eso?

-De pimera con ese letero.

-¡Ya! Y ¿cómo te llamas?

-Pelín Benabé de lo Zantos.

-¡Cáspita!, me parece mucho.

-¿Po qué?

-Porque eres tan chiquitín...

-¿Y qué?

-¡Y son tantos los nombres!... no podrás con ellos.

-Ya queceré yo más.

-Cierto es. Y cuando crezcas ¿qué vas a hacer?

-Cuando yo sea gandón, gandón, voy a ser general.

-¡Hola!

-¡A mí me gusta mucho ser general!

-¿Por qué?

-Porque los generales tienen pumero en el ticornio, y banda, y sable de oro, y muchas cuces en la casaca; y cuando pasan, todos los soldados les hacen la venia; y van a caballo... y comen con el rey.

-Bien está eso; pero los generales, amigo Pedrín, van a la guerra, y allí...

-Dice papá que no.

-Muchos hay de esos, según cuentan; pero algunos van a ella y salen heridos.

-¿Y se mueren?

-A veces... Pero vamos a ver: si tú fueras general ahora mismo, ¿qué harías?

-Lo pimero, llamar a los civiles y pender a Gabición.

-Lo sospechaba.

-Poque Gabielón me hace mucho de rabiar.

Mientras así, y por el estilo, departía yo con Pedrín, el llamado Gabielón había llegado junto a sus camaradas, un tanto sobresaltados al ver caer al fugitivo, y no poco recelosos al contemplarle luego bajo mi protección. El causante, más valiente o más curioso, después de enterarse de todo y de meditar un momento, salió del grupo; y arrimándose a los árboles, y haciendo una paradita en cada uno de ellos, durante las cuales roía la yema del índice, sin dejar de mirarme de reojo, llegó hasta el banco inmediato al que yo ocupaba. Pronto imitaron el ejemplo sus camaradas, acercándoseme poco a poco, con las caras compungidas y dando a sus respectivos continentes el aire más inofensivo y bonachón.

Era el enemigo de Pedrín trigueño, de ojos de terciopelo, tan negros como centellantes, de blanca y apretada dentadura, labios finos y un tanto desdeñosos, muy rollizo y bastante desaliñado en el vestir.

-¡Ven acá, buena pieza! -díjele cuando estuvo a pocos pasos de mí-. ¿Por qué tienes tirria a Pedrín?

Decir yo esto y rodearme la infantil muchedumbre, fue una misma cosa. Saeteábanme sus ojuelos con verdadera avidez; y aquel racimo de angelicales cabezas y de cuerpos entrelazados, traíame a la memoria el famoso capricho de la Fecundidad, que eternizó el pincel del Tiziano.

Callóse Gabrielón a mi pregunta, y respondióle un camarada desdentado, por estar en la mudanza de los incisivos:

-¡No le tiene tirria!

-Pues ¿qué le tiene, si no? -repliqué fingiéndome muy serio.

-No sé yo qué le tendrá -repuso, muy grave, el entremetido.

Otras voces salieron también del grupo; y aunque negando todos los supuestos rencores de Gabriel, acusáronle, unánimes, de ser muy dado a pintar sabandijas en los márgenes de las planas, y hacer pajaritas con las hojas del Catecismo; cargos que escuchaba el acusado balanceando el cuerpo, recostado contra el árbol, y arrancando media suela descosida de uno de sus zapatos con el otro pie.

Toméle yo de todo esto para entrar en animado diálogo con todos ellos; y tras larga y bulliciosa sesión, a duras penas los puse en orden y en silencio, contándoles, entre otros, el cuento de Alí-Babá, o sea el de Los cuarenta ladrones exterminados por una esclava. Cuando los vi más hechizados con los recuerdos del tesoro, que yo les había descrito a mi manera, de la caverna misteriosa que franqueaba sus puertas a la mágica frase de ¡Sésamo, ábrete! propuse la paz entre los dos enemistados camaradas.

-¡Es un cascarruña... y muy acusón! -dijo Gabriel.

-¡Mecachis! -respondió Pedrín con cierta sonrisa irónica.

-¡Y sí! -añadió el otro-: siempre está poniéndome en mal con don Moisés.

-¿Quién es don Moisés?

-Un señor muy viejo que juba aquí con nosotros.

-Pues es preciso que hagáis las paces, ¡caramba!

-¿Yo con ése?...

-¡Para él estaba!...

-Ahora lo veremos.

Dije, y saqué la cartera. Al verla, el enjambre se echó sobre mí. Teníala bien repleta de estampitas y otras puerilidades análogas; porque es de saberse que, aun sin las eventualidades de la calle, no me faltan ocasiones de desocuparla muy a menudo. Ofrecí las mejores a los dos enemigos rapaces, a condición de que se abrazaran; y sin quitar los ojos de la cartera, estrujáronse heroicamente. Cumplí mi palabra en el acto; y mientras les entregaba las estampas, los ojos de los demás no cesaban de ir de los míos a la cartera, y de la cartera a los míos, a la vez que sus manos tanteaban las inmediaciones de las estampas, con una inquietud nerviosa. Comprendí la mímica y repartí una figurita a cada uno.

-¡Contra, qué lápiz! -exclamó el más talludo. Y tuve que dársele. Así me arramblaron cuanto en la cartera flotaba o relucía.

Noté que, según me iban desvalijando, se mostraban menos pegajosos; y cuando nada tuve que darles, bastó media palabra para que desaparecieran de mi vista como bandada de gorriones al ruido de una palmada.

Entonces advertí que en el banco de enfrente se habían sentado hasta media docena de incipientes galanes; mozos de semillero, metidos de cuajo en la edad más antipática de la vida humana; conjunto desgarbado de brazos, zancas y pescuezo, en la cual edad todo en el hombre es transitorio y pegadizo, y nada completo ni armonioso; pajaros en tiempo de muda, como ellos son escalofriados y angulosos; huyen de los niños porque se juzgan hombres, y los hombres los rechazan porque los toman por niños. Para remate de desentono, hasta los sastres se complacen en extremar sobre ellos los caprichos de la moda con tajos y recortes atrevidos, que sólo conducen a poner en evidencia el armazón que falta en el tronco, o el esqueleto que sobra en las extremidades. En mis tiempos se los conocía con el adecuado nombre de pollos; hoy se les llama, si no estoy mal informado, sietemesinos y gomosos. Llegaban perceptibles hasta mí sus declamaciones, altisonancias y discreteos; pues hablando ellos para ser oídos de sedentarios y transeúntes, buscaban de propio intento lo más sonoro y atractivo del habla castellana. Quién de los seis mostrábase mal ferido de punta de amor, y lloraba y gemía contrariedades y discordancias; quién, más feliz en sus empresas, dábale amparo y consejo, y afanábase por pintarle como artificios y disimulaciones lo que el atribulado tomaba por desdenes ciertos y coqueterías probadas; quién, pellizcándose el musgo mal nacido de su labio, y frunciendo los dos con menosprecio, burlábase del candor de los amantes que aún creen en el amor y en las mujeres, porque él, a los diez y ocho años que a la sazón contaba, tenía petrificado el corazón a fuerza de desengaños y mentiras.

Otro, nacido para amar, no hallaba ocasión propicia para mostrar su corazón abierto a tantas mujeres que parecían venidas al mundo para corresponderle.

Otro estaba por las glorias de la inteligencia, y no aceptaba el amor sino como resorte para mover a los personajes de sus creaciones en proyecto. Tenía un drama comenzado y tres novelas en embrión, y estudiaba el carácter y la situación de aquellos sus amigos para reproducirlos en la escena y en el libro. El último, lacio, encanijado y escrofuloso, no hablaba sino para echar por aquella boca estocadas y pistoletazos, los cuales medios, según la experiencia se lo demostraba cada día, eran los únicos que todo hombre de corazón, como él, debía aceptar para desembarazar de dificultades el sempiterno drama de la vida.

A lo mejor del cacareo, venían a enardecerle el sastre y el zapatero, como accesorios del asunto principal; pues no faltó quien achacase parte de un fracaso galante, a la influencia de un levitín con dos centímetros de más en la longitud de las haldillas, o a la de un punto menos en la altura de los tacones. De aquí se pasó a ponderar la fortuna de los elegantes que hallan en las grandes capitales, artistas de talento que comprenden la filosofía del corte y la estética de la moda, haciendo así que las clases no se confundan, y brillen en todo su esplendor de cuna los jóvenes distinguidos y elegantes.

En éstas y otras, comenzó a poblarse el sitio de paseantes, y noté que algunas parejas femeninas, sólo con pasar por delante de los gomosos, dejáronlos como petrificados en el banco. Callaron todos de repente, y el tierno y el desdeñoso, el poeta y el espadachín, el más tímido y el más osado, pusieron los ojos tiernos, y en exhibición el atractivo que en más estima tenían: quién la cabellera, quién la curva del pecho, quién la rectitud de la pierna, quién los dientes, quién el pie, y todos, unánimemente, los puños de la camisa. Después se dividieron en parejas, y cada una de ellas se fue detrás de la femenil de sus preferencias, cuál suspirando, cuál hablando recio y escogido, cuál alardeando de agudo y de chistoso, pero todos en busca de un corazón y una mirada. Entonces noté con gusto que las damas de ahora, como las de mi tiempo, en cuanto se visten de largo, ya no gustan de muñecos. Pero los seis de marras creían lo contrario, y así se divertían.

Pues éstos -dije para mí- son otros niños felices, y no se diferencian de Pedrín y sus camaradas sino en que visten de otro modo y juegan al amor, al talento y a otras cosas serias, mientras los primeros juegan al marro o a las aleluyas. Por lo demás, créense hermosos y apuestos, y son ridículos; admíranse de sus propios talentos, y son tontos de capirote; júzganse amados, y nadie los puede ver. Su vida es una constante equivocación. ¡Envidiable felicidad!

Un rayo de sol bañaba entonces el sitio que yo ocupaba, y el miedo de que me calentara los cascos con exceso, llevóme al otro extremo del banco. En el instante en que me acomodaba en el sombrío rincón, llegaba a ocupar el que dejé vacío un anciano octogenario, arrastrando los pies sobre la arena, y con el cuerpo vacilante encorvado sobre una cachaba. Eligió el punto en que más copiosamente se desparramaba el manojo de sol, y sentóse allí poco a poco y agarrándose, como si temiera romper en una brusca sacudida el hilo desgastado y tenue de su existencia. Saludóme con una penosa inflexión de su pescuezo y una mirada yerta, y devolvíle el saludo con respeto.

-Usted huye del calor -me dijo con voz desentonada y trémula, cuando se hubo sentado-: yo le busco con ansia. ¡Ineludible ley del equilibrio!... A su edad de usted yo hacía otro tanto... Me sobraba el calor. Desde entonces ¡cuántos inviernos han pasado sobre mí!... ¡Cuánto calor me han robado sus hielos!...

Sin dejarme decir algunas palabras de pura cortesía, continuó así el buen señor:

-Se reirá usted de mí, porque apenas despliego los labios, comienzan a asomar la oreja mis manías de viejo... Así llaman los jóvenes a nuestra afición a evocar recuerdos de otras edades... Hay mucha injusticia en eso. Quien, como yo, no tiene por delante más que una tumba y una mortaja, cuadro en verdad poco risueño y deleitable, necesita volver los ojos a lo pasado para no morirse de tristeza, y cuanto más lejos, mejor... Por eso me gustan tanto los niños. Ellos vienen, yo me voy; nos encontramos a la puerta del mundo, unos entrando y otros saliendo. Viajeros con opuesto rumbo, que hacemos una parada en una misma estación y comemos en la misma mesa. Ellos me hablan de lo que vienen a buscar; yo les hablo de lo que por acá dejo... Esto divierte y consuela. El resto de la humanidad ya no me pertenece, como no me pertenece lo que conduce el tren que se cruza con el que a mí me lleva a la eternidad. Alargar todo lo posible los momentos de parada, a fin de que dure un poco más la compañía de la mesa, es ya mi único negocio. A él me consagro tiempo ha, y aquí me vengo todos los días, como un niño, a jugar con estos niños... ¿Por dónde andan esos diablejos?... Helos allí... ¡Qué monísimos son!... Verá usted lo que tardan en asaltarme... y en desvalijarme... Afortunadamente vengo hoy bien pertrechado de metralla para defenderme. Caramelos... rosquillas... estampas; y en este otro bolsillo, medio quintal de paciencias... ¡Cuánta necesito a veces para armonizar tantas cabecitas sin tornillo, y para no enfadarme!... ¡Sí, señor, para no enfadarme!... ¡Ahí anda un Gabrielón, travieso y mal intencionado!... Ayer me tiró con una aceituna desde su balcón... Pues mire usted, sentí aquel golpe como si hubiera sido un balazo... porque ni yo le había dado motivos para ello... ni está bien que así se trate a los mayores, bajo ningún pretexto... ¿No lo dije? ¡Ya está la nube encima!...

En efecto, la misma que poco antes había caído sobre mí, pero lenta y apacible, envolvió al octogenario, tormentosa y rugiente. Entre gritos de «¡papá Moisés, señor don Moisés!» y alguno de «¡Señor Matusalén!» que yo jurara que procedía de los pulmones de Gabrielón, aquella muchedumbre estrujó al anciano, asaltándole por piernas, brazos y cabeza. Quién le besaba, quién le sacudía, quién le interpelaba, quién, más osado, le registraba los bolsillos... hasta que, falto ya de respiración, arrojó por encima de las cabezas de todos un paquete de almendras, que se desparramaron en el suelo; cebo estimulante sobre el cual se echó en el acto aquella bandada de pájaros golosos. Empezó luego el reparto de lo que quedaba en los bolsillos, y no faltaron entonces reclamaciones, protestas y refunfuños de una y otra parte, y aun llegó a riña formal, entre el anciano y Gabriel, lo que empezó por quejas del primero sobre el incidente de la aceituna, al ofrecer su ración, un tanto mermada, al segundo. Interviene poniendo paz, cuando vi que las sequedades del muchacho iban a hacer llorar de pena al pobre viejo; diole un beso cada cual, como firma de amor y de alianza; y, ya todos unos, como dijo don Moisés hecho unas pascuas, pusiéronse a jugar los rapazuelos delante del anciano, haciéndole juez árbitro de sus contiendas, lo cual le deleitaba y entretenía.

Pues éste es otro niño -dije para mí, contemplándole-; y con él son ya tres los ejemplares. Es decir, que de tres no bajan las necesarias infancias del hombre, las que son inseparables condiciones de otras tantas edades de la vida... porque si a sumar vamos las que son el fruto de las mundanas flaquezas, casi son tantas como los años que vivimos.

Niño es, en efecto, el hombre que de vanidades se nutre y al huero relumbrón endereza todas sus aspiraciones; niño cuando se pavonea con un cintajo en la solapa, como si fuera señal de sus virtudes y no de la amistad de un prócer dadivoso; niño cuando se desvela por adquirir un diploma que le autorice para estampar en coches y tarjetas dos calderos y una escoba, o cualquier otro emblema heráldico no menos expresivo y linajudo; niño cuando, ya con canas, se prenda de su apostura, y despilfarra ante el espejo las horas que niega a más honrosos y transcendentales afanes; niño cuando... cuando se parece a tantos y tantos nietos de Adán por el estilo; y niño, en fin, soy yo, que con frecuencia me enredo en tales filosofías.

Pero volviendo a los niños ochentones, ¡cuántos hay en uno y otro sexo que han tomado la ciencia, las letras, las artes o la caridad por juguetes, y dejan el sendero de su vida lleno de luz y de beneficios, en bien de sus semejantes!... Preciso es convenir en que estos niños tienen mucho de ángeles... Y conviniendo en ello, forzoso es declarar que la raza de Caín no es tan mala como su fama la pinta.

Pensando así, levantéme con rumbo a mi casa; pero nuevos aires me soplaron, y a otras regiones más intranquilas me condujeron las ideas. Y extendí la mente por los campos de la historia; y al ver la haz de la tierra cubierta de ruinas y de cadáveres; a las razas luchando contra las razas; a las ideas contra las ideas; al ver la fuerza convertida en derecho y a los pícaros en la cumbre de los honores, y a los buenos en el abismo de todas las desventuras; a la mujer holgada y consentida, arrojando a los pies de su amante el honor de su marido; al marido, mancillando en torpes mancebías la fe jurada en los altares; al ver al poderoso explotar al necesitado, y al necesitado escupir la mano que le da la hogaza; al ver aquí el látigo, allí la tea, acá el atropello, allá la asechanza, y en todas partes y en todos tiempos y a todas horas, el orgullo, la soberbia, la envidia, la venganza, imponiéndose al mundo como una calamidad incontrarrestable -¡ay!, exclamé en mis adentros-, niño es el hombre, y aun con frecuencia es ángel; pero también es tigre carnicero en cuanto arroja a Dios de su conciencia.

Dicho se está que este hallazgo no me satisfizo tanto como el anterior; pero consoléme mucho al caer en la cuenta de que si Dios entregó el mundo a las ambiciones y a las disputas de los hombres, también infundió en los buenos el sublime sentimiento de su caridad para ejemplo de verdugos y consuelo de perseguidos y desheredados.

Y andando, andando, con la mente abismada en tan santas cavilaciones, mi capa no parecía.

Y las horas corrieron, y los días pasaron, y la inspiración no vino, y llegó el trance fatal, y trajéronme al banquillo de los reos... desde el cual me atrevo a suplicaros, después de llamar a las puertas de vuestro corazón con las narradas dificultades, como testimonio fiel de una heroica voluntad, que la toméis en cuenta para absolverme de las confesadas culpas de mi torpe ingenio.